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La soledad del antiguo izquierdista

Para mi sorpresa (sorpresa de periodista criada en la era pre-Internet), un artículo mío titulado ‘Por qué mis amigos no quieren revisar sus ideas sobre la guerra civil’, publicado en el número 17 de esta revista, suscitó suficiente interés en algunos lectores como para que hicieran llegar cierto número de mensajes a la playa digital. De entrada, ello reflejaba la importancia que, en nuestro cosmos político, sigue teniendo la historia de la Guerra, la cual, contada a conveniencia, le ha servido de mito legitimador tanto al régimen de Franco como a la izquierda, que aún hoy, por motivos que, en parte, se analizaban en aquel artículo, sigue intensamente aplicada a mantener viva su versión de aquel suceso.

Pero, además, la mayoría de los comentarios[1] mostraban algo que, no por previsible, me resultó menos inesperado: las experiencias que se glosaban en aquel artículo eran compartidas. Otras personas procedentes, como yo, de la izquierda, habían topado con el blindaje con que ésta protege su versión de la guerra civil, y a partir de ahí y de otros encontronazos habían rebobinado la cinta de sus creencias políticas para descubrir que muchas eran falsas, y que la libertad y otros valores que habían defendido, y seguían defendiendo, no eran, en los partidos de izquierda, sino retórica con la que se encubrían las raíces totalitarias de su pensamiento y de su práctica.

Digo que esto era previsible porque, aparte de que hay pocas cosas que le pasen a uno solo, es notorio que personas procedentes de la izquierda han hecho un tránsito crítico por los mitos de la República y la Guerra y otros lugares sagrados de su antigua, o aún presente, familia política. Algunas han dejado y dejan valioso testimonio de ello en libros y artículos, y de hecho mi reflexión se debía a la influencia de la obra histórica de Pío Moa[2].

El "desencantamiento" entre las gentes de izquierda tiene una ya larga historia, y ha ocurrido, por lo general, en oleadas desencadenadas por algún suceso traumático: la experiencia de la República y la guerra civil en muchos intelectuales y políticos españoles, los procesos de Moscú, el descubrimiento de los crímenes de Stalin, las invasiones de Hungría y Checoslovaquia, la evidencia de los crímenes de la generalidad de los regímenes comunistas, la caída del Muro de Berlín o la doblez del discurso felipista.

El 11-S también ha producido algún efecto en ese sentido, pues los ataques a USA hicieron aflorar una corriente que fluía por el fondo de la izquierda desde la constatación del fracaso de la "alternativa" al capitalismo. Una corriente puramente destructiva y, a la postre, suicida, cuyo razonamiento subyacente viene a ser que, como el "sistema" no se puede cambiar, merece ser destruido, y que considera a los Estados Unidos como el causante de todos los males, incluso de los ataques de que es objeto y de la amenaza que el islamofascismo cierne sobre el conjunto del mundo democrático.

Pese a que la corriente "suicida", en cuanto que explicita su "objetivo", es minoritaria, ha encontrado eco en sectores más amplios que, ante la amenaza, han reaccionado adoptando la clásica postura del "apaciguamiento". La movilización contra la guerra de Irak fue, en gran medida, expresión del rechazo a una lucha frontal contra el terrorismo -como la que ha emprendido Estados Unidos-, por miedo a "provocarlo". Allí donde participó activamente en ella, la izquierda moderada se encontró de compañera de viaje de quienes ven en USA al Gran Satán y en cualquier enemigo de USA a un amigo, y no supo, o no quiso, por cálculo político -como en España-, desmarcarse de los que hacían amistad de conveniencia con Sadam Husein o los llamados "resistentes iraquíes".

A la vista de todo ello, algunas gentes de izquierdas decidieron apartarse de la familia, pero fueron los menos[3]. En el nuevo escenario que configuró el 11-S, la mayoría de aquellas desempolvó el viejo mensaje anticapitalista, ya reducido hace tiempo a antiamericano, que estaba maltrecho desde la debacle del socialismo real, y se reagrupó en torno a visiones maniqueas, simples y efectistas, que proporcionan intelectuales como Noam Chomsky[4].

