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Cuatro discursos

Y además de cualquier otra cosa que la historia pueda decir de mí cuando me haya ido, me gustaría que recordara que apelé a vuestras mejores esperanzas, no a vuestros peores miedos, a vuestra confianza antes que a vuestras dudas.

Ronald Reagan, discurso de apoyo a Bush en 1992

Tiempo para elegir

(En apoyo del candidato Barry Goldwater, Convención Nacional Republicana, 1964)

Voy a hablar de asuntos controvertidos. No pido perdón por ello.

Es hora de que nos preguntemos si todavía recordamos las libertades que los Padres Fundadores quisieron para nosotros. James Madison dijo que «basamos todos nuestros experimentos en la capacidad de la humanidad para el autogobierno».

¿La idea? Que el gobierno se debía al pueblo, que no tenía otra fuente de poder es todavía la más moderna y original idea en toda la larga historia de las relaciones del hombre con el hombre. Ese es el asunto de estas elecciones: si creemos en nuestra capacidad para el autogobierno o si abandonamos la Revolución Americana y confesamos que una pequeña élite intelectual en una capital distante puede planear nuestras vidas por nosotros mejor de lo que nosotros mismos podemos hacerlo.

A ustedes y a mí nos han dicho que debemos escoger entre izquierda y derecha, pero yo les sugiero que no existe izquierda ni derecha. Sólo existe arriba y abajo. Arriba está el sueño antiguo del hombre de la máxima libertad individual posible manteniendo el orden, y abajo el hormiguero del totalitarismo. Sin poner en duda su sinceridad, sus motivos humanitarios, aquellos que sacrificarían la libertad por la seguridad se han embarcado en ese camino descendente. Plutarco advirtió que «el verdadero destructor de las libertades del pueblo es aquel que reparte botines, donaciones y regalos».

Los Padres Fundadores sabían que un gobierno no puede controlar la economía sin controlar a la gente. Y sabían que cuando un gobierno se decide a hacer, debe usar la fuerza y la coerción para lograr su objetivo. Así ha llegado el tiempo para elegir.

Los servidores públicos dicen, siempre con la mejor de las intenciones, «qué gran servicio podríamos prestar si tan sólo tuvieran un poco más de dinero y un poco más de poder». Pero la verdad es que, fuera de su función legítima, el gobierno no hace nada tan bien y tan económicamente como el sector privado.

Sin embargo, cada vez que ustedes y yo cuestionamos los esquemas de esos bienhechores, somos denunciados como contrarios a sus objetivos humanitarios. Parece imposible debatir legítimamente sus soluciones sin la asunción de que todos nosotros compartimos el deseo de ayudar a los menos afortunados. Pero nos dicen que estamos siempre en contra de, no a favor de nada.

Estamos por una provisión que asegure que el abandono no debe seguir al desempleo por razones de edad, y por ese objetivo hemos aceptado la Seguridad Social como un paso para enfrentarse con ese problema. Sin embargo, estamos en contra de aquellos que confían en este programa cuando nos engañan acerca de sus defectos fiscales y acusan de que cualquier crítica sobre el mismo significa que queremos eliminar los pagos…

Queremos ayudar a nuestros aliados compartiendo nuestras bendiciones matereriales con naciones que compartan nuestras creencias básicas, pero estamos en contra de repartir dinero de gobierno a gobierno, creando burocracia, si no socialismo, por todo el mundo.

Necesitamos reformas impositivas que al menos marquen el comienzo de la restauración, para nuestros hijos, del Sueño Americano de que la riqueza no se niega a nadie, que cada individuo tiene el derecho a volar tan alto como su fuerza y habilidad le lleven… Pero no podremos tener tales reformas mientras nuestra política fiscal sea diseñada por gente que ve los impuestos como medios con los que lograr cambios en nuestra estructura social....

¿Tenemos el coraje y la voluntad de encarar la inmoralidad y discriminación de los impuestos progresivos, y demandar un regreso al tradicional impuesto proporcional?... Hoy en nuestro país el porcentaje que el recaudador de impuestos obtiene de cada dólar ganado es de 37 centavos. La libertad nunca ha sido tan frágil, tan cercana a resbalar de nuestros dedos.

¿Tenéis la voluntad de ocupar vuestro tiempo estudiando estos asuntos, ser conscientes de los problemas y luego trasmitir esta información a vuestra familia y amigos? ¿Resistiréis la tentación de recoger las migajas del gobierno para vuestra comunidad? Debéis daros cuenta de que la lucha de los médicos contra la medicina socializada es vuestra lucha. No podemos socializar a los médicos sin socializar a los pacientes. Debéis reconocer que la invasión del poder público es un asalto a vuestros propios negocios. Si alguien entre vosotros teme mantenerse firme por miedo a las represalias de los clientes o incluso del gobierno, debe reconocer que está alimentado al cocodrilo esperando ser comido el último

Si todo esto parece demasiado, pensad en lo que está en juego. Tenemos enfrente al peor enemigo que la humanidad ha conocido en su largo camino desde los pantanos hasta las estrellas. No puede haber seguridad en ningún lugar del mundo libre si no hay estabilidad fiscal y económica dentro de los Estados Unidos. Aquellos que nos piden comerciar con nuestra libertad por la sopa de pollo del estado del bienestar son los arquitectos de una política de acomodamiento.

