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IV ANIVERSARIO DEL 11-S

La guerra contra el terror, casi olvidada en el frente nacional

Once de septiembre de 2005. El cuarto aniversario del comienzo de la guerra. Es decir, si usted cree que es una "guerra". Mucha gente no quiso creerlo, ni siquiera en los primeros días. Cerca de una semana después, una de mis emisoras de radio locales celebraba un programa de recaudación, y así es como abrían el trailer: extracto sentimental de piano de la película de enfermedad terminal de turno; después: "Tras los trágicos sucesos del 11 de Septiembre...". Cuando lo escuché media docena de veces, giré el dial y nunca volví a sintonizar esa emisora.

Once de septiembre de 2005. El cuarto aniversario del comienzo de la guerra. Es decir, si usted cree que es una "guerra". Mucha gente no quiso creerlo, ni siquiera en los primeros días. Cerca de una semana después, una de mis emisoras de radio locales celebraba un programa de recaudación, y así es como abrían el trailer: extracto sentimental de piano de la película de enfermedad terminal de turno; después: "Tras los trágicos sucesos del 11 de Septiembre...". Cuando lo escuché media docena de veces, giré el dial y nunca volví a sintonizar esa emisora.
Detalle de la portada de la edición extra que lanzó este diario el 11-S.
No fue un "suceso trágico", ni siquiera una serie de sucesos desafortunados. Fue un "ataque", un "acto de guerra". Me senté en la barra de almuerzos con un tío que había dejado de sintonizar la misma emisora tras considerar: "Nunca oí a mi abuelo hablar de 'la tragedia de Pearl Harbour'". Pero, conscientemente o no, había en marcha un esfuerzo serio por transformar la naturaleza del acontecimiento, ablandarlo en un único suceso sentimental de lágrima fácil. Como escribí el año pasado: "El presidente cree que hay una guerra en marcha. Los demócratas creen que el 11-S es como la tormenta de hielo de 1998 o un huracán de Florida; tan sólo una de esas cosas".
 
No sabía ni la mitad. Si un acto de guerra es como un huracán –un engendro de la naturaleza, hágase a la idea–, creer que un huracán es un acto de guerra no es un gran salto, evidentemente. Así pues, Katrina "se permitió" que ocurriera porque Bush "odia a los negros". El Cuerpo de Ingenieros del Ejército recibió instrucciones de volar el dique de la Decimoséptima de Nueva Orleáns para que la inundación matara a los pobres en lugar de destruir los valiosos activos inmobiliarios turísticos.
 
Cualquier cosa. Como parte de su presente convergencia post-11S, la izquierda habla hoy de Bush igual que los islamistas más pirados hablan de los judíos. Pensaba que el imán australiano que advertía a los musulmanes la otra semana de que rechazaran los plátanos porque los sionistas ponen veneno dentro estaba bastante sonado. ¿Pero está peor, en realidad, que la gente que piensa que Bush está detrás del huracán? Bush ya no es al parecer el ciudadano-presidente de una república en funcionamiento, sino un King Canute del siglo XXI del que se espera se siente en la orilla y repela las aguas mientras ellos intentan llegar a tierra firme. En lugar de eso, Cheney y él tramaron todo lo del huracán en los laboratorios de investigación de la Halliburton para distraer la atención de su candidato derechista al Tribunal Supremo.
 
En este cuarto aniversario nos encontramos en una situación extraña: se está ganando la guerra –en Afganistán, en Irak, en Oriente Medio en general y en otros muchos lugares en los que América ha cambiado a su favor las condiciones sobre el terreno–. Pero en casa se está perdiendo la guerra sobre la guerra. Cuando los medios examinan los índices de aprobación de Bush (actualmente asomando por el 40%) asumen negligentemente que el 60% es algún bloque unificado Kerry-Hillary-Cindy [Sheehan].
 
No es así. Comprende indudablemente a entusiastas de castigar repetidamente a los enemigos de América que no pillan del todo de qué va esta fase alicaída. Si "la guerra" es hoy un empujón hacia la democratización y la liberalización de las dictaduras de Oriente Medio, ésa es una causa digna, pero no lo bastante primaria como para conservar la atención del pueblo americano. Se habría tenido el mismo problema en la Segunda Guerra Mundial si cuatro años después de Pearl Harbour estuviéramos posponiendo el Día D para construir una nación en las Islas Salomón.
 