No "ser de"

La izquierda española, debido a la dictadura franquista y también a su magra tradición intelectual, ha transitado por veredas peculiares. La llegada de la democracia fue una sacudida para los que hasta entonces eran de izquierdas, una minoría exigua dentro de la sociedad española, pero a la vez condujo a una sobrevaloración de la izquierda como ideología y opción política, y a su masificación, que fue recogida, principalmente, por el PSOE. Este partido, que apenas había tenido presencia en las filas antifranquistas más activas, debió extraer así su legitimidad del pasado más lejano, y en especial de su protagonismo en la II República y la Guerra

Al poco de la Transición, algunos que habían sido comunistas de una u otra variedad, en buena medida porque era en esos grupos donde se hacía oposición activa –aunque no muy efectiva- a la dictadura, empezaron a revisar unas ideas que habían tenido por verdades incontestables. Posiblemente fueron muy pocos los que cayeron entonces del caballo, pues la ideología de la izquierda ofrece al creyente ventajas morales e intelectuales a las que no se renuncia con facilidad. Incluso muchos de los que, llegada la democracia, optaron por debilitar sus vínculos con la política mantuvieron latentes los dogmas básicos de la que había sido su religión, y se quedaron en una especie de hibernación política que provocaba un estado de permanente depresión de baja intensidad. Otros hicieron en algún momento la reflexión que les había quedado pendiente.

Aquella minoría, que cuando acabó la dictadura podía decir con fundamento que era de izquierdas, en contraste con los que se convirtieron justo entonces, ha evolucionado –los que han evolucionado- por caminos y con ritmos distintos. Algunos hemos desembocado en el liberalismo con variados matices; otros, en la familia conservadora, y no pocos en posiciones híbridas de definición más compleja. En la expresión de un lector de mi artículo, casi todos hemos hecho "viajes individuales", que seguramente, como él dice, son los únicos que merecen la pena. En ese sentido, y en otros, nuestra posición es solitaria. Para empezar, muchos pueden decir que no son de nadie, lo que significa que no se identifican ni con la derecha ni con la izquierda, aunque con frecuencia apoyen a la primera frente a los dislates de la segunda, y la distancia respecto a una y otra tenga motivos y naturaleza diferentes.

En muchos aspectos, ésa es una buena posición. No se trata de una posición equidistante, pero sí prudente, más incluso que la del que rompe su matrimonio y no quiere embarcarse en una nueva relación. Pues el que ha salido de ese trance no decide, por lo general, que "nunca más" lo intentará, mientras que los que han tenido unas creencias políticas y padecieron su resquebrajamiento –aun compensado con el efecto liberador- sí suelen concluir que no hay que casarse con ninguna ideología de pretensiones totalizadoras. Pueden apasionarse en la defensa de ciertas ideas y en el ataque a otras, pero aquella fe absoluta que tuvieron, esa, para la mayoría, ya no volverá. Nos hemos vuelto saludablemente escépticos.

En todas las democracias existe un nutrido grupo de individuos que no "son de" y que pueden apoyar a un partido u otro, incluso de ideología distinta, según el que les ofrezca mayor confianza, dentro de lo que cabe, en tal o cual momento. Es decir, que en condiciones democráticas normales, no son pocos los que en lugar de "ser de", "están con". O más frecuentemente, no están con uno, y por eso apoyan a otro. Y algo de eso puede aplicársenos a los que nos hemos alejado de la izquierda. Pero, en España, el mantenimiento de una posición de ese tipo se complica.

