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SEGUNDO ANIVERSARIO DEL 11-S

La sociedad libre, al descubierto

Las nuevas guerras ya no se libran en el campo de batalla con honor sino en las ciudades con horror. Como el megaterrorismo puso de manifiesto aparatosamente el 11-S. Hace dos años.

En la era del terrorismo global, en la que todos los conflictos armados no dejan de ser finalmente sino “guerras civiles y urbanas”, destaca una estrategia principal de destrucción: el objetivo (el Sistema) se golpea desde su interior, buscando dañarlo tanto por la acción de ataques directos cuanto por efecto de las propias medidas de protección y defensa que se adopten. O sea, la estrategia de la autodestrucción. Las embestidas puntuales apuntan a sus aviones, autobuses, restaurantes, discotecas, hoteles y embajadas; con predilección por la población civil. Y a la ciudad, que es símbolo de la civitas, de la civilización. Mientras tanto, los autores aguardan cualquier respuesta de los gobiernos democráticos para acusarlos, sea por ejercer el derecho de autodefensa, sea por las restricciones que puedan verse forzados a imponer al modus vivendi establecido. El prototipo del guión de la demolición quedó patente en los atentados de Manhattan y Washington. Aviones comerciales nacionales, ocupados por pasajeros americanos, impactan contra sus núcleos urbanos y los centros del comercio y la defensa mundiales. Sus propias cadenas de televisión y radio transmiten la secuencia en directo para todo el planeta. Los terroristas suicidas colocan así a la sociedad libre frente al espejo para que contemple cómo se destruye a sí misma. La justificación ideológica y ¡ética! vendrá luego de la mano de la intelectualidad y los medios secuaces: “ellos se lo han buscado”, “ellos son los únicos culpables de lo que les pasa”. Pero hay más evidencias.

Los atentados terroristas del 11-S pretendían provocar en las democracias reacciones proteccionistas y de repliegue en los más variados frentes, como el establecer severas barreras en el libre comercio, tan sólo fuese como imperiosa medida de control de mercancías, entre cuyos movimientos y partidas pudieran colarse armas de destrucción masiva o pequeñas valijas nucleares. Como ayer el saber, hoy el terror no ocupa lugar, pudiendo alojarse en un simple contenedor, siendo fáciles de transportar y muy difíciles de localizar. Según datos proporcionados recientemente por la revista The Economist, en el planeta se mueven regularmente quince millones de contenedores, que representan el noventa por ciento del comercio mundial, y sólo el dos por ciento es controlado por los agentes de aduanas. Si los mercados constriñen sus movimientos, se niegan a sí mismos y se obstaculizan. Algo semejante puede decirse de los desplazamientos turísticos y de los cotidianos recorridos en medios de transporte urbano, en los que un rígido y estricto control de personas, equipajes y pertenencias, los haría inoperantes.

Hoy las fronteras en las sociedades libres necesitan seguir abiertas, si no quieren desnaturalizarse (o mejor, ir contra su cultura distintiva de entidades abiertas), pero se ven urgidas al mismo tiempo a aumentar la vigilancia, a poner en marcha fastidiosas inspecciones y reservas. No se pueden cerrar las puertas a los nuevos ciudadanos, pero tampoco puede permitirse el libre acceso y la estancia tolerada sin limitaciones. El Acuerdo de Shengen —concebido en 1985 por cinco naciones de la Comunidad Europea de entonces e incorporado al Tratado de Amsterdam de 1999 y a la normativa legal de la actual UE— contemplaba, entre otros, dos contenidos básicos: la supresión de los controles fronterizos y libre circulación de ciudadanos comunitarios en el ámbito geográfico del denominado “espacio Schengen”. Hoy pocos hablan ya de un tratado que de manera tan explícita favorecía la “Europa sin fronteras”.

Las restricciones y constricciones en un buen número de derechos, libertades y aun en costumbres reconocidas y garantizadas en las democracias modernas —órdenes de detención y retención de personas, registro de viviendas, estrecha vigilancia de meros sospechosos, violación de la intimidad en comunicaciones por Internet y otros medios, y muchas más que se suman a las ya mencionadas—, revelan el alcance de la gran coerción asociada a la guerra contraterrorista y que amenaza seriamente con disminuir y deteriorar la calidad democrática de las naciones modernas. La sociedad libre y abierta forzada a atenazarse y cerrarse por mor de su seguridad: he aquí la enorme argucia de la maquinación liberticida, el deleite de sus provocadores y sus admiradores.

Se trata con ello de extender el miedo y la desconfianza, de generar el terror, de rentabilizar el riesgo, pero también de hacer todo lo posible para obstruir el sistema y procurar que no funcione o funcione mal: sus enemigos esbozan el diagnóstico y ellos mismos lo hacen cumplir. Se busca que la seguridad y la libertad se tornen incompatibles y haya que optar entre ellas. Que la libertad se autocensure o se suicide. Sea como sea, la sociedad libre siempre pierde.

Incitándola a caer en la contradicción y, por tanto, al conflicto interior, se llega así a un resultado portentoso: los elementos hostiles a la democracia liberal muestran públicamente su indignación ante el quebranto y la restricción de unos derechos y libertades que en el fondo repudian, erigiéndose para maravilla de todos en sus genuinos valedores, a la vez que los gobiernos democráticos son acusados de “viciar” la democracia, de actuar después de todo de manera tan poco liberal, a poco que tome medidas precautorias, de defensa o simple prevención. El penoso episodio de la prisión de Guantánamo sería otro ejemplo de lo que queremos decir: cómo una situación extraordinaria y sobrevenida, sin precedentes, se explota cínicamente para convocar el juicio final o el Tribunal Penal Internacional...

Tras el 11-S, las víctimas pasan a ser los agresores; los herederos activos del totalitarismo comunista se erigen en paladines de la paz y las libertades; la Tropa Expedicionaria aliada (de liberación) en Irak se transfigura en fuerza invasora (de ocupación) y causante de todos los males; y a la democracia liberal se la convierte en la máxima responsable de los recortes en los derechos civiles. Pero, la carga de la prueba no puede lanzarse impunemente contra el agraviado, ni la disculpa contra el agredido. No sabría decir qué hacer para remediar la estafa, pero sí me atrevo a sugerir cómo no acrecentarla: uno no debe culpabilizarse por los delitos de otros ni entrar en el juego del “mundo al revés”. Cosa que sucede, por ejemplo, cuando ciudadanos honestos se ven a sí mismos en la infamante práctica del disimulo o acreditándose ante los liberticidas. En ese instante de vergüenza y debilidad, la sociedad libre se queda al descubierto.


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