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COMER BIEN

Gastronomía: Feo, pero delicioso

La verdad es que parece mentira que una cosa tan fea sea tan rica; porque nadie podrá negar que el rape es feo con avaricia, pero tampoco que es uno de los pescados más sabrosos que nos ofrece el mar.

Antes, al rape sólo se le llamaba así — “rap”— en Cataluña. En otros lugares sus nombres tenían bastante que ver con su nada agraciado aspecto: eran comunes las referencias al sapo, tanto en castellano —pejesapo— como en gallego —peixesapo— y vascuence —zapo—. El único nombre cariñoso se lo daban los asturianos, grandes aficionados al que ellos llaman “pixín”. Hasta los italianos llaman al rape “rana pescatrice”. No; no es guapo.

Pero está buenísimo. Los expertos distinguen dos tipos de rape: el rape propiamente dicho y la también llamada juliana. Por fuera son iguales; pero el rape tiene el peritoneo —la membrana que cubre el intestino— negro, y la juliana, blanco. Hasta ahora se clasificaban como especies diferentes, respectivamente “Lophius budegassa” y “Lophius piscatorius”; pero mi amigo Moncho Núñez, director del Aquarium Finis-Terrae de La Coruña, me dice que parece que podría tratarse de una sola especie.

De todos modos, los amantes del rape prefieren el de “tripa” negra. Y en los puestos del mercado los exhiben con el vientre abierto, para que se distingan bien. Así nos encontramos el otro día un hermoso ejemplar de un kilo y medio de peso, que no dudamos en echar al cesto de la compra, con su descomunal y feísima cabezota y todo. La cabeza del rape es muy grande, de modo que encarece bastante el precio del pescado; las colas sueltas se cotizan mucho más. Pero esa cabeza es la mejor base posible para un fondo o caldo de pescado, sin contar que encierra unas carrilleras —“galtes” para los catalanes— de un sabor y una textura deliciosos.

Pensamos, ya en casa, varias posibilidades: trocearlo, rebozarlo y freírlo; cocerlo y ponerlo simplemente con patatitas y aceite virgen; servirlo con una ajada; hacerlo en salsa verde; ponerlo en amarillo... Decidimos hacerlo con fideos, pero sin exagerar el amarillo, o sea, con sólo una pizca de azafrán. Y el resultado fue magnífico, sin necesidad de cargar la mano al saborizar el refrito ni el fondo: el rape, por sí mismo, es capaz de hacerlo. Además, se trataba de saborear el rape, no de hacer una “fideuá” marinera, de modo que prescindimos de aditamentos como gambas o carabineros: íbamos de rape, no de mariscos.

La receta elegida tiene la virtud añadida de que no hay que partir el rape en la mesa, operación ciertamente complicada cuando se suministra como único elemento cortante una pala de pescado, cubierto excelente para levantar filetes de lenguado o desconchar merluza y bacalao, pero cuyo filo, absolutamente virtual, es inútil cuando lo que hay que trocear es un pescado de carnes tan consistentes como las de nuestro protagonista. De modo que nos pusimos manos a la obra. Una vez limpio el animalito, cortamos en trozos la cabeza, extrajimos el hueso central de la cola —otra gran ventaja del rape: no tiene espinas peligrosas— y cortamos ésta en dados de tamaño de bocado. Los salamos y los dejamos a un lado, esperando su turno.

Pusimos un chorro de aceite en una olla, y pasamos a sofreír allí un puerro, una ramita de apio, una zanahoria, un tomate y tres dientes de ajo, todo ello convenientemente dividido en trozos. Cuando las verduras comprendieron que su destino irremisible era ablandarse, incorporamos al conjunto los pedazos de la cabeza del pescado; dejamos que se hiciese todo junto unos minutitos y mojamos con un chorrito de Jerez seco. Reducido éste, cubrimos con un caldito ligero de gallina que había por allí, y dejamos cocer todo unos 25 minutos. Hecho esto, pasamos el contenido de la olla por un colador chino y lo reservamos.

Requerimos entonces una paella, que es como se llama la sartén en la que se cocina el arroz, y, previo añadido de un chorrito de aceite, sofreímos levemente un cuarto de kilo de fideos más gordos que delgados. Añadimos una pizca de azafrán, que previamente habíamos machacado en el mortero y diluido en un poco de caldo, y sin más dilación unimos al conjunto los dados de rape. Echamos el caldo colado, que ya habrán comprendido que es donde está todo el sabor del asunto, y a hacerse todo, seis o siete minutos, con cuidado, eso sí, de añadir más caldo a medida que lo pedían los fideos, que deben quedar secos, sí, pero jugosísimos.

El paso siguiente fue la lógica investigación en la mesa, donde cuatro ciudadanos convinimos en que el rape y los fideos estaban riquísimos, convicción a la que ayudaron unos tragos de un excelente Chardonnay catalán, muy recomendable para estas averiguaciones. Y, tras tan satisfactoria comprobación, ninguno de los cuatro se acordó del aspecto que, en el fondo del mar o en el mostrador de la pescadería, tienen los rapes de tripa negra o de tripa blanca. Qué gran verdad era la que hacía decir Bradbury a uno de los personajes de “Farenheit 451”: no hay que juzgar nunca un libro por su portada.


© Agencia Efe


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