Dos bandos, otra vez

El sector dirigente de nuestra izquierda ha presionado siempre de forma constante y brutal, aunque hábil, hacia la polarización de la expresión política de la sociedad española, valiéndose de la caricaturización de los actores políticos. Le ha interesado mantener en el imaginario colectivo una reproducción de los bandos que libraron la guerra civil, pues de la identificación de su adversario con los golpistas del 36 y la dictadura, y de sí misma con los defensores del régimen republicano, deriva parte sustancial de su legitimidad. Es más, en los últimos años la izquierda ha hecho de la polarización y de la actitud sectaria, que ya había cultivado con éxito en la II República, tácticas esenciales para arribar al poder y mantenerlo, además de como instrumento principal de cohesión y disuasión.

Para ello ha contado con un terreno abonado por su propia tradición, así como por el modo en que metabolizó la derrota de la guerra civil y el fracaso de lo que debía de resarcirla por ello: el derrocamiento de la dictadura. Para la izquierda "de toda la vida", el final tranquilo del franquismo y una Transición auspiciada por sectores del propio régimen crearon una frustración que se sobrepuso a la que había supuesto la derrota en el 39. La llegada al poder de los socialistas en el 82 y sus trece años de gobierno debían haber eliminado ese resentimiento, pero no fue así.

El poso de resentimiento fue agitado de nuevo por el PSOE durante los últimos años del gobierno de González, ante el peligro que para su proyecto de ocupación indefinida del poder ya representaba la derecha. Se instigó entonces el miedo a la derechona, a la vez que se negaba la evidencia de los abusos y tropelías cometidos. En concordancia con ello, la derrota del PSOE en el 96 no condujo a ninguna renovación merecedora de tal nombre, sino al cultivo del resentimiento. La gente de izquierdas reaccionó ante el fracaso con los tics que proceden de su matriz totalitaria: la creencia en que ella, y sólo ella, representa al "pueblo", y posee la Razón y la Verdad. Matriz de la que nace también la justificación de sus abusos de poder, que no ve como tales: el fin (que gobierne el "pueblo", o sea, ellos) justifica los medios (todo vale).

La mayoría absoluta del PP en el 2000 tampoco hizo tambalearse esa convicción de hiperlegitimidad. Los éxitos de la gestión del gobierno de la derecha no fueron aceptados: no podía ser cierto que la derecha lo hiciera mejor que la izquierda, así que se negó, de nuevo, la evidencia. Hubo un breve interregno representado por el Zapatero de la "oposición tranquila", pero esa era una opción insegura y rentable sólo a largo plazo.

Después de que en las elecciones autónomas vascas del 2001 el frente constitucionalista PP-PSE no lograra desbancar al PNV, la dirección del PSOE repudió la opción "tranquila" y decidió jugar la carta de la polarización hasta el final: reagrupar a la base izquierdista de toda la vida, apelar al resentimiento acumulado, echarse a la calle, aliarse con los enemigos del enemigo, en especial, los nacionalismos periféricos, y hacer del PP la bestia negra culpable de todos los males.

El desentierro de muertos de la Guerra (sólo los de un bando), la campaña contra la "amnesia" que supuestamente hubo en la Transición, las condenas del franquismo se propulsaron al primer plano de la escena, porque coadyuvaban a la recreación de la bestia. El PP debía convertirse en un Frankenstein que horrorizara tanto a la izquierda de siempre como al advenedizo. La bestia fue engordada a conciencia. Ya sabía de esto el que después de la Transición dijo aquello de "contra Franco luchábamos mejor". Muerto Franco, hubo que inventarlo, y fue el PP.

Fascista el que no bote

La "bestia" tiene los rasgos de una caricatura sacada del baúl de la España negra. Tras remozarla un poco, la izquierda se la ha endosado a su adversario, al tiempo que ha divulgado de sí misma la contraria: a la derecha, todos los vicios y defectos, a la izquierda, todas las virtudes.

El truco de la caricatura facilita el combate político. No es preciso desmontar tal o cual propuesta; basta decir que esa medida es "de derechas", reaccionaria, o antidemocrática. Eso tampoco hay que demostrarlo: si sus autores son reaccionarios y "genéticamente" antidemocráticos, la propuesta también lo será. Este sofisma ha sustanciado muchos argumentos de la oposición en el parlamento durante los años de gobierno del PP. Así como múltiples protestas contra ésta o aquélla ley o reforma. Por no hablar de las cogitaciones políticas de personajes de la cultura afectos al sentir, y al poder, que en su campo es mucho, de la factoría propagandística del PSOE.

