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AUTORES Y GéNEROS

Libros catódicos del corto verano

Una editorial utiliza el término de catódico como reclamo para vender mejor a un autor de su cuadra. Leído el libro —imaginativo, evocador, triste sin remedio, instructivo, con un poquito de mala fe: La última lágrima, de Stefano Benni—, el apelativo sigue su operación de rumia en el cerebro. ¿Por qué llaman catódico a Benni? Desde hace bastantes años ya, catódico quiere decir televisivo, por las excelencias del “tubo catódico” que da ilusión de sueño a la caja tonta.

El primer relato —La última lágrima es un libro de relatos, lo que se adecua al ritmo veraniego de raciones cortas, entre baño y baño o entre siesta y siesta, pero también a la atención inatenta con la que miramos la televisión— refiere una ejecución en directo seguida desde el tresillo familiar por la familia del reo. Benni publicó su cuento en 1994. En este año de 2001, la realidad le ha quitado a Benni el privilegio de imaginar disparates. Una ejecución se ha transmitido en directo —y ¡cuántos problemas plantea el directo! — en Estados Unidos como si fuera un partido de fútbol. Benni no sólo predijo los disparates de la televisión sino que, como era su obligación, se burló también antes que otros de la cultura televisiva.

Hay en el libro un niño que es declarado alumno pésimo porque se niega a consumir su ración diaria de programas y que ignora datos históricos tan esenciales como la fecha de emisión del primer “talk show”. Los concursos, algunos supuestamente culturales, de que se nutre gran parte de la programación de las emisoras de radio y televisión en España y fuera de España tienen un nivel mental muy inferior: esos millonarios que promueve Carlos Sobera, que parece encontrar las preguntas tan raras como sus concursantes, pero que, experto ya, acaba de publicar un libro, “asesorado por lingüistas” sobre los errores más frecuentes del español; esa pregunta sobre qué es un “zeugma” que lanzaba una noche en antena Ramón García (acentuando el palabro en la “u” como quien se sienta en el descansillo de una escalera buscando un piso a oscuras). Hasta la lección tercera o cuarta de Retórica, no es imprescindible conocer el significado de “zeugma”, pero en las primeras competencias de presentador público se debería incluir la de saber leer correctamente.

Lo peor —o lo más divertido, como se quiera— de la cultura catódica es que suele inferirse que, cuando se tiene, puede decirse de ella que eso es todo lo que hay. Benni trata —a su manera— de la comercialización de las librerías en un cuento terrorífico que recuerda al del corazón asesino de Poe, y que podría aplicarse al esfuerzo de “adaptación” comercial que realizan hoy muchas empresas de libros.

Pero “catódico” pasa también, sin más, por sinónimo de moderno. Los pueblos modernos —reflexiona otro cuento divertido— abandonan sus patrimonios por una sesión de karaoke. En esas circunstancias, al moderno moderno le está permitido, por compasión hacia sí mismo, convertirse en terrorista. Benni resuelve un cabreo cultural con el robo vandálico de una escultura. También se inventa a un hacker que, amén de virtual, es virtuoso. También comprueba que la cultura moderna provoca conciencias imprevistas —el kafkiano relato de la metempsícosis de la cigala— y necesidades de orientación tremebundas (el viajante que sacude a un ministro extraplanetario porque parece una cabina de teléfonos).

Hay muchas más cosas en el libro de Benni, pero su lectura nos compensa con sólo que nos ayude a relativizar lo que tenemos (o lo poco que nos va quedando). Desde otra perspectiva infinitamente más repipi nos viene el último libro de artículos de Tom Wolfe. El autor es ese señor vestidito de claro que aparece en la portada toqueteando a un perrito y mirando no hacia sus lectores sino tal vez a un siglo XVIII que le hubiera permitido ir de escritor bonito (aunque, en realidad, tiene más que ver con los escritores costumbristas del XIX y ésa es su gloria y su limitación). Pasemos por alto que los responsables del título (“El periodismo canalla”) español parecen no comprender nada del contenido del libro, publicado en una editorial que carece con frecuencia de criterio.

Wolfe revisa algunos de los clichés de la cultura americana de nuestra era catódica. Divertidos, viniendo de un dandy como él, los párrafos que dedica al atuendo de los nuevos ricos punto.com. Ambivalente su relación hacia los progresos científicos y su fascinación por gente o teorías como la sociobiología de Wilson. Curioso su elogio del progreso, con el que no deja de componer un canto patriótico a sus Estados Unidos, similar al que compuso el año pasado con “A Man in Full”. Algo autodidacta su visión de McLuhan, aunque nos lo hace más humanamente más interesante. Instructivo su redescubrimiento, hoy contra corriente, de Teilhard de Chardin, cuya concepto permite alojar igual de bien la multiconexión Internet y la doctrina teológica de la comunión de los santos. Sus burlas a instituciones reputadas como monumentos en la cultura americana (“The New York Review of Books”, “The New Yorker”) son en parte ajustadas y en parte chismosas. Los catódicos son todos chismosos.
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