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HACIA LA DISOLUCIÓN SOCIAL

La ideología de la huida

Un mito sociológico muy extendido dice que España tiene una mayoría natural de izquierdas. Eso es muy difícil de demostrar, y nadie lo ha conseguido. Sin embargo, la reacción del pueblo español a la subida de impuestos, al desastre económico, a la caradura sindical, a la blandenguería internacional no parece que sea precisamente muy de izquierdas.

Un mito sociológico muy extendido dice que España tiene una mayoría natural de izquierdas. Eso es muy difícil de demostrar, y nadie lo ha conseguido. Sin embargo, la reacción del pueblo español a la subida de impuestos, al desastre económico, a la caradura sindical, a la blandenguería internacional no parece que sea precisamente muy de izquierdas.
La izquierda, no obstante, ha conseguido imponer –la palabra está escogida a propósito– un modelo ideológico transversal, panclasista y panideológico, signado por la huida. La derecha política –que no coincide de facto con el conservadurismo, y ni siquiera ya con la democracia cristiana– ha asumido como propio el discurso ideológico de la izquierda y se ha sumado a la discusión de los principios morales sobre los que nuestra civilización se ha ido asentando durante siglos.

Derecha e izquierda han visto que la ideología de la huida es una fuente inacabable de votos, porque el político, cada vez más mediocre, sólo tiene que basar su discurso en las promesas que impliquen dádivas y prebendas, de forma que así evite hablar de actitudes que lleven al compromiso moral público de la persona.

Desde el relativismo y el positivismo, fuentes filosóficas de esta ideología transversal, se plantean los problemas morales como situaciones de elección personal en función, bien del autobeneficio, bien de sus consecuencias, con lo que se fomenta el utilitarismo o el consecuencialismo.

Ante todo, la ideología de la huida ofrece a la persona una solución rápida y fácil al conflicto. Una vez que los principios morales no sólo no se cuestionan sino que se anulan, y a sus defensores no se les deja participar en la sociedad –porque, al decir de los relativistas, no comparten una argumentación racional–, entonces la persona puede tomar cualquier decisión en cualquier momento, sin considerar criterios objetivos de carácter ético.

La cuestión es fácil. Si pensamos por un momento en las últimas medidas antifamiliares del gobierno español, podemos ver con claridad esto que se plantea. Podemos poner muchos ejemplos, pero empecemos por estos dos: el divorcio y el aborto.

El mensaje que se transmite continuamente es el de que si una persona quiere divorciarse, debe hacerlo en el plazo más breve posible. La inicuidad de una ley basada en semejante planteamiento es manifiesta. En ningún momento existe un criterio ético que interrogue al cónyuge sobre si debe divorciarse, sino que la decisión última es una decisión inmediata basada en la sola voluntad. Por otro lado, la ideología tiene un aparato argumentativo potente cuyo resumen viene a decir: si tienes un problema con la persona con la que vives, no te preocupes, déjala y huye. A partir de ese momento, la persona que ha truncado su proyecto de vida huye de la realidad en busca de otro ser que quiera completar esa etapa frustrada de su biografía.

Lo mismo sucede con el aborto, con el agravante de que hay un asesinato de por medio. El mensaje es igual que el anterior: si tienes un niño en tu vientre, no te preocupes, no asumas esa responsabilidad para la que tu naturaleza te ha dotado: mátalo y huye de la realidad, no lo asumas como propio.

Podemos seguir. Aparte de otras consideraciones, el feminismo radical ha logrado que el mundo civilizado hable de género cuando quiere decir sexo. El mensaje, en este caso, es: el sexo que tienes es un añadido a ti, y sus condicionamientos naturales son en realidad artificiosos, por tanto, huye de él y cámbialo, o úsalo como quieras; pero, eso sí, huye de tus responsabilidades naturales.

A los jóvenes se les invita a no comprometerse con una institución tan antigua y fundamental como el matrimonio, porque es cosa del pasado y –para los de izquierdas– un punto de apoyo del capitalismo. Es mejor convivir sin papeles, porque de esa forma se puede huir del otro ante el menor signo de cansancio. Y además evita tener descendencia, porque eso te liga a más personas, y eso supone no poder huir cuando quieras.

Para el político, ésta es la mejor de las sociedades, porque las instituciones personalizantes –por ejemplo, la familia y la iglesia– se difuminan y el individuo se debilita frente al Estado, ante la ausencia de lazos y compromisos vitales. Estratégicamente, también es más cómodo, porque los mítines se llenan de ofertas en las que el Estado mesiánico otorga sus dones a los ciudadanos a cambio de votos. Huye del esfuerzo: te subvencionamos. Huye del estudio: te titularás como los demás. Huye de ahorrar: consume, date ese capricho. Huye, huye, huye...

Este discurso sesentayochista tan caduco todavía late con fuerza en España. Únicamente lo romperán ciudadanos con principios arraigados en aquellos que forjaron Occidente y no, desde luego, una derecha que solo es medianamente eficaz en el terreno económico. Con el tiempo ni siquiera será eficaz ahí, porque esta sociedad adocenada le exigirá más comodidad, más subvención, menos esfuerzo, y cederá antes que perder el poder.

No debe extrañarnos que existan tramas de corrupción en los partidos. La otra cara de la moneda es la del político profesional, el dueño del discurso de la huida. Es el político criado en el partido, sin currículum ni carrera profesional, sin bienes de fortuna ganados con esfuerzo. Es el que, ensoberbecido, cree que el lujo debe ser su estado natural. Es el que jamás relaciona la palabra servicio con el ejercicio del poder. Es, dicho vulgarmente, el nuevo rico de las instituciones del Estado.

La solución reside en una reforma de los resortes del poder. En que los ciudadanos sean la autoridad a la que los políticos rindan cuentas, y no los meros paganos que de vez en cuando votan listas decididas por los aparatos de los partidos. La solución es un rearme moral: no hablo de inquisiciones ni de nacionalcatolicismos, sino del enraizamiento de la vida pública en el bien común, la idea de servicio, la defensa de la libertad de los ciudadanos, el respeto hacia el votante. Solo con que el sistema político derivara hacia otro en que las personas pudieran elegir libremente a cada uno de sus representantes y les pudieran exigir cuentas, ya habríamos puesto unas bases sólidas para frenar este populismo social, este obamismo ideológico que nos lleva rápido y cuesta abajo hacia la disolución como sociedad.


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