Dicen que el mundo se ha vuelto demasiado complejo para tener respuestas sencillas. Están equivocados. No hay respuestas fáciles, pero hay respuestas sencillas. Debemos tener el coraje de hacer aquello que sabemos que es moralmente correcto. Winston Churchill dijo que «el destino del hombre no se mide por cálculos materiales. Cuando las grandes fuerzas se mueven en el mundo, es cuando averiguamos que somos espíritu, no animales». Y también dijo que «hay algo sucediendo en este tiempo y espacio, y más allá del tiempo y del espacio que, lo queramos o no, se deletrea como deber».

Tenemos un encuentro con el destino. Debemos preservar a nuestros hijos la última gran esperanza del hombre en la tierra, o les sentenciaremos a tomar el primer paso dentro de miles de años de oscuridad. Si fracasamos, al menos nuestros hijos y nietos dirán de nosotros que justificamos nuestro breve paso por este mundo. Hicimos todo lo que podía hacerse.

Discurso de investidura

(20 de enero de 1981)

Senador Hatfield, Sr. Presidente del Tribunal Supremo, Sr. Presidente, Vicepresidente Bush, Vicepresidente Mondale, Senador Baker, Speaker O'Neill, Reverendo Moomaw y compatriotas.

Para unos pocos de los que estamos hoy aquí esta es una solemne y memorable ocasión; y sin embargo, en la historia de nuestra Nación, es algo que ocurre con normalidad. La transferencia ordenada de la autoridad, tal como establece la Constitución, tiene lugar tal como ha sucedido durante casi dos siglos y pocos de nosotros nos paramos a pensar cuan singulares somos realmente. A los ojos de muchos en el mundo, esta ceremonia cuatrienal que nosotros aceptamos como algo normal no es sino un milagro.

Sr. Presidente, quiero que nuestros compatriotas sepan lo mucho que hizo usted para mantener esta tradición. Por virtud de nuestra cortés cooperación en el proceso de transición, usted le ha enseñado a un mundo expectante que somos un pueblo unido comprometido a mantener un sistema político que garantiza la libertad individual en mayor medida que cualquier otro, y yo le agradezco a usted y a su equipo por toda la ayuda prestada en el mantenimiento de la continuidad, que es el baluarte de nuestra República. Los asuntos de nuestra nación siguen adelante. Estos Estados Unidos se enfrentan a una aflicción económica de grandes proporciones. Sufrimos la más larga y una de las peores inflaciones sostenidas de nuestra historia nacional. Distorsiona nuestras decisiones económicas, penaliza el ahorro y quiebra a los esforzados jóvenes y a los jubilados por igual. Amenaza con destrozar las vidas de millones de nuestra gente.

Industrias ociosas mandan trabajadores al paro, causando miseria humana e indignidad personal. A aquellos que sí trabajan, se les niega una recompensa justa por su trabajo mediante un sistema fiscal que penaliza el éxito y evita que mantengamos una plena productividad.

Pero, grande como es nuestra presión fiscal, no se ha mantenido a la par con nuestro gasto público. Durante décadas, hemos acumulado un déficit tras otro, hipotecando nuestro futuro y el futuro de nuestros hijos por la conveniencia temporal del presente. Continuar esta larga tendencia es garantizar tremendos cataclismos sociales, culturales, políticos y económicos.

Ustedes y yo, como individuos, podemos, mediante el crédito, vivir más allá de nuestras posibilidades, pero sólo por un periodo de tiempo limitado. ¿Por qué, entonces, deberíamos pensar que colectivamente, como una nación, no estamos sujetos a esa misma limitación? Debemos actuar hoy para poder mantenernos mañana. Y que nadie se llame a engaño: vamos a empezar a actuar, a partir de hoy mismo.

Los males económicos se han cernido sobre nosotros a lo largo de varias décadas. No desaparecerán en días, semanas o meses, pero desaparecerán. Desaparecerán porque nosotros, como americanos, tenemos la capacidad ahora, como la hemos tenido en el pasado, de hacer lo que haga falta hacer para preservar este último y mayor bastión de la libertad.

En esta crisis actual, el gobierno no es la solución a nuestro problema. El gobierno es el problema. De vez en cuando, hemos estado tentados a pensar que la sociedad se ha vuelto demasiado compleja para ser manejada por el autogobierno, que el gobierno en manos de una elite es superior al gobierno de, para y por las personas. Pero si nadie de nosotros es capaz de gobernarse a sí mismo, ¿quién de nosotros tiene la capacidad de gobernar a otro? Todos nosotros juntos, dentro y fuera del gobierno, debemos soportar el peso. Las soluciones que debemos buscar han de ser equitativas, sin señalar a un grupo para que pague el precio más alto.

Oímos mucho acerca de los grupos de interés. Nuestra preocupación debe dirigirse a un grupo de interés que ha sido desdeñado durante demasiado tiempo. No conoce límites sectoriales o étnicos ni divisiones raciales y cruza las líneas políticas. Se compone de hombre y mujeres que cultivan nuestros alimentos, patrullan nuestras calles, trabajan en nuestras minas y en nuestras fábricas, educan a nuestros hijos, cuidan de nuestros hogares y nos curan cuando estamos enfermos: profesionales, industriales, tenderos, encargados, taxistas y camioneros. Ellos son, en pocas palabras, «Nosotros el pueblo», este pueblo conocido como los americanos.

