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A pesar del conservadurismo

El liberalismo conservador fue la gran fórmula que en el Ochocientos permitió en toda Europa el establecimiento del Estado liberal. La combinación de los principios liberales y conservadores dio lugar a un pensamiento nuevo y eficaz, capaz de aprender de la experiencia, algo que ni el liberalismo ni el conservadurismo pudieron por sí solos. Se sobrepuso a la revolución permanente, que, lejos de imponer un régimen estable, creaba conflictos que terminaban en una involución liberal o sentaban en el poder a personajes de menor talla que los destronados. Y dio estabilidad a sociedades que vivían de forma convulsa la caída del Antiguo Régimen y el nacimiento de una nueva era.

Los liberales que quedaron anclados en fórmulas envejecidas tras la experiencia de la Revolución Francesa fueron un lastre para el progreso y la libertad. En la mayor parte de los casos, sostuvieron la necesidad de la revolución como un método para imponer un régimen exclusivo y dar la vuelta completa a la sociedad. Este planteamiento generaba desconcierto social sobre los principios del liberalismo, inestabilidad en los Estados liberales, el crecimiento de los enemigos de la libertad y la imposibilidad de avanzar más deprisa y con paso firme hacia la democracia. Los ejemplos son claros.

En el caso italiano, los liberales formaron a partir de 1870 un bloque para sostener un Reino de Italia construido sobre los principios liberalconservadores. Los liberales que se quedaron al margen se convirtieron en un grupúsculo sin apoyo social, abrazados a una República imposible. Así lo reconoció el antiguo garibaldino Crispi, cuando dijo que la Monarquía era la fórmula que menos separaba a los italianos. En el caso francés, los radicales de la III República, que eran la izquierda liberal, se aliaron con los socialistas y se presentaron como los únicos que defendían los principios republicanos; es decir, como los que tenían en exclusiva el derecho a gobernar el régimen. Y así se derrumbó el mismo, incluso antes de que los alemanes entraran en París en junio de 1940, por el descrédito de los políticos y el largo agotamiento de la sociedad.

En España, el vínculo entre liberalismo y revolución, una vez establecido el Estado liberal, fue una auténtica losa para el progreso. De esto no se dieron cuenta muchos liberales hasta el fracaso del Sexenio Revolucionario, cuando Sagasta, ya en la Restauración, renegó de todo procedimiento revolucionario, dejando ese papel a republicanos y socialistas. A partir de aquí, los españoles imitaron a los franceses: la izquierda liberal y republicana, esa que aún soñaba con la revolución para dar la vuelta a España en todos los órdenes, se alió con los socialistas. Y también pensó en hacer un régimen para su gobierno exclusivo: la República de 1931.

Las excepciones europeas fueron los casos británico y sueco. En el primero se produjo una alianza del Partido Liberal, los whigs, con las trade unions, al menos hasta que en 1900 surgió el Partido Laborista. La diferencia fue que las trade unions no eran revolucionarias, sino unas asociaciones reformistas que buscaban la mejora de las condiciones de vida de sus afiliados. Una vez que éstas se emanciparon, creando el laborismo, el hundimiento del Partido Liberal fue imparable, y la alternancia la protagonizaron fue cosa de laboristas y tories liberalconservadores. En Suecia el proceso fue similar, ya que las asociaciones obreras nacieron ligadas a los grupos liberales, no a internacionales revolucionarias.

¿De dónde procede el gran acierto del liberalismo conservador? De dar una salida liberal al problema de la revolución; es decir, de dejar a un lado la revolución como mecanismo de cambio e introducir el consenso como método para el gobierno de sociedades heterogéneas. En realidad, surgió como reacción a los excesos de los jacobinos en Francia, que contaminaron profundamente la cuestión de la libertad. Pareció entonces que la salida natural a la caída del Antiguo Régimen y el establecimiento de las libertades era el desorden primero y la dictadura después. El régimen de Napoleón se tomó como un correctivo a los excesos revolucionarios, ya que fusionó el cambio social, administrativo y económico con el mantenimiento de los principios monárquicos. Pero en el orden político el régimen napoleónico era una dictadura en la que no existían los principios básicos del Estado liberal; es decir, no había separación de poderes, ni derechos individuales reconocidos y garantizados, ni una Constitución elaborada por representantes elegidos por la nación.