Cabe recordar el hecho insólito de que el principal partido de la izquierda hiciera campaña electoral criticando al adversario por "ser de derechas". "¡Éste ha sido el gobierno más de derechas que hemos tenido!", clamaba José Luis Rodríguez Zapatero durante la campaña de 2004. Lo normal en una democracia es que haya partidos de derechas y de izquierdas. Pero en España no es normal ser de derechas. Más exactamente: no es "normal" no ser de izquierdas.

La caricatura de la derecha, el espantapájaros, como dice Germán Yanke[5], ha adquirido consistencia. Votar a la derecha, y no digamos ser de derechas, se ha convertido en algo vergonzante, lo que explica en muchos casos las disparidades entre las encuestas preelectorales y la realidad: el "voto oculto" suele ser de derechas.

En un país en el que la mayoría de los electores votó en dos elecciones generales a la derecha, y donde aún en las especiales condiciones del 2004 hubo más de nueve millones y medio de votantes del PP, casi nadie se considera "de derechas"[6]. Cabe deducir de ello que muchas personas no quieren identificarse con "la marca". Se da así la paradoja de que millones votan a un partido cuya identidad ideológica goza de general descrédito.

Tanto es así que la propia derecha se etiqueta de centro, mientras la izquierda se enorgullece de nombrarse como tal. La derecha, en la medida en que camufla su propia identidad, contribuye a fortalecer la distorsión de que es objeto. Es posible que mientras no tenga los redaños, y disponga los medios, para defender su ideología y su identidad vaya a sufrir fracasos tan amargos como el de 2004.

Con regularidad, comentaristas e intelectuales de izquierdas se lamentan de que en España carezcamos de esa "derecha civilizada" que tienen otros países. Quiere decirse que los "progresistas" españoles aceptan que deben existir adversarios de derechas, tal vez porque es un trago necesario, pero dejan claro que nuestra derecha no pertenece a aquella categoría. La nuestra, vienen a decir, no ha salido de los riscos desde los que se combatía ferozmente a los exquisitos musulmanes, ni de los sótanos de la Inquisición. Bromas aparte, el caso es que si no tenemos una derecha comme il faut, el abanico político español se dibuja así: la sagrada familia de la izquierda, los respetables nacionalistas, que aun en el caso de que sean de derechas sí son "civilizados", y una derecha protofascista y eternamente franquista.

Como ejemplo y ejemplares de la "derecha civilizada" suele presentarse a figuras cuyo mérito principal es que odian al PP y son "amigos" de la izquierda. La derecha "buena" es la que se "ajunta" con la izquierda, y sobre todo la que lo hace para atacar al partido que le disputa el poder[7].

En la medida en que la izquierda logra la polarización y la aceptación de la caricatura del adversario, más posibilidades tiene de cohesionar a su tribu y de disuadir a los vacilantes y al propio adversario, que se amedrentará. Tiende así a crear un ambiente similar al que había en aquellas manifestaciones de los años crepusculares del franquismo en las que un grupito empezaba a gritar: "¡Un bote, dos botes, fascista el que no bote!". Y, naturalmente, todo el mundo botaba. Pero aquello era una broma, al lado de lo de hoy.

Los apestados

Para los disidentes de la izquierda o aquellos que definitivamente la han abandonado, no es ese el mejor patio para salir a la palestra. La situación en la que se encuentran queda bien reflejada en un mensaje que me envió, al poco de comenzar yo a colaborar en Libertad Digital, un amigo que escribe también allí, Fernando Serra. En aquel mensaje me felicitaba, pero añadía: "Aunque no sé si es más para felicitarte o para compadecerte, porque los que nos hemos salido de la izquierda nos convertimos en algo así como unos apestados".

