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¿Constitución o plebiscito?

Las fuerzas del centro político y la llamada derecha responsable han comenzado su campaña, a rebufo de la del gobierno de ZP, a favor del en el referéndum del 20 de febrero sobre el Tratado Constitucional de la Unión Europea. Sus argumentos son sólidos, pero equivocados. Atenazados por el síndrome del 86, cuando no supieron ofrecer más que ambigüedad ante el referéndum tramposo de González sobre la permanencia limitada de España en la OTAN, no sólo no ven posible alternativa alguna a la Europa que defiende Zapatero, sino que quieren creer que el texto del nuevo Tratado servirá de barrera de contención a las fuerzas centrífugas de los nacionalismos. Pero lo importante no es eso. Lo importante es que España pierde –y mucho– con este Tratado constitucional, que además santifica por mucho tiempo que no va a ser posible enfrentarse al modelo continental, franco-alemán, de lo que debe ser la Unión Europea y Europa. Pero hay más.

Para empezar, el referéndum español no lo es tanto sobre el nuevo texto europeo como sobre la acción y la visión internacional del actual presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero. Se trata de un plebiscito sobre su política exterior. Y eso es algo que no se puede descuidar. La victoria del , por mucho que finjan los dirigentes del PP, será capitalizada esencialmente por ZP, quien siempre ha antepuesto su entreguismo al bloqueo amenazante de Aznar. Será gracias a él que salga adelante la Constitución Europea. Que el Partido Popular de Mariano Rajoy no se lleve a engaño al respecto. Y al contrario también: si el Gobierno perdiese el referéndum, por mucho que quisiera echarle el muerto al PP, la verdad es que lo habría perdido él solito. Sería la primera gran debacle del apoyo público a ZP. Sería decirle a la cara que su modelo exterior no gusta a los españoles. Algo no baladí.

Por otro lado, la prisa de ZP en ser el primero en convocar un referéndum sobre el Tratado Constitucional también tiene mucho que ver con su visión del papel de España en Europa. Zapatero quiere vanagloriarse de haber sido el primer país que dice popularmente al Tratado porque cree que con eso le está haciendo un favor a sus admirados franceses. Si España dice , se piensa que generará una imparable dinámica, cual estrategia de dominó, que anularía las tentaciones al no de parte del socialismo galo y de buena parte de la población, en Francia y en otros países. Y ZP en parte tiene razón, aunque menos de lo que piensa. Es verdad que Chirac ha encontrado en el tempranero referéndum español una ayuda con la que fustigar al PS francés, pero cada vez menos, en la medida en que éste ya se ha definido también por el . Así y todo, lo contrario no dejaría de ser significativo. Si el no saliese claramente vencedor de las urnas en España, el impacto negativo que eso tendría en nuestros vecinos colocaría a ZP en una delicada situación. Su único valor en este tema se habría venido abajo. El verdadero alcance de la política de alianzas europeas de Zapatero quedaría manifiestamente al descubierto, más solo que la una.

Habrá quien argumente que es posible desvincular la política de Zapatero de la cuestión del Tratado Constitucional. Lo dirán los socialistas españoles para llevarse el gato al agua del apoyo del PP al y lo dirá el PP, temeroso de ser tachado de antieuropeo por un Gobierno carente de todo escrúpulo político. Pero el PP hace mal en caer en esa rampa saducea, porque en cuanto los resultados se demuestren favorables al , el Gobierno socialista pondrá toda su maquinaria de propaganda en marcha para ponerse él mismo las medallas pertinentes y el PP se volverá a quedar donde estaba, en la cuneta de la oposición. Será el PSOE el primero que vuelva a vincular a ZP con la Constitución Europea. Y si no, al tiempo.

Es factible estar a favor de Europa pero rechazar contundentemente la Europa de ZP, que es la que se esconde tras un texto que consagra la dominación franco-alemana por décadas. Es posible creer en Europa pero rechazar un sistema de reparto de poder que castiga expresamente a España y a Polonia. Es creíble ser europeísta y no aceptar la redacción actual de este Tratado Constitucional. Es más, cuando votar que sí no es sólo votar a todo esto, sino, sobre todo, a la política de ZP, la oposición debería pensarse –y mucho– el regalo que le está haciendo a este gobierno. Gratuito en términos domésticos e irresponsable en el ámbito del poder en Europa.

Los mitos del debate

¿Qué hay de tan importante en el texto del Tratado de Constitución europea que levanta tantas pasiones? La izquierda lo denuncia por ser poco social; los nacionalistas no lo aceptan porque no se sienten suficientemente reconocidos; la derecha se divide porque no es capaz de digerir un discurso crítico a Europa; los socialistas lo adoran porque lo han acabado firmando ellos. ¿Qué puede esperar el votante medio, al que se le consulta sobre algo que desconoce –y más vale así–, farragoso y de arcanas implicaciones?

Votar que sí es aceptar gratuitamente un lugar concreto de España en Europa: en lugar de formar parte de la mesa de los cinco grandes, pasa –y da igual que no sea hasta el 2009, acabará pasando– a la mesa de los niños. Así de claro. Con la distribución de votos que firmó Rodríguez Zapatero, sentenció que España se quedaba sin capacidad de formar minorías de bloqueo en cuestiones vitales para nuestros propios intereses. Ni más ni menos.

Votar no no es rechazar el proceso de construcción europea. La mal llamada “Constitución” no es más que un tratado más, de los muchos que hemos visto (Acta Única, Mastrique, Ámsterdam, Niza...) con el paso de los años en la UE. Si no se aplica no es el fin del mundo, ni siquiera la parálisis de la Unión. Niza seguiría plenamente en vigor.

Es más, es altamente probable que el Tratado Constitucional deba ser enmendado o superado por otro texto en un plazo relativamente breve si de verdad se avanza en la incorporación de Turquía a la Unión. Todos los preceptos del actual texto están orientados a consolidar la supremacía de los Estados más poblados, pero es muy complejo de aceptar que esa filosofía se aplique cuando, en lugar de Alemania, Turquía sea el más poblado, y con gran diferencia sobre el resto.

El verdadero problema político reside en otra parte. Siempre se ha dicho –pero ahora, a tenor de los argumentos empleados en el debate, parece que con la boquita pequeña– que la política europea no era ya política exterior, sino doméstica. Y es verdad. Convocando el referéndum ZP ha borrado la tenue distancia que separa ambas esferas. No es razonable intentar introducir una demarcación rígida entre la situación en España y lo que ocurre en Europa. Y, por tanto, no se puede culpar a quienes ven en este referéndum un plebiscito sobre Zapatero. O, si se prefiere, sobre la Europa que quiere ZP y el rincón que España ocupa en la misma.

Por otro lado, es bastante ingenuo pensar que un texto intergubernamental depositado en la lejana Bruselas va a ser más sólido, firme y fuerte frente al ímpetu nacionalista en España. Si la Constitución Española puede ser moldeada para que no sirva de garante de la unidad de la nación, es inimaginable que nuestros socios sean más españolistas que los propios españoles. El nuevo tratado no es una Línea Maginot ante nada.

¿Por qué hay que votar, entonces? Porque lo pide el Gobierno socialista y porque lo pide el principal partido de la oposición. Pero cuando todos se ponen tan nerviosos ante opiniones distintas a las suyas, algo habrá. Salvo otras explicaciones, Europa no sufre sin la Constitución y España sufrirá mucho con ella; ZP se lleva el mérito y los demás, no se sabe. ¿No es mucho pedir por Europa?
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