Bueno, el objetivo de esta administración será una economía sana, vigorosa y creciente que ofrezca igualdad de oportunidades a todos los americanos sin barreras surgidas del racismo o de la discriminación. Volver a poner América a trabajar significa volver a poner a todos los americanos a trabajar. Acabar con la inflación significa liberar a todos los americanos del terror de los costes de vida desbocados. Todos debemos tomar parte en el trabajo productivo de este «nuevo comienzo» y todos debemos compartir el botín de una economía revitalizada. Con el idealismo y la justicia que son el corazón de nuestro sistema y nuestra fuerza, podemos tener una América fuerte y próspera en paz consigo misma y con el mundo.

Así que, mientras empezamos, hagamos inventario. Somos una nación que tiene un gobierno, no al revés. Y esto nos hace especiales entre las naciones de la Tierra. Nuestro gobierno no tiene ningún poder excepto los que le otorga el pueblo. Es hora de corregir y dar marcha atrás al crecimiento del estado que muestra signos de haber crecido más allá del consentimiento de los gobernados.

Es mi intención restringir el tamaño e influencia del aparato federal y pedir el reconocimiento de la distinción entre los poderes otorgados al Gobierno Federal y aquellos reservados a los Estados o a las personas. Todos necesitamos recordar que el Gobierno Federal no creó a los Estados; los Estados crearon el Gobierno Federal.

Para que no haya malentendidos; mi intención no es deshacerme del Estado. Es, por el contrario, hacer que funcione; que funcione con nosotros, no sobre nosotros; que esté a nuestro lado, no que cabalgue a nuestras espaldas. El Estado puede y debe ofrecer oportunidades, no ahogarlas; fomentar la productividad, no suprimirla.

Si nos fijamos en la respuesta a por qué, durante tantos años, conseguimos tanto, prosperamos como ningún otro pueblo en la Tierra, es porque aquí, en esta tierra, liberamos la energía y el genio individual de cada hombre en mayor medida que se había hecho jamás. La libertad y la dignidad del individuo han sido más asequibles aquí que en ningún otro lugar de la Tierra. El precio de esta libertad a veces ha sido elevado, pero nunca nos hemos negado a pagar ese precio.

No es por casualidad que nuestros problemas actuales sean paralelos y proporcionales a la invención e intrusión en nuestras vidas que se derivan del innecesario y excesivo crecimiento del Estado. Es hora de que nos demos cuenta de que somos una nación demasiado grande para limitarnos a sueños pequeños. No estamos condenados, como algunos quisieran hacernos creer, a un declive inevitable. Yo no creo en un destino que vaya a cernirse sobre nosotros hagamos lo que hagamos. Yo creo en un destino que se cernirá sobre nosotros si no hacemos nada. Así que, con toda la energía creativa a nuestra disposición, empecemos una era de renovación nacional. Renovemos nuestra determinación, nuestro coraje, nuestra fuerza. Y renovemos nuestra fe y nuestra esperanza.

Tenemos todo el derecho a tener sueños heroicos. Los que dicen que vivimos en una época en la que no hay héroes no saben donde mirar. Podéis ver héroes cada día yendo y viniendo de las puertas de las fábricas. Otros, un puñado, producen suficiente comida para alimentarnos a todos nosotros y parte de extranjero. Podéis encontraros con héroes al otro lado del mostrador, a ambos lados del mismo. Hay emprendedores con fe en si mismos y fe en una idea que crean nuevos empleos, nueva riqueza y oportunidad. Son individuos y familias cuyos impuestos mantienen el gobierno y cuyas donaciones voluntarias mantienen la iglesia, las fundaciones benéficas, la cultura, el arte y la educación. Su patriotismo es silencioso pero profundo. Sus valores sostienen nuestra vida nacional.

He usado las palabra «ellos» y «su» al hablar de esos héroes. Podría decir «vosotros» y «vuestro» porque me estoy dirigiendo a los héroes a los que me refiero: vosotros, los ciudadanos de esta bendita tierra. Vuestros sueños, vuestras esperanzas, vuestros objetivos serán los sueños, las esperanzas, los objetivos de esta administración, con la ayuda de Dios.

Reflejaremos la compasión que es una parte tan importante de nuestra forma de ser. ¿Cómo podemos amar nuestro país y no amar a nuestros conciudadanos y amándoles, ofrecerles la mano cuando caen, curarles cuando están enfermos, ofrecerles oportunidades para hacerles autosuficientes para que sean iguales de hecho y no sólo en teoría?

¿Podemos arreglar los problemas a los que nos enfrentamos? Bueno, la respuesta es un inequívoco y enfático «sí». Parafraseando a Winston Churchill, no presté el juramento que acabo de prestar con la intención de presidir durante la disolución de la mayor economía del mundo.

En los días venideros, propondré eliminar las barricadas que han aminorado nuestra economía y reducido nuestra productividad. Se darán pasos encaminados a restablecer el equilibrio entre los diversos niveles de gobierno. Puede que el avance sea lento, medido en pulgadas y pies y no en millas, pero será progreso. Es hora de despertar otra vez al gigante industrial, devolver al gobierno a sus asuntos, y aligerar nuestro punitivo sistema fiscal. Y estas serán nuestras primeras prioridades y, sobre estos principios, no habrá compromisos.