La situación recuerda, en ocasiones, a la que padecieron, en los años de poderío soviético y pujanza de los partidos comunistas, los pocos que se atrevieron a denunciar los crímenes del comunismo. Como entonces, los que "son de" izquierdas pagan hoy a los "traidores" arrojándolos a los abismos de la derecha maléfica. En el artículo aquel citaba algunos de los epítetos que se le han dedicado a Moa. Sólo algunos, pues la lista sería demasiado larga y poco entretenida. No se han inventado nuevos insultos políticos desde los alegres tiempos de la Komintern. Como entonces, intelectuales que "son de" o "están con" hacen el trabajo sucio de descalificar y desprestigiar a aquellos que refutan las "verdades del partido".

También intelectuales como Fernando Savater y Gustavo Bueno, pese a que siguen considerándose de izquierdas, han sido el blanco de las iras de quienes ofician de guardianes de las esencias, por sus posiciones respecto del terrorismo, el nacionalismo, la Constitución o la unidad de España. El principal "argumento" que se ha empleado contra ellos es que "apoyan al PP" en algunos de esos asuntos[8]. Su "delito", pues, es coincidir con la derecha. Su pecado consiste en que emborronan la nítida línea de separación que se quiere trazar entre izquierda y derecha: su coincidencia con la derecha en ciertos puntos le hace perder "maldad" a aquélla.

El procedimiento se utiliza igualmente en el día a día. Los amigos o conocidos del que critica a la izquierda y coincide con la derecha en algo se encargan de transmitirle que está cayendo en la ignominia: "Pero, ¿cómo? ¡Te estás volviendo facha!".Y cuando pone en duda o niega la versión "oficial" de la guerra civil, esa simplificación se transforma en esta otra: "Estás defendiendo el golpe militar del 36".

Entre los comentarios de los lectores a mi artículo había algunos de ese tipo. "Si lo que quiere decir usted es que la victoria de Franco era la mejor de las opciones (o un mal menor) dígalo abiertamente, me parecería lo más honesto", decía uno de ellos. "Si (decir que) la legalidad republicana ya estaba muerta en 1936 no significa defender el golpe del 18 de julio, ¿qué alternativa ofrece entonces Losada? ¿Defienden o no defienden Losada y esta web derechista aquel golpe de estado?", inquiría otro.

Requeriría un artículo responder debidamente a estas preguntas, pero lo esencial para el caso que ahora me ocupa es que, ante el cuestionamiento de la visión de "buenos" y "malos" que la izquierda ha dado de la Guerra, no se intente desmontarlo argumentadamente, sino que se insista en dicha visión. Lo que quieren saber estas personas no es más que una cosa: ¿con qué bando está usted? Cuestión harto complicada, ya en la época, para muchos españoles, que se vieron arrojados a esa disyuntiva tras un proceso en el que a la izquierda le cupo, al menos, tanta responsabilidad como a la derecha. Es justamente esa parte de responsabilidad la que aún hoy se niegan a reconocer. Y es esa negativa la que lastra todavía a la izquierda y, por ende, a la democracia española, al perpetuar la caricatura de los bandos.

Prietas las filas

La ferocidad con que se ataca al disidente de la izquierda es un indicio del peligro que representa para la imagen y la cohesión del grupo. Su peligrosidad tiene que ver con su credibilidad: es lógico asumir que el que ha estado "dentro" sabe de lo que habla. Pero también tiene que ver con su eficacia crítica: al haber tenido que revisar sus posiciones, el ex izquierdista pone el dedo en la llaga con más certitud.

En un ensayo escrito en 1950, el historiador marxista Isaac Deutscher[9] cuenta que el ex comunista Ignazio Silone le había dicho una vez en broma a Togliatti, el líder comunista italiano: "La lucha final será entre los comunistas y los ex comunistas". Deutscher reconoce que había en ello una gota de "amarga verdad", pero desecha el argumento de que el renegado "sabe de qué se trata". En su opinión, sucede lo contrario. El "renegado" está dominado por un "emocionalismo irracional" y un sentimiento de culpabilidad e incertidumbre tales que se vuelve un anti-comunista visceral y frenético. Su juicio estará alterado por esa emotividad, y carecerá, por tanto, de valor.

