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Todos somos disidentes soviéticos. Pentimento

Hace exactamente sesenta años, Víctor Kravchenko terminó de escribir un libro tan célebre en su día como olvidado en la actualidad: I chose freedom, publicado en España con el título traducido literalmente, Yo escogí la libertad, por la editorial Nos, que dirigía el también otrora muy conocido, e ignorado hoy, Mauricio Carlavilla, que firmó sus propias obras como Mauricio Karl, Julián D'Arleville o Charles Borough. La vida de Carlavilla merecería el honor de una novela, pero no la voy a contar aquí: remito al lector a una página de internet en la que Eduardo Connolly brinda un buen resumen. Lo que me interesa es hablar de Kravchenko y de lo que sucedió cuando dio su obra a la imprenta.

Kravchenko era un funcionario de alto nivel en la Unión Soviética. De tan alto nivel que fue enviado a los Estados Unidos como miembro de la embajada de su país en plena guerra mundial. Eran tiempos curiosos, en los que las buenas relaciones de Roosevelt con el aliado Stalin hacían pensar a los progresistas bienintencionados en una deriva de América hacia el socialismo: la lucha contra el nazismo produjo extraños compañeros de cama. Cuando tomó la decisión de desertar, a principios de 1944, era consciente de lo mucho que se jugaba. La noticia de su ruptura con la URSS apareció en el New York Times el 3 de abril de ese año: tras desaparecer, se había reunido con algunos periodistas porque era vital que el hecho fuera conocido por el público antes que por sus compañeros de misión:

Si mis guardianes soviéticos conocían mi huida antes de que fuera del dominio público, la Embajada en Washington me denunciaría indudablemente al Departamento de Estado, quizá como agente alemán, y pediría mi detención inmediata para deportarme a la URSS. Pero si el pueblo americano estaba enterado de los hechos y observaba el drama, la Embajada soviética estaría atada de pies y manos, al menos por el momento.

El artículo del New York Times decía lo siguiente:

Víctor A. Kravchenko, funcionario de la Comisión Soviética de Compras en Washington, anunció ayer su dimisión y se colocó 'bajo la protección de la opinión pública americana', acusando al Gobierno soviético de hacer una política exterior 'de dos caras' con respecto a su pretendido deseo de colaboración con los Estados Unidos y Gran Bretaña, y denunciando al régimen de Stalin por no conceder libertades políticas y civiles al pueblo ruso.

Mr. Kravchenko, cuyo pasaporte exhibe el título de 'representante del Gobierno soviético', es capitán del Ejército Rojo, y antes de venir a los Estados Unidos, en agosto último [de 1943], era director de un grupo de grandes instalaciones industriales en Moscú. Anteriormente prestó sus servicios como Jefe de la Sección de Municionamiento afecta al Soviet de Comisarios de la República Federal Socialista Rusa, la mayor de las repúblicas soviéticas federadas. Ha sido miembro del Partido Comunista Ruso desde 1929 y ha ocupado muchos e importantes cargos económicos bajo el régimen soviético.

Por razones de patriotismo, Mr. Kravchenko no quiere discutir asuntos que conciernen a la dirección militar de la guerra, relacionados con la Rusia soviética, ni revelar detalles relativos a cuestiones económicas.

A partir de ese momento, el hombre dedicó todos sus esfuerzos a escribir el libro autobiográfico al que cabe el honor histórico de ser el primero en esa larguísima serie de denuncias, que fueron apareciendo entre 1946 y 1989, de la que formarían parte posteriormente las de Arthur Koestler, Arthur London, Alexandr Soljenitsin, Varlan Chalamov y muchos más, lista que no debe hacernos olvidar, como reclamaba con razón hace unos años Carlos Semprún Maura, a los disidentes de antes de la guerra, como Antón Ciliga, Víctor Serge, Boris Souvarin y otros.