En la vigilia de nuestra lucha por la independencia, un hombre que podría haber sido uno de los más grandes entre nuestros Padres Fundadores, el Dr. Joseph Warren, Presidente del Congreso de Massachussets, dijo a sus compatriotas americanos, «Nuestro país está en peligro, pero no hay que perder la esperanza [...] De vosotros dependen las fortunas de América. Vosotros decidiréis las importantes cuestiones sobre las que se asentará la felicidad de millones que aún no han nacido. Actuad como merecéis hacerlo.» Pues bien, yo creo que nosotros, los americanos de hoy, estamos listos para actuar como merecemos hacerlo, listos para hacer lo que hace falta hacer para asegurar la felicidad y la libertad de nosotros mismos, de nuestros hijos y de los hijos de nuestros hijos. Y mientras nos renovamos en nuestra tierra, en el mundo verán que tenemos más fuerza. Seremos otra vez el modelo de libertad y la antorcha de esperanza para aquellos que ahora no tienen libertad.

Con aquellos vecinos y aliados que comparten nuestra libertad, estrecharemos nuestros lazos históricos y les aseguraremos nuestro apoyo y firme compromiso. Responderemos a la lealtad con lealtad. Nos esforzaremos en conseguir relaciones mutuamente beneficiosas. No usaremos nuestra amistad para imponernos sobre su soberanía, pues nuestra propia soberanía no está en venta. Y por lo que se refiere a los enemigos de la libertad, aquellos que son potenciales adversarios, se les recordará que la paz es la más alta aspiración del pueblo americano. Negociaremos por ella, nos sacrificaremos por ella; no nos rendiremos por ella, ni ahora ni nunca.

Nuestro autocontrol no debería ser malinterpretado. Nuestra reticencia hacia el conflicto no debería ser confundida con una falta de voluntad. Cuando haga falta actuar para preservar nuestra seguridad nacional, actuaremos. Mantendremos la suficiente fuerza para prevalecer si llega el caso, sabiendo que si lo hacemos tendremos la mejor oportunidad de nunca tener que usar esa fuerza. Sobre todo, debemos darnos cuenta de que ningún arsenal, o arma en los arsenales del mundo, es tan formidable como la voluntad y el coraje moral de los hombres y mujeres libres. Es un arma que nuestros adversarios en el mundo de hoy no tienen. Es un arma que nosotros, como americanos, sí tenemos. Que se enteren los que practican el terrorismo y los que rapiñan a sus vecinos. Me dicen que decenas de miles de encuentros para rezar tienen lugar en el día de hoy, y me alegro profundamente. Somos una nación bajo Dios, y yo creo que Dios pretendía que fuésemos libres. Sería apropiado y bueno, creo, que en cada Día de Investidura en los años futuros se declarara un día de plegaria.

Esta es la primera vez en la historia que esta ceremonia ha tenido lugar, como se os ha dicho, en la Fachada Oeste del Capitolio. De pie aquí, uno contempla una vista magnífica, abriéndose a la especial belleza e historia de la ciudad. Al final de este espacio abierto están los altares a los gigantes sobre cuyos hombros nos alzamos.

Directamente delante de mí, el monumento a un hombre monumental: George Washington, Padre de nuestro país. Un hombre humilde que llegó a la grandeza a regañadientes. Él llevó América desde la victoria revolucionaria hasta la naciente condición de nación. A un lado, el memorial estatal a Thomas Jefferson. La Declaración de Independencia brilla con su elocuencia. Y, después, más allá del Lago Reflectante, las dignas columnas del Memorial a Lincoln. Quienquiera que entienda en su corazón el significado de América lo encontrará en la vida de Abraham Lincoln.

Más allá de esos monumentos al heroísmo está el Río Potomac, y en la orilla más lejana las colinas inclinadas del Cementerio Nacional de Arlington con sus filas y filas de blancas lápidas con cruces o Estrellas de David. Ellos no son sino una pequeña fracción del precio que se ha pagado por nuestra libertad. Cada una de esas lápidas es un monumento a los tipos de héroes a los que me refería antes. Sus vidas terminaron en lugares llamados Belleau Woods, el Argonne, Omaha Beach, Salerno y al otro lado del mundo en Guadalcanal, Tarawa, Pork Chop Hill, la Reserva Chosin y un centenar de arrozales y junglas de un lugar llamado Vietnam.

Bajo una de estas lápidas yace un joven, Martin Treptow, que dejó su trabajo en una barbería de pueblo en 1917 para ir a Francia con la famosa División Arco Iris. Allí, en el frente occidental, murió mientras intentaba llevar un mensaje entre batallones bajo el fuego de la artillería pesada.

Nos dicen que en su cadáver encontraron un diario. En la hoja de cortesía bajo el título «Mi Promesa», él había escrito estas palabras: «América debe ganar esta guerra. Por lo tanto, yo trabajaré, yo ahorraré, yo me sacrificaré, yo me esforzaré, yo lucharé animosamente y sacando lo mejor de mí mismo como si la cuestión de la lucha mundial de mí solo dependiese.»

La crisis a la que nos enfrentamos hoy no requiere el tipo de sacrificio que a Martin Treptow y a otros tantos miles se les pidió. Requiere, sin embargo, nuestro mejor esfuerzo, y nuestro deseo de creer en nosotros mismos y de creer en nuestra capacidad de llevar a cabo grandes hazañas; de creer que juntos, con la ayuda de Dios, podemos y resolveremos los problemas a los que ahora nos enfrentamos.

Y, después de todo, ¿por qué no deberíamos creerlo? Somos americanos.

Que Dios os bendiga y gracias.

