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EVOCACIONES

La ría y el bocho

He tenido ocasión de asistir en la Universidad de Navarra a la concesión de unos premios de poesía, en vascuence y en castellano. El primer premio en esta última lengua, de momento común de España e Hispanoamérica, fue para un bedel de la Universidad que concurría con el seudónimo de “Mingo Revulgo”.

No he conseguido saber el nombre verdadero del concursante agraciado, pero sí que he tenido acceso a los versos premiados y puedo comprobar que se trata de un poeta auténtico. De esos versos se desprende que el poeta es bilbaíno y justamente hay dos poemas que me han llegado a lo más hondo, pues son una evocación del “triste y sucio” Bilbao de su niñez, “tocado con su boina/ de humo siderúrgico”. Yo llegué a conocer ese Bilbao también en mi niñez, y guardo de él un recuerdo entrañable, entre otras cosas porque tuve la suerte de no vivir en el bocho, sino en el abra, un paraíso al que se llegaba después de atravesar en el tren eléctrico aquellos círculos dantescos que eran Olaveaga, Zorroza, Luchana, Baracaldo, Sestao. Hoy, desmantelados los Altos Hornos, cabe decir que se han invertido las tornas, y es Bilbao una bonita ciudad de casas de pisos pintadas de diversos colores con miradores de cristal a lo largo de las aguas irremediablemente opacas del Nervión.
 
Yo viví, ya digo, fuera del bocho, pero me gustaba por ese otro aspecto que también señala “Mingo Revulgo”, de “brazo desgarrado de  la City… con su smog londinense…”, un Bilbao que “no se ponía boina”, pues “era bombín lo que llevaba en la cabeza,/ un hongo que se calaba hasta las cejas/ de Begoña y de Deusto”. Desde mis balcones en el Muelle de Churruca podía ver las “grandes mansiones de Neguri” al otro lado de la ría. Fueron años aquellos de guerra y de trasguerra —del 42 al 48— , años de inevitable anglofilia y quién sabe si la audición diaria de la BBC me predisponía a que me gustara aquel Bilbao gris con trolebuses donde me llevaban a ver Los tambores de Fu Manchú en el Olimpia de la Gran Vía, o El prisionero de Zenda en el Teatro Trueba, y a merendar en una confitería o salón de té que había enfrente y donde, como muy luego supe, se reunían las institutrices inglesas que hacían espionaje en sus ratos libres. Una de éstas fue Kate O’Brien, colocada en casa de los Areilza, que por lo visto vivían en un piso próximo del nuestro. También en el Muelle de Churruca vivía el novelista Zunzunegui, pero entonces yo andaba todavía por Larra, Mérimée, Valera y doña Concha Espina.
 
Han pasado muchos años y nada es lo que era, y en particular por Las Arenas y Portugalete han pasado los ediliciamente funestos años 70. Nuestra casa, que tenía cuatro pisos y techo de pizarra, es ahora una caja de zapatos de ocho pisos. A Portugalete he vuelto un día de sirimiri con un viejo amigo vizcaíno, antiguo compañero de vida militar. Una amistad de medio siglo. Quería yo volver a los lugares de mi infancia y él se brindó a acompañarme. Hablando, hablando, me comentó que él había estudiado todo el bachillerato en Portugalete, pues allá estaba el único colegio importante de toda la zona: el Colegio de Santa María. “¡Anda! También yo fui a ese colegio!”. “Yo entré en el 39”, dice él. “Y yo el 42… El director era el hermano Bonifacio". “Sí, que era un gran matemático, y de literatura me dio clase el hermano Leonardo”. “Ése era el que llevaba el segundo, donde estaba yo! ¿Y te acuerdas de “Fu Manchú”, con sus pantalones bombachos y su pelo al cepillo? ¿Y te acuerdas de la confitería de Mendizábal, y de la Casa de las Brujas, y el cuartel de carabineros?” Es curioso que ni en los tres veranos que coincidimos en la Marina ni en las veces que luego nos hayamos visto, se nos ocurriera mencionar el Colegio de Santa María. Poco antes tuve que prologar los relatos de otro amigo, éste de Cádiz, a quien también conozco desde hace medio siglo, y cuál no sería mi sorpresa cuando a leer el libro me entero de que también él vivió con su familia nueve meses en Las Arenas recién concluida nuestra guerra, en 1939.
 
Cuando serví en la Marina, no sólo eran vascos nuestros almirantes, sino nuestros asistentes. Tuve yo uno, no recuerdo de qué pueblecito costero, que se llamaba Badiola, que un día apareció en el cuartel pelado al cero absoluto. “¿Qué te pasó?” “Estaba con otros en el Paypay, en Cádiz, cantando Aupa, Erandio, ya sabe mi teniente, pues. ¡Y llegó la vigilansia!”
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