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CRÓNICAS COSMOPOLITAS

La decadencia satisfecha

Una exposición de Hergé en el Centro de Arte Contemporáneo Georges Pompidou (o Beaubourg), un desfile de modas en el Prado: he aquí unos síntomas claros de la decadencia y miseria cultural, artística y social de nuestros tiempos. Con la diferencia de que el desfile de modas fue criticado, mientras la exposición de Hergé fue celebrada como un gran acierto modernista y cultural por la prensa de varios países europeos, y no únicamente en Francia o en Bélgica –porque Hergé era belga, como casi todo en Francia.

Una exposición de Hergé en el Centro de Arte Contemporáneo Georges Pompidou (o Beaubourg), un desfile de modas en el Prado: he aquí unos síntomas claros de la decadencia y miseria cultural, artística y social de nuestros tiempos. Con la diferencia de que el desfile de modas fue criticado, mientras la exposición de Hergé fue celebrada como un gran acierto modernista y cultural por la prensa de varios países europeos, y no únicamente en Francia o en Bélgica –porque Hergé era belga, como casi todo en Francia.
Hergé, junto a un busto de Tintín.
No sólo era belga, sino dibujante y autor de tiras, comics o como se llamen esos bodrios que ilustraban las aventuras de un tal Tintín, las cuales sólo podían entretener a niños analfabetos; y si ahora se exaltan y veneran con exposiciones en museos estatales, es sencillamente porque nuestras sociedades son analfabetas e infantiles. Lo único de relativamente positivo que tuvo Hergé es que en sus comienzos fue anticomunista, véase su Tintín en el país de los sóviets, pero luego, con su olfato comercial, abandonó su anticomunismo: no era rentable.
 
Hergé en Beaubourg, Jack Lang, el peor ministro de Cultura desde Goebbels, subvencionó el rapp y los tags, esas soeces pintadas que embadurnan los muros de nuestras ciudades y que él, profundamente analfabeto, confundía con la creación artística. Festivales de Aviñón en los que se representan obras de teatro sin texto ni poesía, que han sido sustituidos por alaridos, la gesticulación progre y la masturbación en público de los actores, el nec plus ultra de la modernidad. La masturbación, actividad esencialmente infantil, y por eso ha cobrado sus títulos de nobleza, se exhibe en los escenarios de Berlín y de otras ciudades europeas. Y los que protestan, protestan mal, porque se refieren a la moral tradicional, cuando lo peor es que todo ello constituye un crimen contra la belleza, la poesía y el arte.
 
Si me refiero sobre todo a Francia no es porque viva en París y esté más al tanto, sino porque es en Francia donde, desde Malraux (1959), más ha logrado el Estado asfixiar la creación artística verdadera, que existía no hace tanto. Ha entregado las riendas del "poder cultural" a los funcionarios, sustituido la calidad por la cantidad, burocratizado y controlado toda la vida artística, en aras de la "cultura para todos" pero en realidad para poner la cultura al servicio del poder. Y llegado al extremo de la inmundicia chabacana, chovinista y reaccionaria con la "excepción cultural francesa", tan magníficamente criticada antaño por Jean-François Revel y muy pocos más. Porque los artistas, los cineastas, los dramaturgos galos, todos esos seudocreadores, constituyen un espeluznante ejemplo de "servidumbre voluntaria", a condición de que se les subvencione.
 
En los Países Bajos, hace unos treinta años, el Gobierno, con ínfulas de "Estado cultural" (comentaré en otra ocasión el magnífico libro de Marc Fumaroli del mismo título, recién publicado en España), creyéndose progresista y mecenas moderno de las Artes, decidió que todos los pintores, escultores, grabadores, etcétera, que hubieran estudiado en escuelas de Bellas Artes, o expuesto un par de veces sus obras, recibirían del Estado un confortable sueldo mensual. La medida cosechó un sonoro fracaso al cabo de pocos años debido a la rebelión de los propios artistas, que se negaban a convertirse en funcionarios y, además, denunciaban los inevitables abusos. Yo no veo, francamente, en Francia o en España, e ignoro lo que ocurre en Islandia, la posibilidad de una tal rebelión de artistas en defensa de la independencia y la libertad: tan acostumbrados están a buscar la subvención, no la obra maestra.
 