En la Puerta de Brandemburgo

(Berlín, 1987)

Muchas gracias.

Canciller Kohl, Alcalde Diepgen, damas y caballeros: hace veinticuatro años, el presidente John F. Kennedy visitó Berlín y habló a la gente de esta ciudad y a todo el mundo desde el ayuntamiento. Bueno, desde entonces otros dos presidentes han venido, cada cual en su mandato, a Berlín. Y, hoy, yo mismo realizo mi segunda visita a vuestra ciudad.

Nosotros, los presidentes americanos, venimos a Berlín porque es nuestro deber hablar, en este lugar, de libertad. Debo confesar que también nos atraen hasta aquí otras cosas, el sentimiento histórico de esta ciudad, más de quinientos años más vieja que nuestro propio país; la belleza del Grunewald y el Tiergarten; y sobre todo, vuestro coraje y determinación. Tal vez el compositor Paul Lincke comprendió algo sobre los presidentes americanos. Veréis, como tantos otros presidentes antes que yo, vengo hoy aquí porque dondequiera que vaya, haga lo que haga: Ich hab noch einen Koffer in Berlin. [Aún tengo una maleta en Berlín].

Nuestra reunión de hoy está siendo retransmitida a toda Alemania Occidental y a Norteamérica. Tengo entendido que se está viendo y escuchando en el Este. A aquellos que nos están escuchando desde el Este, unas palabras especiales: aunque no puedo estar con vosotros, me dirijo a vosotros tanto como a los que están aquí ante mí. Pues me uno a vosotros, tal como me uno a vuestros compatriotas en el Oeste, con esta firme e inalterable convicción: Es gibt nur ein Berlin. [Sólo hay un Berlín].

Detrás de mí se alza un muro que rodea los sectores libres de esta ciudad, parte de un vasto sistema de barreras que dividen todo el continente de Europa. Desde el Báltico hasta el sur, esas barreras cortan Alemania en una herida de alambre de espino, hormigón, patrullas con perros y torres de vigilancia. Más al sur, puede que no haya ninguna barrera visible y obvia. Pero sigue habiendo guardias armados y puestos de control; sigue habiendo una restricción al derecho de viajar, sigue siendo un instrumento para imponer sobre los hombres y mujeres comunes el deseo de un Estado totalitario. Sin embargo, es aquí, en Berlín, donde el muro emerge con mayor claridad; aquí, cortando vuestra ciudad, donde las fotografías de las noticias y las pantallas de televisión han dejado una imprenta brutal de un continente en la mente del mundo. De pie ante la Puerta de Brandemburgo, cada hombre es un alemán, separado de sus semejantes. Cada hombre es un berlinés, obligado a contemplar una herida.

El presidente von Weizsacker ha dicho: «la cuestión alemana permanecerá abierta mientras la Puerta de Brandemburgo permanezca cerrada». Hoy yo digo: mientras la puerta esté cerrada, mientras se permita esta herida de muro, no es sólo la cuestión alemana que permanece abierta, sino la cuestión de la libertad de toda la humanidad. Pero no he venido aquí a lamentarme. Puesto que encuentro en Berlín un mensaje de esperanza, incluso a la sombra de este muro, un mensaje de triunfo.

En la primavera de 1945, el pueblo de Berlín salió de sus refugios antiaéreos para encontrarse con la devastación. A miles de millas, el pueblo de los Estados Unidos salió en su ayuda. Y en 1947, el Secretario de Estado, como se ha dicho, George Marshall anunció la creación de lo que se daría en llamar el Plan Marshall. Hablando hace exactamente 40 años, dijo: «nuestra política no va dirigida contra país o doctrina alguna, sino contra el hambre, la pobreza, la desesperación y el caos».

En el Reichstag, hace unos momentos, vi una placa conmemorativa de este 40º aniversario del Plan Marshall. Me sorprendió una pintada sobre una estructura quemada y destartalada que se estaba reconstruyendo. Tengo entendido que los berlineses de mi generación pueden recordar haber visto pintadas como esta por todos los sectores occidentales de la ciudad. La pintada simplemente rezada: «El Plan Marshall está ayudando a fortalecer el mundo libre». Un mundo libre fuerte en Occidente; ese sueño se hizo realidad. Japón se alzó sobre sus ruinas para convertirse en un gigante económico. Italia, Francia, Bélgica, prácticamente todas las naciones de Europa Occidental renacieron política y económicamente; se fundó la Comunidad Europea.

En Alemania Occidental y aquí en Berlín, tuvo lugar un milagro económico, el Wirtschaftswunder. Adenauer, Erhard, Reuter y otros líderes entendieron la importancia práctica de la libertad; que así como la verdad puede florecer solamente cuando se le da libertad de expresión al periodista, igualmente la prosperidad sólo puede darse cuando el campesino y el empresario gozan de libertad económica. Los dirigentes alemanes redujeron los aranceles, ampliaron el libre comercio y bajaron los impuestos. Desde 1950 hasta 1960, el nivel de vida en Berlín Occidental se dobló.

