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COMER BIEN

Gastronomía: El sabor del Siglo de Oro

La modernidad estuvo a punto de dar un golpe de muerte al tocino. Se anatematizó al cerdo por razones dietéticas y, dentro de esa excomunión, el tocino, grasa animal por antonomasia, se llevó la peor parte. Lo cambiamos por tristes lonchas de beicon, por influencia anglosajona.

No recuerdo ahora mismo qué autor escribió que Europa se había construido sobre auténticas montañas de tocino, aludiendo con ello a la capital importancia que durante mucho tiempo tuvo el cerdo en la alimentación de amplios sectores de la sociedad europea. En efecto, en la Edad Media, e incluso después, el cerdo era casi la única fuente de proteínas animales para las clases populares en toda Europa. Pensemos que vacas y bueyes eran preferentemente utilizados como auxiliares en los trabajos del campo; que no en todas partes hay ovejas, o cabras, y que la caza, furtivos aparte, era actividad y manjar reservado a clases privilegiadas.

Cerdos, en cambio, sí había. Y gallinas. Y ya tenemos aquí los huevos con tocino, sabrosísimo precedente de los por lo general tristes huevos con beicon de los desayunos hoteleros. Huevos fritos con torreznos... Su sola mención hace que la boca se haga agua. Unos buenos torreznos, de exterior agradablemente crujiente, pero con un interior jugoso, siguen siendo una delicia, sea con huevos sea con esas patatas machacadas con añadido de pimentón que en muchos sitios llaman “revolconas”.

¿Quién que tenga la edad suficiente no recuerda el cocido familiar de su infancia? El tocino, generalmente blanco, más que entreverado, solía dejarse para el final, junto con el tuétano de los huesos de caña, maravilla desterrada de nuestra dieta tras el problema de las “vacas locas”. Aplastar a un tiempo tocino y tuétano con un trozo de pan era un placer casi insuperable, era el último y para muchos el mejor bocado de ese cocido. Pero la modernidad estuvo a punto de darle un golpe de muerte al tocino. Se anatematizó al cerdo por razones dietéticas y, dentro de esa excomunión, el tocino, grasa animal por antonomasia, se llevó la peor parte. Lo cambiamos por tristes lonchas de beicon, por influencia anglosajona. Y no era lo mismo, qué iba a serlo. Pero... por fortuna, vuelve el tocino, aunque ahora le demos el nombre de la porción anatómica porcina de la que proviene. Algunos de nuestros más grandes cocineros, de los que vuelcan su trabajo en la cocina más que en los medios, se dieron cuenta de que, para empezar, el tocino con hebra está riquísimo y, encima, es una materia prima relativamente barata. Añadan a ello el avance de las técnicas culinarias, que hacen posible una cocción prolongada a baja temperatura que, literalmente, confita el tocino en su propia grasa, y verán que tiene mucha lógica esta resurrección del tocino.

Cómo olvidar la memorable ocasión en la que Santi Santamaría, en su restaurante de Sant Celoni, me puso delante un plato consistente en una papada de cerdo cuya grasa seguía siendo tocino, sí, pero tocino de cielo, bien veteado de sabrosísimas hebras carnosas, coronado el conjunto por una dorada y crujiente lámina de la piel de la propia pieza, que una vez superada su inicial resistencia al diente acababa por fundirse en la boca... Era época de trufas, y Santi sirvió al lado un magnífico ejemplar de Tuber melanosporum, nuestra trufa de siempre, la negra, que hubiera hecho las delicias del protagonista del plato si se la hubiera encontrado antes. O la no menos inolvidable en la que, en Igueldo, Pedro Subijana nos deleitó con un plato cuya materia principal era la panceta, en este caso salada, también sometida a un proceso de “confitado” lento y mimoso, maravillosa combinación de sabores y texturas que venía escoltada por una sencilla guarnición de mínimas lentejas aliñadas con una suavísima vinagreta... Hay más experiencias en este sentido, pero como muestra valgan esos dos botones que ponen de manifiesto cómo, con ciencia y dominio de la técnica, amén de muchísimo sentido común, de lo aparentemente más rústico pueden nacer platos de altísima cocina.

Altísima cocina, pero con sabores de siempre, sabores conocidos, amigos, que uno almacena cuidadosamente en su memoria y que esa sabia utilización de los avances técnicos es capaz de devolver a la gloria que nunca debieron abandonar. Es, claro, fundamental la buena selección de las materias primas; afortunadamente, lo que ya no es más que un recuerdo son aquellos tocinos tan rancios que resultaban incomibles.

El tocino, el vilipendiado tocino, conoce así un nuevo Siglo de Oro. Recordemos que en el Siglo de Oro español, “tocino” era sinónimo de “cerdo”. Y que comer tocino en público era la mejor —y, desde luego, la más sabrosa— forma de demostrar que el interesado era cristiano viejo, condición por entonces indispensable para evitarse muy molestas complicaciones con el Santo Oficio. Porque no hay alimentos “rústicos”: todos son susceptibles de un tratamiento culinario que, aligerándolos de esa aparente condición “villana”, ponga de manifiesto sólo sus virtudes y los convierta en platos que a su condición de deliciosos añaden una elegancia que sólo esperaba, como el arpa de Bécquer, una mano experta que supiera mostrarla.

A lo mejor, quién sabe, el tocino acaba por encontrar un lugar hasta en la tan publicitada y confusa “dieta mediterránea”. Se lo merece: por gratitud histórica... y por virtudes propias.

© Agencia Efe


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