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DIGRESIONES HISTÓRICAS

La matanza de Badajoz

Como hemos visto en los anteriores artículos, matanzas como la de Badajoz entran en un contexto muy distinto del que Espinosa pretende en su enredoso y rencoroso libro, y se explican muy de otro modo que el por él ofrecido.

Tanto esa matanza como las de Madrid, Barcelona, Bilbao, etc., nacieron del odio, un odio difundido sistemáticamente por las izquierdas, y no, o apenas, por las derechas. Y el terror derechista fue de respuesta a las agresiones y al terror izquierdista previos y practicados, con mayor o menor intensidad, durante toda la república, no a la inversa. Espinosa, y tantos de su tendencia, desvirtúan estos hechos, me cuesta creer que por ignorancia, a fin de explicar lo ocurrido en Badajoz como algo monstruosamente inusual, causado por la vesania de una caterva de oligarcas, espadones y clérigos que odiaban al “pueblo” y atacaron a un gobierno “legal y democrático”.

Ahora bien, aunque el contexto explicativo sea falso, podría ser fiable la investigación concreta. Esto no parece fácil, pues Espinosa y compañía no trabajan tanto por esclarecer los hechos como por demostrar la maldad incomparable de los “fascistas”. Y, en efecto, es fácil percibir varios puntos débiles en su estudio La columna de la muerte.

La matanza de Badajoz por excelencia, la que dio la vuelta al mundo, fue la supuestamente ocurrida en la plaza de toros el día 15 de agosto, descrita en el diario madrileño La voz: “Cuando Yagüe se apoderó de Badajoz (…) hizo concentrar en la Plaza de Toros a todos los prisioneros y a quienes, sin haber empuñado las armas, pasaban por gente de izquierda. Y organizó una fiesta. Y convidó a esa fiesta a los cavernícolas de la ciudad, cuyas vidas habían sido respetadas por el pueblo y la autoridad legítima. Ocuparon los tendidos caballeros respetables, piadosas damas, lindas señoritas, jovencitos de San Luis y San Estanislao de Kostka, afiliados a Falange y Renovación, venerables eclesiásticos, virtuosos frailes y monjas de albas tocas y miradas humildes. Y ante tan brillante concurrencia fueron montadas algunas ametralladoras…”, con las que habrían masacrado a entre 1.500 y 4.000 prisioneros, según versiones, entre aplausos y griterío de los espectadores. En algunas variantes, muchos presos habrían sido toreados, etc.

Espinosa admira lo “muy bien escrito” que está el artículo de La voz, una pieza brillante en la siembra de odios con que a cada paso topamos. Pero él mismo debe reconocer que se trata de una falsedad. No existió tal fiesta. Sin embargo tal falsedad no deja de tener un valor para el columnista del enredo: “la [matanza] de Badajoz había trascendido y se había convertido en paradigma de lo que el fascismo representaba”. Y el consuelo es fácil: “la fiesta, como toda reducción (¡!) colmó el imaginario colectivo por contener todos los ingredientes necesarios. Al fin y al cabo ¿qué si no una gran orgía de sangre fue lo que los grupos sociales y económicos amenazados por las reformas republicanas (…) hicieron con esa izquierda extremeña eliminada en masa?” En fin, asegura, la inventada fiesta fue, de todos modos, poca cosa al lado de lo realmente ocurrido, y los militares, aunque no presidieran el supuesto jolgorio, eran “capaces de presidir cosas mucho peores que aquella corrida, y sin duda hubieran ocupado un lugar preferente en un posible Nuremberg español. De ahí quizá el arraigo de una historia como la fiesta” (p. 211-2)

El arraigo no viene de ahí, desde luego, sino de una masiva e inescrupulosa propaganda que intenta continuar Espinosa, cuya calidad moral e historiográfica brilla en estos párrafos. Y sigue brillando cuando pretende justificar como respuesta a las matanzas de Badajoz las perpetradas por las izquierdas en la Cárcel Modelo y las de Paracuellos, en Madrid, “momentos cruciales de violencia revolucionaria”, asegura. Y comenta: “Por más que lo negaran, esa cadena de violencia favorecía los intereses de los golpistas, que así podían justificar su plan de exterminio y al mismo tiempo mostrar al mundo las pruebas del terror rojo”. Espinosa vuelve a mentir. El terror izquierdista tenía ya una terrible trayectoria antes de julio del 36, como hemos visto, y a partir de esa fecha, sin esperar a ninguna violencia derechista, se ejerció de forma masiva y entusiasta, con la seguridad de que, ganada la contienda, la historia lo justificaría, como predicaba Largo. Decir que aquellos asesinatos revolucionarios “favorecían los intereses de los golpistas” es bellaquería muy propia, la hemos oído al PNV en relación con el terrorismo etarra y el PP.

Pero, aunque no fiesta, Espinosa sostiene que hubo matanza en la plaza de toros, y por ello se indigna ante su demolición, pues debiera haberse conservado como eterno recordatorio del crimen. Se apoya para sostenerlo en Southworth, un propagandista similar al mismo Espinosa, aunque, lamenta éste, no dedicara a Badajoz “la extensión y profundidad que dedicó a Guernica”. La comparación tiene interés, manifiesto en esta observación de Jesús Salas Larrazábal: “Quien tenga probada paciencia puede estudiar los orígenes del mito de Guernica en las 109 páginas del capítulo primero de La destrucción de Guernica, en las que [Southworth] va exponiendo, una tras otra, las noticias que publicó la prensa mundial en base a los cables enviados desde Bilbao por los cinco corresponsales extranjeros allí destacados. Los que afronten esta lectura podrán conocer insignificantes pormenores pero, por mucho que relean las densas páginas, no serán capaces de hallar rastros de lo más esencial: los relatos de la prensa de Bilbao, numerosa entonces y, hay que suponerlo, mejor informada. Nadie considere esto como un incomprensible olvido de cronista tan minucioso, pues existe una explicación mucho más lógica: los periodistas de Bilbao no comulgaron con las extravagantes tesis de los contados corresponsales extranjeros que fabricaron la leyenda y no quisieron ver publicados datos que podían ser refutados fácilmente por los evacuados de Guernica”. El examen de esa prensa, y la intensa investigación documental y sobre el terreno han permitido a Salas rebajar a 120 la cifra de víctimas real del bombardeo. Son muchos muertos, pero los creadores del mito necesitaron multiplicarlos por 13, hasta 1.600, e incluso hasta 3.000.