La gestación de liberalismo conservador tuvo lugar, entonces, desde la deriva jacobina de la Revolución Francesa hasta mediados del XIX. A partir de ese momento, las circunstancias de cada país, así como las peculiaridades de los distintos líderes y partidos, dieron unas características propias a cada liberalismo conservador. Sin embargo, pueden señalarse unos elementos comunes. Los liberalconservadoers rechazaban la supremacía de la soberanía nacional por sobre los derechos individuales, la división de poderes o la ley; concebían el Estado como un instrumento al servicio del individuo y de la sociedad, garante del orden y de la libertad, y no como un fin en sí mismo; creían que la religión era un asunto de conciencia y, por tanto, esencial para la virtud cívica, lo que no llevaba obligatoriamente al clericalismo ni a la confesionalidad del Estado; sostuvieron que la virtud cívica debía ser la guía del comportamiento público y privado, lo que en muchos casos se identificaba con el patriotismo liberal. Defendieron la descentralización administrativa y la desconcentración del poder como instrumento para impedir la arbitrariedad del gobernante. Como hijos de su época, hicieron gala de un nacionalismo filosófico y romántico, esencialista, adecuado a la construcción del Estado nacional, que básicamente situaba a la nación como el sujeto permanente desde los albores de la historia de la Humanidad y, por tanto, protagonista en el camino hacia la libertad. En economía, defendieron el proteccionismo y la creación de un mercado nacional, así como el esfuerzo, el mérito y la iniciativa individual. Por último, sostuvieron que la cuestión social se resolvería a través de la eliminación de las trabas legales a las libertades económicas. No fueron dogmáticos, a pesar de lo cual cometieron graves errores en lo que se refiere a la secularización del Estado y la vida pública, la cuestión social y los nacionalismos periféricos o regionales. Estos errores procedieron en gran medida de la parte conservadora, que se convirtió en un lastre para la modernización de un pensamiento que nacía con vocación de adaptación.

El liberalismo conservador francés construyó la III República separándose de la Iglesia Católica y secularizando la sociedad. Esto no supuso el crecimiento del integrismo ni el decaimiento del espíritu religioso en la sociedad francesa. Los liberales de la III República sustituyeron los valores cristianos que hasta entonces constituían el pilar y la mentalidad galas, incluso el vínculo antiguo con el catolicismo, por los principios republicanos y el anclaje histórico del 14 de Julio. En el caso italiano, el Reino se levantó en confrontación con la Santa Sede, la parte superviviente de los Estados Pontificios. La oposición del papa Pío IX y de la Iglesia ayudó a la construcción de un Estado secularizado que, sin embargo, no negaba la fe católica de sus ciudadanos. La religión no se convirtió en Italia en un arma política para la división. Hasta 1919 no apareció un partido confesional, el Partido Popular Italiano, de Luigi Sturzo, conservador e inofensivo.

En España, el liberalismo conservador de Cánovas dio un paso tímido hacia la secularización estableciendo en el artículo 11 de la Constitución de 1876 la confesionalidad del Estado junto a la libertad privada de cultos. La idea de conservar la religión como eje de la virtud cívica en lugar del aprecio a los principios liberales mermó su capacidad de adaptación política y fomentó tanto el integrismo católico como el anticlericalismo. Cánovas sumó la Unión Católica a su Partido Liberal Conservador en 1884 con el ánimo de agrupar a todo el centro derecha y tener una opción fuerte que pudiera enfrentarse al centro izquierda de Sagasta, Posada Herrera y Martos. Dicha integración sólo sirvió para identificar el régimen político con una religión, alimentando así a los enemigos de la libertad de un lado –los tradicionalistas– y del otro –los republicanos y los socialistas–.