Todo esto y mucho más (pero no cabe en un artículo) tiene una explicación más global y, a fin de cuentas, política. Porque al mismo tiempo que se solloza por los "tremendos crímenes del siglo XX", amplios sectores políticos e intelectuales europeos: socialburócratas, gaullistas, a veces socialcristianos o "mestizos" de centroizquierda como Romano Prodi, copian al totalitarismo soviético en materias sociales y culturales. Y sin saberlo a veces, y ocultándolo otras, también copian al nazismo en muchos aspectos de la política cultural estatal. (Comunismo y nazismo fueron primos hermanos).
 
Evidentemente, en los países occidentales, o en su mayoría, porque Venezuela, hasta hace poco, también podía considerarse occidental, la democracia representativa constituye una barrera a esa voluntad totalitaria: diferentes partidos y sindicatos, prensa (casi) libre, elecciones, parlamentos, etc., impiden el totalitarismo de partido único y gulag y su represión, "positiva" para los adeptos de la dictadura del proletariado.
 
Pero como las aguas de una inundación se cuelan por el menor resquicio cuando topan con un obstáculo, convirtiendo las calles en torrentes y las plazas en lagunas, de la misma manera la voluntad totalitaria penetra en los sectores más endebles: la cultura, la sanidad, y ahora en esa gigantesca estafa universal que lleva el engañoso nombre de ecología. Se ejerce un infamante apartheid contra los fumadores, y Esther Tusquets tiene razón cuando escribe que fumar –ese "placer sensual"– se ha convertido en un acto de rebeldía, de independencia ciudadana, los individuos no queremos convertirnos en robots. Lo mismo se intenta con el alcohol, y no hablemos ya del aquelarre de la lucha contra las drogas, que sólo sirve para que haya más tráfico y más asesinatos mafiosos.
 
Se abandonó el estudio del dibujo en las clases de las escuelas de Bellas Artes por ser "de derechas" (sic), y por lo mismo se abandonó la dicción en las clases de las escuelas de Arte Dramático; se organizan exposiciones de fotografía como si se tratara de pintura; se sustituyen las esculturas por "instalaciones" y se declara solemnemente que no porque la pintura haya muerto el arte ha desaparecido. ¡Los muertos sois vosotros, miserables zopencos!
 
Formando como forma en las filas del totalitarismo light, el "Estado cultural" se interesa particularmente por la "cultura de masas", lo mismo que el nazismo y el comunismo. La "cultura de masas", hoy, tiene dos expresiones fundamentales: el cine y, sobre todo, la televisión; y todos los días puede constatarse los estragos que el Estado y sus funcionarios han causado en estos dos medios de expresión, que un día, antaño, lograron de vez en cuando (especialmente el cine) crear obras de arte y hoy sucumben a la más negra vulgaridad y mediocridad.
 
No es la misma catástrofe en todos los países, y ofrezco a la reflexión de Sus Señorías este simple hecho, científicamente verificable: en los países con Ministerio de Cultura, con su control estatal burocrático sobre la televisión, el cine, las artes y las letras, la decadencia es infinitamente peor que en los países sin Ministerio de Cultura, como los anglosajones. Y que no se me venga con cuentos chinos sobre la economía "mixta", ¡ese aquelarre!, o sobre las cadenas y productores "privados", porque en los países con Ministerio todos los medios, "mixtos" o "privados", están sometidos al Estado, como el mercado laboral.
 
No digo que el genio y el talento no puedan expresarse bajo cualquier Gobierno, con sus subvenciones y leyes, y a fin de cuentas su asfixia, porque, además, las buenas subvenciones jamán han creado buenos artistas, más bien al revés. Claro que el genio, el talento, logran expresarse siempre, pero la libertad y la ausencia del Estado en la vida artística crean un clima, un estímulo, una competencia, favorable a la creación que los ministerios y sus funcionarios asesinan. ¡Y que se vaya a freír espárragos César Antonio Molina!
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