Los verdaderos problemas de Kravchenko, como era de esperar, no empezaron en los Estados Unidos, sino en la vieja Europa, donde la mayor parte de la casta intelectual progresista siguió viviendo y opinando como si no hubiese habidos dos grandes guerras o, en el mejor de los casos, como si ellos no hubiesen tenido nada que ver en el asunto. La primera edición europea de Yo escogí la libertad fue la francesa. Apareció el 1 de mayo de 1947, con un subtítulo: 'La vida pública y privada de un alto funcionario soviético'. En 1955 se habían vendido más de medio millón de ejemplares, según informa la muy recomendable www.conscience-politique.org, página en la que también se recuerda que en 1947, cuando apareció el libro, el PCF tenía el 28,6% de los votos y formaba parte del Gobierno, y que atacar a los comunistas era atacar a la Resistencia, en cuyo símbolo se habían convertido, en desmedro de los luchadores de otros orígenes.

Les Lettres Françaises era una pieza importante del aparato de propaganda de los comunistas. Su fundador, Jacques Decour, fusilado en 1942 por los alemanes con sólo 32 años, había publicado su primera novela a los 20 (Le Sage et le Caporal) y la tercera y última a los 26 (Les Pères, novela de aprendizaje). Entre ambas, había hecho un viaje a Alemania y había escrito Philisterburg (1932), curiosa y preclara crónica del ascenso del nazismo. Sobre el prestigio de Decour, socio intelectual de Georges Politzer y de Jaceus Solomon, con quienes había fundado La Pensée Libre, se montó el inefable Louis Aragon para continuar con Les Lettres, que realizarían materialmente Claude Morgan y André Wursmer.

El 13 de noviembre de 1947 Les Lettres Françaises publicó un artículo titulado 'Cómo se fabricó a Kravchenko'. En él se decía que el autor ruso era "un iletrado, un borracho, un farsante, un débil mental, un libertino, que había falsificado informes de rendimiento en la URRS para cobrar primas y que había vendido su firma a los servicios secretos americanos para pagar sus deudas". Es decir, que Kravchenko era un falsario al servicio de los Estados Unidos. El artículo era de un tal Sim Thomas, del que se afirmaba que era un periodista americano que atribuía su información a una fuente fiable de la OSS, predecesora de la CIA. Thomas no existía. André Ulmann había sido el autor de la infamia, a la que se referirían treinta años más tarde, justificándose, Claude Morgan, en Les 'don Quichotte' et les autres (1979), y André Wursmer, en Fidèlement votre, soixante ans de vie politique et littéraire (1979).

Kravchenko decidió demandar por difamación a Morgan y Wursmer. Gerard Boutelleau, el agente del escritor ruso en París, publica anuncios en toda la prensa rusa y ucraniana de Europa occidental en busca de testigos que apoyen su causa en los tribunales: recibe 5.000 respuestas. El 9 de enero de 1949 Kravchenko llega a París. Georges Izard, cofundador de la revista Esprit con Emmanuel Mounier, padre del europeísmo moderno, medalla de la Resistencia y uno de los pocos que, siendo diputado por la SFIO, se negó a firmar los plenos poderes para Petain en 1940, asumió la defensa (y publicó un libro sobre el proceso: Kravhencko contre Moscou).

El proceso duró hasta abril y el PCF movilizó todas sus fuerzas: se pronunciaron contra el ruso personalidades como Emmanuel D'Astier, resistente, compañero de Jean Moulin, huido de Francia para desembarcar en Normandía y ministro de Interior en el Gobierno provisional de De Gaulle, diputado comunista, premio Lenin de la Paz en 1957, fundador de Libération en 1966; Roger Garaudy, entonces intelectual orgánico del PCF y hoy intelectual orgánico del islam; Jean Cassou, escritor y resistente. Del lado del demandante, un montón de rusos ignotos escapados del Gulag.

La campaña del PCF fue intensísima. Los soviéticos, por su parte, no ahorraron esfuerzos: acudieron a declarar el general Rudenko, que había sido jefe de Kravchenko en Washington, y una de las ex esposas del escritor, acompañada de una dama del NKVD, quien aseguró que él había sido un marido indigno, violento, alcohólico, que la había obligado a abortar tras el nacimiento de su primer hijo. Kravchenko explicó en la sala que ella no podía decir otra cosa porque toda su familia estaba prisionera en Rusia. Poco después, en una cena ofrecida por Les Lettres, la mujer, Zinaida Gorlova, estalló en lágrimas y dijo que su padre había muerto en la deportación: fue inmediatamente repatriada.