Las consecuencias de no haber construido el régimen de la Restauración sobre la secularización del Estado fueron nefastas. Los opositores al régimen sustituyeron en sus discursos la secularización por el anticlericalismo, y el tradicionalismo reforzó su antiliberalismo, contaminando así a la derecha política. De esta manera, cuando se proclamó la República, en 1931, la derecha liberal republicana, la de Alcalá Zamora y Miguel Maura, sólo era un grupúsculo sin base social ni influencia suficiente; y el partido radical de Lerroux fue perdiendo peso ante la agrupación de las fuerzas de la derecha en la CEDA. Pero en la CEDA, salvo grupos y personalidades que realmente deseaban un régimen de libertades, se daban cita sectores integristas y antiliberales que despreciaban el gobierno representativo y que abandonaron en masa el partido en julio de 1936 para pasarse al bando de los sublevados.

Si en la cuestión religiosa la parte conservadora en España demolió un buen proyecto político, en la cuestión social no lo hizo mejor. La inquietud generada por las malas condiciones de vida de los trabajadores fue recogida por las sociedades obreras de tendencia anarquista, socialista o incluso católica, que no sólo mostraban preocupación y capacidad organizativa, sino que ofrecían una salida ante la inacción del Gobierno. La primera legislación social y obrera la hicieron los gobiernos liberalconservadores, pero fue tímida, y tuvo que ser el dictador Primo de Rivera el que la sistematizara en el Código del Trabajo (1926), bajo los auspicios de un católico social, Eduardo Aunós. Es decir, el liberalismo conservador no hizo nada en este aspecto, y se ganó muchos adversarios y enemigos.

Otro grave error fue la actitud ante los nacionalismos periféricos. El heredero de Cánovas, Francisco Silvela, creyó que la renovación del liberalismo conservador, y del régimen, ya en el siglo XX, pasaba por la asunción de ciertas reivindicaciones de los nacionalistas, especialmente de los catalanes. El Partido Liberal Conservador se hizo regeneracionista, incluido Antonio Maura, con lo que asumió implícitamente parte del discurso antiliberal y destructivo de los opositores al régimen. Creyó que la regeneración consistía en dejar parte de la modernización que el país necesitaba en manos de aquellos cuyo objetivo final era la independencia de su nación para construir un Estado, y que querían utilizar las instituciones para crear las condiciones necesarias a tal fin. Los liberalconservadores confiaron en aquellos que basaban su identidad en las supuestas diferencias culturales, históricas, mentales y biológicas que les separaban del resto de españoles. Si el Estado liberal se había basado en una primera centralización, obligatoria para llevar las decisiones gubernamentales reformistas a todos los rincones, ahora se trataba de desmontar ese Estado liberal iniciando un proceso de transferencia de poderes a organismos autónomos regidos por nacionalistas o regionalistas. Algunos pensaron que el nacionalismo se contentaría con tener su propia autonomía administrativa. Se equivocaron.

En definitiva: la fórmula liberalconservadora fue útil para la libertad mientras el peso del conservadurismo no fue determinante. Si bien la parte conservadora había servido para sacar al liberalismo de la senda revolucionaria que impedía la estabilidad de las libertades y el progreso ordenado, fue nefasta para adaptarse a los nuevos problemas –la cuestiones religiosa, social y nacionalista–, cuya confluencia acabó llevando al desastre de la II República, la Guerra Civil y el franquismo. De los aciertos del liberalismo conservador viene el desarrollo del país en todos los órdenes, que a pesar de lo que se suele oír fue muy importante; pero de sus errores a principios del XX proceden la marginación de su nombre y las dificultades del centro derecha español actual para declararse su heredero y tener un anclaje histórico digno.

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