Seguidores de Ben Laden provocan disturbios en Karachi (archivo).Hace cuatro años pensaba que "la guerra contra el terror" era un concepto viable. A aquellos de la derecha que se mofaban diciendo que no puedes declarar la guerra a una técnica les señalaba que la Marina Real de Gran Bretaña libró guerras contra la esclavitud y la piratería, y fueron enormemente exitosas. Por supuesto, desde entonces hemos sufrido el lamentable hábito de los presidentes de declarar una "guerra contra las drogas" y una "guerra contra la pobreza", y, en perspectiva, esa corrupción del lenguaje ha permitido que los americanos deslizasen la guerra contra el terror en la misma categoría; no una guerra en el sentido en que una guerra en las Fiji o Bélgica es una guerra, sino solamente una de esas cosas aspiratorias vagamente eficaces que en realidad no afectan mucho, a excepción del extraño gesto insustancial –como el ritual de quitarse los zapatos antes de embarcar en un vuelo a Poughkeepsie–. La marca "guerra contra el terror" ha sobrevivido a cualquier utilidad que tuviera.
 
Y, conforme pasan los años, queda más claro que los aspectos de la guerra –los atentados de Nueva York, Washington, Bali, Madrid, Estambul, Londres– son en realidad flashes espasmódicos de un enemigo mucho más esquivo. Aunque el islamismo es la primera insurgencia terrorista completamente global, comparte más similitudes con los movimientos convencionales del terror –el IRA o los separatistas vascos– de lo que muchos pensamos hace cuatro años. Los grupos del terror persisten a causa de la falta de confianza por parte de sus objetivos: el IRA, por ejemplo, calculó correctamente que los británicos tenían la capacidad para aplastarlo totalmente, pero no la voluntad. Así que sabían que, aunque nunca podrían ganar militarmente, tampoco podrían ser derrotados. Eso es lo que han apostado los islamistas.
 
Solamente una minúscula minoría de musulmanes quiere ser terrorista suicida, y solamente una minoría ligeramente mayor desea proporcionar apoyo activamente a las redes de terroristas suicidas. Pero la gran mayoría de los musulmanes apoya casi todos los objetivos estratégicos de los terroristas: por ejemplo, según una reciente encuesta, más del 60% de los musulmanes británicos desea vivir en el Reino Unido bajo la sharia. Eso es un musulmán "moderado" occidentalizado: quiere que se introduzca la lapidación por adulterio en Liverpool, pero es un "moderado" porque eso no es una prioridad tal que le prepare para empotrar un avión en un rascacielos.
 
Igual que con los asesinos del IRA y la población nacionalista irlandesa en general, estos objetivos compartidos proporcionan una zona de mayor confort en la que pueden operar las redes del terror. Y permite que los grupos de presión no violentos utilicen a los terroristas – o la amenaza de los terroristas– como parte de la rutina poli bueno-poli malo. En consecuencia, los lobbies islámicos presionan a los gobiernos para que les hagan concesiones, en lugar de presionar a los terroristas –incluso aunque ambos elementos compartan los mismos objetivos.
 
Puedes coger las noticias a boleo: en Londres, una ley de "crímenes de odio" religioso hace que la discusión honesta acerca del Islam sea aún más difícil; en Ontario hay maniobras dirigidas a la instauración de tribunales de sharia para los conflictos de la comunidad musulmana; en Seattle, clases de natación con separación de sexos exclusivas para musulmanes en las piscinas municipales. Los terroristas del 11-S estaban a favor de todas estas cosas.
 
Así que, después de cuatro años, ganamos en Oriente Medio y Asia Central, y damos tumbos en Europa y Norteamérica. La guerra es un infierno, pero una guerra que la mitad del país rehúsa reconocer como tal nos hace tambalear como una especie de purgatorio muy contemporáneo.
 
 
© Mark Steyn, 2005.
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