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LIBERALISMO

J. S. Mill y las clases trabajadoras: contigo en la distancia

Uno de los sambenitos que habitualmente se le cuelgan al liberalismo es el de la despreocupación por la situación de los más necesitados. La lectura de los escritos de John Stuart Mill, socialdemócrata y representante de un liberalismo sentimental y confuso, puede ayudarnos a entender dónde radica esta falacia.

Uno de los sambenitos que habitualmente se le cuelgan al liberalismo es el de la despreocupación por la situación de los más necesitados. La lectura de los escritos de John Stuart Mill, socialdemócrata y representante de un liberalismo sentimental y confuso, puede ayudarnos a entender dónde radica esta falacia.
John Stuart Mill.
Mill es el último gran representante de la Escuela Clásica Inglesa del siglo XIX. Sus Principios de economía política se publicaron en 1848, que también fue el año de la aparición del Manifiesto comunista de Marx y Engels. De alguna manera, ambas obras tratan el tema de las fricciones entre obreros y empresarios como subproducto de la Revolución Industrial. Mientras que Marx y Engels abogaban, entre otras cosas, por la revolución comunista y la expropiación de empresas y tierras, Mill defendía la libertad de asociación empresarial y la libertad de asociación obrera como partes importantes de la solución. Mill creía que la competencia de diferentes formas jurídicas de asociación (sociedad anónima, comanditaria y, en especial, las cooperativas gestionadas por obreros) en un mercado abierto enseñaría a empleados y empleadores a respetarse y valorarse.

¿Quién no caería rendido a los pies de un pensador pacifista y conciliador como él?

Otro de los puntos más enternecedores de Mill es su preocupación por la formación de los niños sin recursos. Educado siguiendo un plan de diseño paterno, Mill nunca pisó una escuela, y solamente cursó algunas asignaturas en la Universidad de Montpellier, durante su estancia en Francia. Su fina inteligencia se daba cuenta de la importancia de la educación infantil, en especial la de los niños más pobres. De hecho, ésta es, para él, una de las razones que invalidan el principio de no intervención del Gobierno.

No es que el Gobierno deba proveer la educación, sino que ha de ayudar a financiar la de los niños que no estén en condiciones de hacerlo. No se trata de que el Estado manipule la mente del pueblo imponiendo una educación homogénea a todos, sino de que establezca unos exámenes para asegurar un nivel mínimo de formación para todos.

No parece muy socialdemócrata. No es evidente que Mill sea un defensor del pernicioso Estado del Bienestar, tras cuyo maravilloso nombre encontramos sosa cáustica para la sociedad.

¿Entonces? ¿Cómo pudieron Ludwig von Mises y Friedrich Augustus Hayek dedicar palabras durísimas a un hombre tan considerado? Carlos Rodríguez Braun nos da pistas muy claras en el ensayo introductorio a su versión anotada y comentada de Sobre la libertad. En este trabajo, Mill explica que la única razón por la que se puede coaccionar a un individuo e imponerle algo es que dañe a terceros. Pero al hablar de educación sostiene si las decisiones de un padre no aseguran que su hijo pueda desarrollar plenamente sus habilidades, entonces estaremos ante un daño a terceros y el Estado podrá intervenir y tomar cartas en el asunto.

¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que un padre tiene una tutela sobre sus hijos condicionada al criterio de los gobernantes. Mill creía en un Gobierno elitista, guiado por unos criterios racionales sobre cómo deben los niños desarrollar sus capacidades y con potestad para obligar, en este punto, a los padres a proceder de tal o cual manera.

El panorama se ensombrece. Estas ideas se confirman cuando compara la educación con la prescripción médica de fármacos: los médicos no preguntan a sus pacienten qué creen que deben tomar a la hora de extenderles las recetas. Está claro que es la élite gobernante la que sabe, mucho mejor que el educando, qué necesita éste, y cómo; por ello, es inútil preguntar a una persona sin instrucción qué quiere estudiar o cómo quiere aprender: ha de confiar en el criterio de los expertos.

Pero la cuestión se agrava cuando Mill aborda la formación de las clases trabajadoras. Siendo él una persona autodidacta, considera que, de la misma forma que la burguesía ilustrada tenía afán por formarse, por aprender, los obreros deberían hacer lo posible por seguir ese ejemplo. En dicha tarea, los sindicatos y las asociaciones obreras desempeñan un papel importante, en cuanto pueden organizar charlas para que el obrero piense por sí mismo y se forme una opinión sobre los problemas de la sociedad. Para Mill, es mejor no permitir el voto de las personas no instruidas, ya que no están preparadas para decidir qué políticas necesitan: es mejor que simplemente acaten las decisiones que la élite se ocupará, siempre por su bien, de tomar por ellos.

No queda claro quién decide que esa élite cumple los requisitos necesarios. Pero, sobre todo, se observa cómo aparece de forma subrepticia la razón suprema del Estado de Bienestar. Es por su bien, el de sus hijos, el de los ancianos, el de los pobres... su bien, que nosotros sabemos cuál es y usted, obviamente, no. ¿Por qué? Pues porque está usted hablando con la élite, la que sabe qué hacer y que le va a evitar decidir (no vaya usted a equivocarse); y lo va a hacer con su dinero.

Esa condescendencia de John Stuart Mill, la conmiseración hacia los pobres y menos instruidos encierra un menosprecio velado que los liberales respetuosos del individuo, de su capacidad de aprender y de su derecho a decidir no muestran, aunque sea una postura menos popular.


© AIPE

MARÍA BLANCO, miembro del Instituto Juan de Mariana y profesora de Historia del Pensamiento Económico en la Universidad San Pablo-CEU.
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