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COMER BIEN

Gastronomía: Los peces no huelen a pescado

Alguna vez hemos comentado que el castellano es el único idioma occidental importante que distingue entre peces y pescados, cosa que no hacen francés, inglés, alemán, italiano, portugués, las lenguas escandinavas ni, entre nosotros, catalán, gallego o vascuence.

Pero este verano tuvimos ocasión de comprobar que entre pez y pescado hay una diferencia más importante aún que la semántica: la olfativa. Los peces no huelen a pescado. Huelen... a mar. Una tarde agosteña, un amigo coruñés aficionado a la pesca submarina me llamó. “Tengo un sargo de casi tres kilos, que he pescado hace un rato. ¿Lo quieres?”. No dudé ni un segundo en darle una respuesta entusiásticamente afirmativa. Al poco rato, fui a buscar el sargo... y me encantó su olor.

Nunca me ha gustado el olor a pescado. De niño hasta me repugnaba. He pasado experiencias muy desagradables en pescaderías y mercados en los que el aroma dominante debía de parecerse al que se supone que emanaba el género expuesto en su tienda por Ordenalfabétix, el pescadero de la irreductible aldea gala de Astérix y Obélix, fuente de interminables peleas entre sus vecinos. Hoy en las buenas pescaderías no huele a pescado, mucho menos a pescado pasado. Una merluza llega desde la lonja de Burela, por citar una de las más prestigiosas y alejadas, a Mercamadrid en cuestión de horas; en eso se ha progresado muchísimo. Y cito Madrid porque, como indicaba muy bien Julio Camba, es la capital española más alejada de cualquier costa.

Pero tampoco huele como olía mi sargo. Era el olor del mar: yodo, espuma, algas limpias, sal... Un olor que uno asocia con el verano, porque es ese mismo olor que nota en su piel cuando sale del mar, ese olor que perdura hasta cuando ya se ha secado y que hace que, muchas veces, posponga al máximo el momento de la ducha en agua dulce que, sí, eliminará todo rastro salino de la epidermis, pero también ese delicioso aroma marino, el aroma de las vacaciones. Mi sargo olía a todo eso, y olía a limpio. Inevitablemente, uno pensaba eso de “mejor sabrá”. Pero, hasta el momento de averiguarlo, disfrutaba de ese olor casi olvidado... porque, reconozcámoslo, hoy hasta es raro que el mar huela a mar.

Olores amigos, naturales, de mar limpio, de hojarasca en otoño, de tierra mojada... Nos dicen que el olfato es, en la especie humana, el menos desarrollado de los sentidos. En el humano de la clase de urbanita, de habitante del asfalto, no es que esté poco desarrollado: es que está pervertido. De ahí que ese sargo, que un par de horas antes nadaba a sus anchas cerca del promontorio que separa las rías de La Coruña y Betanzos, fuera una revelación, un reencuentro. Por supuesto, ya en casa, el sargo tuvo un final digno de tanta excelencia, tras su paso por el horno, tendido sobre un lecho de cebolla y patatitas en rodajas y alegrado en el último momento con el clásico refrito en el que, esta vez, no hubo que cargar la mano en ajo o guindilla: no lo necesitaba, y hubiera sido una lástima desvirtuarlo.

Claro que un sargo es algo muy serio. Pariente de besugos, doradas, urtas, pargos, samas y demás espáridos, debe su exquisito sabor a su no menos exquisita alimentación: gracias a su poderosa dentadura, come moluscos bivalvos, como la almeja, y no desdeña, si se le presenta la ocasión, darse un agasajo con percebes. También come algas, sí, pero en el mismo plan que nosotros comemos ensalada. Los sargos no son huéspedes habituales de nuestras pescaderías; sí que son, en cambio, presa frecuente de quienes practican la pesca en el medio en el que están los peces, esto es, dentro del mar, y en menor medida de quienes prefieren no mojarse y lanzan su aparejo desde la costa.

Lo que nos ha quedado claro es que para saber a qué huelen y, sobre todo, a qué saben los pescados que acaban de adquirir tal condición perdiendo la de peces, lo más práctico es hacerse pescador, de caña o de fusil arponero. Y como para lo primero hace falta paciencia y para lo segundo unas condiciones físicas adecuadas, cosas ambas que no están al alcance de todo el mundo, les recomendaremos que se hagan amigos de alguien que practique, en plan aficionado, cualquiera de esas modalidades.

Una relación más que añadir a las que un buen gastrónomo debe mantener con algún cazador, con alguien que cultiva su propia huerta sin ánimo de lucro... Es una garantía de abastecimiento —eso sí, irregular— de tomates recolectados en su punto justo de madurez, de frutas perfectas, de piezas como liebres, tórtolas o becadas o, ya lo han visto, de sargos prácticamente vivos. Es decir: de artículos nada fáciles de encontrar en los puestos de venta habituales y que, tal vez por eso, son claros objetos de deseo. Ahora, a cientos de kilómetros del mar, seguiremos recordando mucho tiempo ese sargo que nos puso casi directamente del mar en el horno la generosidad de un amigo deportista. Fue, sin duda ninguna, una de las cumbres gastronómicas del pasado verano... y una experiencia olfativamente muy enriquecedora.

© Agencia Efe


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