Kravchenko relató sus experiencias, y el hoy musulmán Garaudy aseguró sin que le temblara la voz (nunca le tembló en su larga y sinuosa carrera) que el ruso había buscado sus testigos "en la retaguardia nazi".

Entonces testificó una mujer llamada Margaret Buber-Neumann. Nuera del filósofo Martin Buber, se había unido en segundas nupcias con el dirigente comunista Heinz Neumann. Perseguido en Alemania, Neumann, que había estado en España durante la Guerra Civil, se refugió en la URSS. Stalin lo hizo detener poco después. Margaret pasó mucho tiempo procurando enterarse de su destino, hasta que ella misma fue enviada a Siberia. En virtud del pacto germano-soviético de Molotov y Von Ribbentrop, en el que se establecía que los comunistas alemanes presos en la URSS serían devueltos a su país de origen, la Buber-Neumann fue deportada a Alemania y, allí, internada en el campo de Ravensbrück. Sobrevivió milagrosamente y consiguió huir poco antes de la entrada el Ejército Rojo. El abogado de Les Lettres Françaises, monsieur Nordmann, con la pretensión de distraer la atención de tan terrible relato, dijo que los rusos habían liberado a las mujeres de Ravensbrück. Margaret le respondió: "[...] felizmente, yo no los había esperado. Me fugué. Los comunistas del campo me habían advertido de que me volverían a enviar a Siberia".

Morgan y Wursmer fueron condenados a pagar 150.000 francos. Simone de Beauvoir admitió la existencia de campos de trabajo en la URSS, pero no se apartó del PCF hasta muchos años más tarde, cuando Sartre dio el primer paso para situarse a la izquierda de los comunistas.

Kravchenko murió el 24 o el 25 de febrero de 1966. Se aceptó hasta ahora que se había suicidado en New York, disparándose una bala en la cabeza, pero hay dudas más que razonables al respecto. Hay documentos del FBI en proceso de desclasificación, según se informa en una página web.

Si viene usted de cantar loas a los veinticinco años de paz del Generalísimo y se quiere instalar en el buenismo, las canciones de amor o cualquier otro lugar cómodo del pensamiento único, será acogido sin la menor vacilación, y hasta se le subvencionará. No son demasiadas las credenciales exigidas: un lenguaje limpio, sin palabras de mal fario –España, mercado–, una firme voluntad de no ir a ninguna guerra, manifestable en los deseos de año nuevo, cuando se demuestra en público que uno no ansía nada personal porque eso es de derecha cavernícola, así como también un reconocimiento explícito de los derechos colectivos, que de los individuales mejor no hablar.

Pero no intente el camino opuesto. No intente pensar por sí mismo, y mucho menos hablar de ello. No intente arrepentirse de haber apoyado las nobles causas de los pueblos –autodeterminación, islamismo, populismos varios, islas revolucionarias–: no intente arrepentirse de ello porque se arrepentirá. Terminará suicidándose o algo peor, como Kravchenko. Terminará despreciado como André Gide, y, como a él, le dirán que sus ideas están relacionadas con sus servidumbres sexuales. No intente decir que la alianza de civilizaciones es una imbecilidad, porque se empieza así y se acaba llamando gitanos a las personas de etnia gitana, negros a los subsaharianos y, lo que es más lamentable, asesino al presunto asesino de la pistola humeante en la mano.

Para entrar en el régimen la inconsciencia única no hace falta arrepentirse ni hace falta reflexionar sobre las propias acciones pasadas, siempre fáciles de olvidar. El arrepentimiento es una tarea intelectual que requiere noción de falta, de pecado, de culpa; o es el producto de una negociación con los jueces si uno viene de la Mafia. El pentimento es cosa de pintores de la vieja escuela y de pentiti del crimen organizado. Para ser acogido en la inconsciencia única ni siquiera son imprescindibles las declaraciones escatológicas en televisión: basta con no insistir en la funesta manía de pensar.

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