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COMER BIEN

Gastronomía: Una dulce rutina

Aunque este año se hace esperar, ya está muy próxima la Semana Santa, con sus procesiones, sus escapadas a la playa y, por supuesto, sus torrijas.

En unos días, serán muchos los medios informativos que expliquen todo tipo de fórmulas para preparar esta golosina. Por mi parte, he de reconocer que jamás he podido comprender la estacionalidad prepascual de las torrijas. Una de dos: o gustan, y entonces no sé por qué no se pueden hacer torrijas en noviembre o en agosto, o no gustan, con lo que no se toman tampoco en Semana Santa.

Las torrijas no son más que una de las múltiples maneras de aprovechar el pan sobrante, de las que está llena la cocina tradicional, y no sólo la española. Usamos pan asentado, que es un precioso eufemismo para designar al pan incomible por viejo, en cosas como las sopas de ajo, las migas o el gazpacho, en condimentos como el pan rallado y, claro, en postres como las torrijas. De las que, por supuesto, no tiene la exclusiva la Semana Santa madrileña.

Pan sobra en todas partes, y la idea de presentarlo otra vez convertido en un postre se le ha ocurrido a mucha gente en muchos sitios. Otra cosa es su nombre, claro; los franceses, creo que con mucha propiedad, llaman a su versión pain perdu, o sea, pan perdido. Lo que nunca supe es por qué los ingleses llaman a algo parecido nada menos que poor knights of Windsor. Lo que pasa es que lo que en tiempos fue aprovechamiento de pan sobrante hoy se prepara con pan elaborado especialmente para ello, aunque las torrijas que de verdad están buenísimas son las que se hacen con brioche, como el mejor pain perdu; eso sí, con brioche duro, o sea, viejo.

¿Vamos con ese pan perdido? Hagan hervir medio litro de leche con media vaina de vainilla y unos 100 gramos de azúcar, y dejen que se enfríe. Corten como 250 gramos de brioche duro en rebanadas más gruesas que finas, procurando que tengan el mismo tamaño. Empápenlas en la leche aromatizada y dulce, cuidando, eso sí, de que no se deshagan. Pasen esas rebanadas empapadas en leche por huevo batido como para tortilla y endulzado con un poco de azúcar glas. Finalmente, dórenlas en una sartén en la que, si quieren ser fieles a la receta gala, habrán derretido 100 gramos de mantequilla. Cuando se doren por un lado, denles la vuelta y consigan el mismo efecto por el otro; retírenlas, escúrranlas, pónganlas en una bandeja y espolvoréenlas con más azúcar. Voilá tout.

Naturalmente, todo es mejorable. Partiendo también de brioche, pueden hacerse unas deliciosas torrijas algo más historiadas. Han de hacerse rebanadas de brioche más bien gruesas. Lo primero, hay que preparar el baño: aquí hervimos la leche con una rama de canela y un poco de azúcar, a gusto de cada cual. Dejaremos que la mezcla se enfríe por completo y le añadiremos un par de huevos batidos. En esa mezcla, fría, empapamos las rebanadas de brioche, dejando que se impregnen bien. Bien escurridas, las doramos en la sartén, también con mantequilla, pero con el añadido de un poco de azúcar para que, además de dorarse, se caramelicen. Y ya está.

Hay, claro, múltiples variedades de torrijas, incluidas las que sustituyen la leche dulce por el vino tinto o las que, una vez fritas, se empapan en almíbar o en los más diversos licores. A mí, de tomar torrijas, me gustan las clásicas, de leche, pero espolvoreadas con canela, además de azúcar. Y, claro, unas torrijas que podríamos llamar de lujo, de elaboración más laboriosa. Los pasos iniciales son los de las torrijas empapadas en leche. La diferencia empieza una vez que están fritas y escurridas. Prepararemos una crema con tres yemas, cuatro cucharadas de azúcar y un cuarto de litro de leche, batiendo todo en frío y cuajándolo a fuego suave. Por otro lado, y ya que contamos con tres claras, las batiremos a punto de nieve, con un poquito de azúcar glas vainillado. El resto se lo pueden imaginar: cubrimos las torrijas con un poco de crema, las adornamos con el merengue y las metemos al horno hasta que éste adquiera un apetitoso tono dorado; como pueden ver, esto ya son palabras mayores.

Pero, de verdad, seguimos sin entender por qué quien gusta de las torrijas no las come todo el año; a mí siempre me ha fastidiado que sólo haya turrón en Navidad, o sólo se hagan buñuelos por Difuntos. Por supuesto que defiendo la estacionalidad de los alimentos y no me suelen apetecer los espárragos más que ahora, en abril; pero una cosa son las estaciones naturales y otra la temporalidad de ciertas preparaciones, generalmente dulces. En fin, que como quien no quiere la cosa nos hemos sumado este año al coro habitual de los exaltadores de las torrijas. Qué le vamos a hacer: hay tradiciones que, aunque uno no entienda bien por qué se limitan a unas fechas determinadas, están muy ricas. Pero... no sé, las torrijas me parecen una cosa urbana, y no acabo de imaginarme a un ciudadano pidiendo torrijas en un chiringuito playero. Ni siquiera el mismísimo Viernes Santo.


© Agencia Efe


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