Donde hace cuatro décadas había escombros, existe hoy en Berlín Occidental la mayor producción industrial de cualquier ciudad en Alemania; ajetreados edificios de oficinas, bonitas casas y apartamentos, orgullosas avenidas y amplios jardines y zonas verdes. Donde parecía que se había destruido la cultura de una ciudad, existen hoy dos grandes universidades, orquestas y una opera, incontables teatros y museos. Donde había necesidad, existe hoy abundancia; alimentos, vestido, automóviles; los maravillosos productos del Ku’damm. De la devastación, de la ruina misma, vosotros los berlineses habéis reconstruido, en libertad, una ciudad que, una vez más, se cuenta entre las más grandes de la Tierra. Puede que los soviéticos tuvieran otros planes. Pero, amigos míos, hay algunas cosas con las que los soviéticos no contaron: Berliner Herz, Berliner Humor, ja, und Berliner Schnauze. [Un corazón berlinés, un humor berlinés y, sí, un Schauze berlinés].

En la década de los 50, Kruschev predijo: «os enterraremos». Pero en Occidente hoy vemos un mundo libre que ha alcanzado un nivel de prosperidad y bienestar sin precedentes en toda la historia humana. En el mundo comunista vemos fracaso, retraso tecnológico, niveles sanitarios en declive, incluso necesidad del tipo más básico: demasiada poca comida. Incluso hoy, la Unión Soviética no puede alimentarse a sí misma. Después de estas cuatro décadas, entonces, una conclusión inevitable se alza ante el mundo entero: la libertad lleva a la prosperidad. La libertad viene a sustituir los antiguos odios entre las naciones por civismo y paz. La libertad es la vencedora.

Y puede que ahora los propios soviéticos, a su manera limitada, se den cuenta de la importancia de la libertad. Oímos mucho de Moscú acerca de una nueva política de reforma y apertura. Se han liberado algunos presos políticos. Algunas emisiones occidentales ya no son interferidas. Se ha permitido a algunas empresas económicas operar con mayor libertad frente al control del estado.

¿Son estos los comienzos de cambios profundos en el Estado soviético? ¿O son gestos simbólicos, para dar falsas esperanzas a Occidente, o para fortalecer el sistema soviético sin cambiarlo? Nosotros damos la bienvenida al cambio y a la apertura; porque creemos que la libertad y la seguridad van juntas, que el avance de la libertad humana sólo puede fortalecer la causa de la paz mundial. Hay un signo que los soviéticos pueden hacer que sería inconfundible, que avanzaría enormemente la causa de la libertad y paz.

Secretario General Gorbachov, si usted busca la paz, si usted busca la prosperidad para la Unión Soviética y Europa Oriental, si usted busca la liberalización: ¡Venga a este muro! ¡Señor Gorbachov, abra esta puerta! ¡Señor Gorbachov, haga caer este muro!

Entiendo el miedo a la guerra y el dolor de la división que afligen a este continente; y os prometo los esfuerzos de mi país para ayudar a superar estas pesadumbres. Sin duda, en Occidente debemos resistir la expansión soviética. Así que debemos mantener defensas de fortaleza inexpugnable. Sin embargo, buscamos la paz; así que debemos esforzarnos por reducir las armas en ambos lados.

Empezando hace 10 años, los soviéticos amenazaron la alianza occidental con una nueva y grave amenaza, centenares de nuevos misiles nucleares SS-20 más mortíferos, capaces de alcanzar todas las capitales de Europa. La alianza occidental respondió comprometiéndose a un contradespliegue a menos que los soviéticos se avinieran a negociar una solución mejor; a saber: la eliminación de tales armas en ambos bandos. Durante muchos meses, los soviéticos se negaron a regatear en serio. Mientras la alianza, a su vez, se preparaba para emprender su contradespliegue, hubo días difíciles, días de protestas como los de mi visita a esta ciudad en 1982, y después los soviéticos se retiraron de la mesa.

Pero durante todo el tiempo, la alianza se mantuvo firme. E invito a todos los que protestaron entonces, invito a los que protestan hoy, a que se fijen en este hecho: porque nos mantuvimos firmes, los soviéticos volvieron a sentarse en la mesa. Y porque nos mantuvimos firmes, tenemos hoy a nuestro alcance, no solamente la limitación del crecimiento de las armas, sino de eliminar, por primera vez, una clase entera de armas nucleares de la faz de la Tierra.

Mientras hablo, ministros de la OTAN se reúnen en Islandia para revisar el progreso de nuestras propuestas de eliminar estas armas. En las conversaciones de Ginebra, también propusimos grandes recortes en las armas ofensivas estratégicas. Y los aliados occidentales han hecho, así mismo, propuestas de gran calado para reducir el daño de la guerra convencional y para establecer una moratoria total sobre las armas químicas.

Mientras perseguimos estas reducciones armamentistas, os prometo que mantendremos la capacidad para aplacar la agresión soviética a cualquier nivel que pueda darse. Y, en cooperación con muchos de nuestros aliados, Estados Unidos está desarrollando la Iniciativa de Defensa Estratégica; una investigación para basar la disuasión no en la amenaza de una venganza ofensiva, sino en defensas que verdaderamente defiendan; en sistemas que, en pocas palabras, no apuntarán a poblaciones sino que las cobijaran. Por estos medios, perseguimos aumentar la seguridad de Europa y de todo el mundo. Pero debemos recordar un hecho crucial: Oriente y Occidente no desconfiamos el uno del otro porque estemos armados; estamos armados porque desconfiamos el uno del otro. Y nuestras diferencias no son sobre las armas sino sobre la libertad. Cuando el presidente Kennedy habló en el ayuntamiento hace 24 años, la libertad estaba rodeada, Berlín estaba bajo asedio. Y hoy, a pesar de todas las presiones ejercidas sobre esta ciudad, Berlín permanece segura en su libertad. Y la misma libertad está transformando el planeta.