Es un método de Southworth, muy del gusto de Espinosa: si una patraña o una exageración se repite cientos de veces, un seudohistoriador puede seguir el rastro de esas repeticiones y variaciones, y dar al lector desapercibido la impresión de estar leyendo un trabajo concienzudo. Pues bien, Espinosa se basa también en los despachos de los corresponsales Mario Neves, Marcel Dany, Jacques Berthet o Jay Allen. Se trata de testimonios bastante diferentes entre sí, cosa en principio comprensible… excepto en un punto, que expongo así en Los mitos de la guerra civil: “Sin embargo en la plaza de toros no hubo tales matanzas, al menos el día 15 de agosto, como asevera el mito, ni el siguiente. Podemos tener razonable seguridad de ello por el testimonio del izquierdista portugués Mario Neves. El 15 [tras haber oído rumores de matanzas en aquel lugar] escribe: Nos dirigimos enseguida a la plaza de toros, donde se concentran los camiones de las milicias populares. Muchos de ellos están destruidos. Al lado se ve un carro blindado con la inscripción “Frente Popular”. Este lugar ha sido bombardeado varias veces. Sobre la arena aún se ven algunos cadáveres. Todavía hay, aquí y allá, algunas bombas que no han explotado, lo que hace difícil y peligroso una visita más pormenorizada”. Al día siguiente, movido por los insistentes rumores, vuelve al lugar y encuentra el mismo panorama. Nada de fiesta, desde luego, pero también parece difícil fusilar en masa en un lugar con bombas sin estallar.

Esto, naturalmente no lo cita Espinosa, que en cambio quiere dar crédito a Neves cuando, muchos años después, pretenderá respaldar a los otros corresponsales “agraviados por la visión atroz de los cuerpos extendidos en la plaza de toros” o por “la presencia de los desgraciados que aguardaban en los chiqueros” (lugares estrechos donde cabe ciertamente poca gente). ¿Cómo es que él no vio en 1936 los cientos o miles de cuerpos en el coso? No lo explica, sino que intenta desviar la cuestión afirmando que le impresionaron más los cadáveres “dispersos por la ciudad”. Cosa increíble, desde luego. Mal que le pese a Espinosa, el testimonio fiable es el de Neves de 1936, y no el de los años ochenta, cuando el mito había crecido hasta convertirse en dogma de fe, que él intentaba respaldar “para descargo —decía— de su conciencia”.

Lo anterior hace difícil creer, por decirlo suavemente, la matanza en la plaza de toros. Pero ¿significa eso que no hubo matanza? En modo alguno. La hubo, o, mejor dicho, hubo varias aunque de forma más dispersa y, por así decir, vulgar. ¿Cuántas fueron las víctimas? Según los datos de A. D. Martín Rubio y F. Sánchez Marroyo, a partir de los registros civiles y del cementerio, pueden estimarse, hasta fin de año, entre 500 y 1.500, una represión sin duda larga y despiadada. Pero Espinosa eleva la cifra a unas 7.000, integrando, desde luego, los caídos en combate y a otras víctimas en diferentes años. No está en mis posibilidades contrastar esos datos ni los métodos empleados, pero advertiré que, vistas las desvirtuaciones tan frecuentes en el autor, y su evidente deseo de revolver bilis, sus datos ofrecen el mayor margen a la desconfianza. Otros podrán hacer sobre el terreno las comprobaciones pertinentes.

Cosa no fácil, porque los trabajos de historiadores como Francisco Moreno Gómez sobre la represión en Córdoba, por ejemplo, verdaderos panfletos en la vía de Tuñón de Lara, han dado lugar a una floración de otros parecidos en buena parte del país, subvencionados a menudo por ayuntamientos, y órganos administrativos izquierdistas. Su metodología es tan peculiar como la de Espinosa, pero denunciarla causa a muchos verdadero temor, por verse señalados localmente como "fachas" o cosa parecida. Sin embargo, algunas personas en las localidades tendrán que irse animando a revisar toda esa siembra de odios.

Juliá dice en su artículo de elogio a Espinosa en Babelia: “Los cerca de 7.000 asesinados por la “columna de la muerte” quedan reducidos [en Los mitos de la guerra civil] a unos cuantos centenares, nada de lo que admirarse, como aconseja el autor, horrorizado, esta vez sí, por la matanza en la cárcel modelo de Madrid”. Juliá falsea las cosas una vez más, siguiendo su mal método. Los cientos de muertos en Badajoz, como en tantos otros lugares, me parecen una atrocidad, pero no pierdo el tiempo en poner poses de indignación ni en aconsejar admirarse ni horrorizarse para despertar con tales trucos la “mala leche”. Mi posición ha sido en todos lo casos buscar los hechos y las raíces de ellos. Y la raíz fundamental, insisto nuevamente, está en el odio sembrado a conciencia por las izquierdas durante toda la república. Sería bueno que todos aprendiésemos del pasado, pero son demasiados los que persisten, aún hoy, en la misma actitud.


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