En las Filipinas, en Sudamérica y Centroamérica la democracia ha renacido. A lo ancho del Pacífico, los mercados libres están obrando un milagro tras otro de crecimiento económico. En las naciones industrializadas, está teniendo lugar una revolución industrial, una revolución marcada por avances rápidos y dramáticos en ordenadores y telecomunicaciones.

En Europa, sólo una nación y aquellos que la controlan se niega a unirse a la comunidad de la libertad. Sin embargo, en esta era de redoblado crecimiento económico, de información e innovación, la Unión Soviética se enfrenta a un dilema: o hace cambios fundamentales o se hará obsoleta.

Así el día de hoy representa un momento de esperanza. En Occidente estamos listos para cooperar con el Este para impulsar la verdadera apertura, para romper las barreras que separan a las personas, para crear un mundo más libre y más seguro. Y, ciertamente, no existe un lugar mejor que Berlín, el punto de encuentro de Este y Oeste, para empezar. Pueblo libre de Berlín: hoy, como en el pasado, los Estados Unidos está por la estricta observancia y plena implementación de todas las partes del Acuerdo de las Cuatro Potencias de 1971. Aprovechemos esta ocasión, el 750º aniversario de esta ciudad, para guiar hacia una nueva era, para perseguir una vida incluso más plena y rica para Berlín para el futuro. Juntos, mantengamos y desarrollemos los lazos entre la República Federal y los sectores occidentales de Berlín, como permite el acuerdo de 1971.

E invito al señor Gorbachov: trabajemos para acercar las partes oriental y occidental de la ciudad, para que los habitantes de todo Berlín puedan disfrutar de los beneficios que se derivan de una de las más grandes ciudades del mundo.

Para abrir Berlín todavía más a Europa, Este y Oeste, ampliemos el vital acceso aéreo a esta ciudad, encontrando formas de hacer que el servicio aéreo comercial a Berlín sea más adecuado, más cómodo y más económico. Esperamos ver el día en que Berlín Occidental pueda convertirse en uno de los principales nodos aéreos de toda Europa central.

Con nuestros socios franceses y británicos, Estados Unidos está preparado para ayudar a traer encuentros internacionales a Berlín. Sería muy apropiado que Berlín sirviera de sede para los encuentros de las Naciones Unidas, conferencias mundiales sobre los derechos humanos y el control armamentístico u otros asuntos que requieren la cooperación internaciónal.

No hay mejor forma para afianzar la esperanza hacia el futuro que alumbrar mentes jóvenes y nos honraría patrocinar intercambios juveniles veraniegos, actos culturales y otros programas para los jóvenes berlineses del Este. Nuestros amigos franceses y británicos, estoy seguro, harán lo mismo. Y tengo la esperanza de que se pueda encontrar una autoridad en Berlín Oriental para patrocinar visitas de jóvenes de los sectores occidentales.

Una propuesta final, una que guardo cerca de mi corazón: el deporte representa una fuente de diversión y ennoblecimiento, y puede que hayáis notado que la República de Corea, Norte y Sur, se ha ofrecido a permitir que algunos eventos de las Olimpiadas de 1988 tengan lugar en el Norte. Las competiciones deportivas internacionales de todos los tipos podrían tener lugar en ambos lados de esta ciudad. Y ¿qué mejor modo de demostrar al mundo la apertura de esta ciudad que ofrecer en algún año futuro la celebración de los Juegos Olímpicos aquí en Berlín, Este y Oeste? En estas cuatro décadas, como he dicho, los berlineses habéis construido una gran ciudad. Lo habéis hecho a pesar de las amenazas, los intentos soviéticos de imponer la marca oriental, el bloqueo. Hoy, la ciudad prospera a pesar de los desafíos implícitos en la propia presencia de este muro. ¿Qué os mantiene aquí? Ciertamente dice mucho de vuestro valor, de vuestro coraje desafiante. Pero creo que hay algo más profundo, algo que tiene que ver con toda la imagen y sentido del estilo de vida berlinés; no un mero sentimiento. Nadie podría vivir por mucho tiempo en Berlín sin ser totalmente desposeído de ilusiones. Algo, en cambio, que ha visto las dificultades de la vida en Berlín pero ha elegido aceptarlas, que continúa construyendo esta ciudad buena y orgullosa en contraste con una presencia totalitaria envolvente que se niega a desatar las aspiraciones y energías humanas. Algo que busca una voz poderosa de afirmación, que dice sí a esta ciudad, sí al futuro, sí a la libertad. En una palabra, yo diría que lo que os mantiene en Berlín es amor; un amor profundo y duradero.

Tal vez, esto nos lleva al meollo de la cuestión, a la más fundamental de todas las diferencias entre Este y Oeste. El mundo totalitario produce retraso porque es tan violento con el espíritu, aplaca el impulso humano a crear, a disfrutar, a adorar. El mundo totalitario considera una afrenta incluso los símbolos de amor y adoración. Hace años, antes de que los alemanes orientales empezaran a reconstruir sus iglesias, erigieron una estructura secular: la torre de televisión en la Alexanderplatz. Desde entonces, las autoridades han trabajado para corregir lo que consideran el mayor defecto de la torre, tratando la esfera de vidrio que hay arriba con pintura y productos químicos de todo tipo. Sin embargo, aun hoy cuando el sol alumbra la esfera –esa esfera que se alza sobre todo Berlín– la luz forma el símbolo de la Cruz. Allí en Berlín, como la propia ciudad, los símbolos del amor, los símbolos de adoración, no pueden ser suprimidos.

Cuando, hace un momento, miré desde el Reichstag, esa encarnación de la unidad germana, observé unas palabras crudamente pintadas con spray sobre el muro, quizá por un joven berlinés: «Este muro caerá. Las creencias se hacen realidad». Sí, a lo ancho de Europa, este muro caerá. Porque no se sostiene ante la fe; no se sostiene ante la verdad. El muro no se sostiene ante la libertad.

Y me gustaría decir algo, antes de acabar. He leído, y me han preguntado desde que estoy aquí, acerca de ciertas manifestaciones contra mi visita. Y me gustaría decir sólo una cosa a los que se manifiestan. Me pregunto si se han preguntado jamás que si tuvieran el tipo de gobierno que aparentemente desean, nadie podría jamás hacer otra vez lo que ellos hacen.

Gracias, y que Dios os bendiga a todos.

40º aniversario del desembarco en Normandía

(Pointe du Hoc, 1984)

Estamos aquí para conmemorar ese día de la historia en el que los pueblos Aliados se unieron en la batalla para recuperar la libertad de este continente. Durante cuatro largos años, gran parte de Europa estuvo bajo una sombra terrible. Las naciones libres habían caído, los judíos clamaban en los campos, millones gritaban por la liberación. Europa estaba esclavizada, y el mundo rezaba por su rescate. Aquí en Normandía comenzó el rescate. Aquí, los aliados aguantaron y lucharon contra la tiranía en un esfuerzo gigantesco sin igual en la historia humana.

Nos encontramos en un punto de la costa norte de Francia, solitario y azotado por el viento. El aire es suave, pero hace cuarenta años en este momento, el aire estaba denso de humo y gritos de hombres, lleno del golpeteo de los fusiles y el rugido de los cañones. Al amanecer, en la mañana del 6 de Junio de 1944, 225 Rangers saltaron del buque de desembarco británico y corrieron a la base de esos acantilados. Su misión era una de las más difíciles y atrevidas de la invasión: escalar esos escarpados y desolados acantilados y eliminar los cañones enemigos. Los aliados habían recibido información de que algunos de los cañones más poderosos estaban ahí y que serían dirigidos a las playas para detener la invasión aliada.

Los Rangers levantaron la vista y vieron a los soldados enemigos, en el borde de los acantilados disparándoles con ametralladoras y lanzando granadas. Y los Rangers americanos empezaron a escalar. Dispararon escalas de cuerda sobre los acantilados y comenzaron a ascender. Cuando un Ranger caía, otro ocupaba su lugar. Cuando se cortaba una cuerda, un Ranger cogía otra y comenzaba de nuevo el ascenso. Escalaron, devolvieron los disparos, y mantuvieron la posición. Pronto, uno tras otro, los Rangers alcanzaron la cumbre, y tomando el terreno firme sobre esos acantilados, comenzaron a recuperar el continente europeo. Doscientos veinticinco vinieron aquí. Después de dos días de combates sólo noventa podían aún llevar sus armas.

Detrás de mi hay un monumento que simboliza a los arrojados Rangers que se lanzaron sobre la cumbre de estos acantilados. Y detrás de mí están los hombres que les pusieron allí.

Estos son los muchachos de Pointe du Hoc. Estos son los hombres que tomaron los acantilados. Estos son los campeones que ayudaron a liberar un continente. Estos son los héroes que ayudaron a terminar una guerra.

Señores, les miro y pienso en las palabras del poema de Stephen Spender. Sois hombres que en vuestras «vidas luchasteis por la vida... y dejasteis vívido el aire firmado con vuestro honor».

Han pasado cuarenta veranos desde la batalla que luchasteis aquí. Erais jóvenes el día que tomasteis estos acantilados; algunos de vosotros apenas erais más que muchachos, con los más profundos placeres de la vida ante vosotros. Y aun así lo arriesgasteis todo aquí. ¿Por qué? ¿Por qué lo hicisteis? ¿Qué os impulsó a poner a un lado el instinto de supervivencia y arriesgar vuestras vidas para tomar estos acantilados? ¿Qué inspiró a todos los hombres de los ejércitos que se unieron aquí? Os contemplamos, y de algún modo sabemos la respuesta. Era fe, y creencia; era lealtad y amor.

Los hombres de Normandía tenían fe en que lo que hacían era correcto, fe en que luchaban por toda la humanidad, fe en que un Dios justo les concedería clemencia en esta cabeza de playa o en la siguiente. Era el conocimiento profundo –y quiera Dios que no lo hayamos perdido– de que hay una profunda diferencia moral entre el uso de la fuerza para la liberación y el uso de la fuerza para la conquista. Vosotros estabais aquí para liberar, no para conquistar, y así ni vosotros ni esos otros dudasteis de vuestra causa. Y hacíais bien en no dudar.

Todos sabíais que hay cosas por las que merece la pena morir. El país de uno es una causa por la que morir, y la democracia es una causa por la que morir, porque es la forma de gobierno más profundamente honorable que ha creado el hombre. Y todos amabais la libertad. Y todos estabais deseosos de combatir la tiranía, y sabíais que la gente de vuestros países os respaldaba.
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