El argumento de Deutscher es más inteligente que el que suelen utilizar hoy en España los polemistas de la izquierda contra los que se han apartado de la grey y no se callan. La recomendación que el historiador hacía a los ex comunistas era que se limitaran a ser observadores imparciales. Requería así de los "ex" una "imparcialidad" que no les exigía a los que siguieran dentro de la "iglesia". En realidad, la imparcialidad que pedía es una no beligerancia contra sus antiguas creencias. El ex comunista debe quedarse como penitencia en un purgatorio político, tal vez, para siempre, y sin saber muy bien por qué debe penar: si por haber sido comunista o por haber dejado de serlo.

La descalificación de los "renegados" y el desprecio por los "arrepentidos" es una táctica defensiva de gran valor para el mantenimiento de la identidad y cohesión de un grupo. El temor a verse tratados de fachas o reaccionarios, o a ser tildados "de derechas", contribuye a mantener prietas las filas. Ahora bien, por una cohesión así lograda se paga un precio. Se basa en el miedo al "infierno", y el temor a ser condenado no anima a ahondar en la crítica, sino a apartar la idea de que puede haber errores, que es el preludio necesario para buscarlos. Por ello, en la izquierda abunda el que, por miedo a quedarse a la intemperie, cual bolsa de basura destinada al vertedero derechista, aplasta el germen de la conciencia crítica antes de que ésta pueda sacar algún tenue y descocado brotecillo.

El resultado de esta sumisión a los dogmas del grupo es una pobreza clamorosa en la producción intelectual. En España la izquierda ha podido vivir de las rentas, lo cual le ha facilitado las cosas, pero también la ha fosilizado. Hay, no obstante, algunas excepciones, pero la presión del grupo es tal que las pocas voces discordantes suelen compensar sus críticas con otras más radicales a la derecha. Para evitar que los arrojen sin más al vertedero deben dejar claro que siguen pensando que "el otro" es mucho peor.

El complejo

La izquierda española, aunque fraccionada en diversos partidos, se presenta como un grupo claramente marcado por una identidad común, de cuya superioridad están convencidos todos sus miembros. No es difícil, por ello, que los que simpatizan con partidos de izquierda minoritarios cedan sus votos, en un momento dado, al PSOE, como ocurrió en las elecciones generales del 2004. Por el contrario, los conservadores españoles, pese a disponer de un solo partido, carecen de esa cohesión ideológica y sus filas son más variadas y porosas. La desideologización del PP quizá le reporta algunas ventajas a la hora de cosechar votos del amplio sector del electorado que se considera "de centro". Pero con ello se pliega a la caricatura, y queda inerme ante el embate de la propaganda de sus adversarios.

En el terreno del debate ideológico la derecha actúa aceptando el terreno marcado por la izquierda: inclinándose de facto ante la superioridad moral que exhibe ésta. Aunque los dirigentes del PP suelen decir que no tienen complejos, lo cierto es que su partido no ha sido capaz de dar una imagen que pueda competir con la hiperlegitimada que presenta la izquierda.

La derecha española no explica ni defiende sus ideas de fondo y sus principios, hasta el punto de que parece no tenerlos, limitándose a presentarse como "buena gestora". Huyendo de la batalla de las ideas, se refugia en el pragmatismo. Es éste un defecto que le viene de antiguo. Figuras de la derecha en la II República, como Romanones o Alcalá Zamora, lo que más temían era que les llamaran "reaccionarios".

Dejado el campo de las ideas y los valores a la izquierda, la derecha se sube, en multitud de asuntos polémicos, al carro del discurso dominante, que es el que conocemos por "progresista". El PP no ha proyectado un discurso ideológico alternativo al de la izquierda y no ha sabido encadenar sus propuestas políticas a argumentos de fondo. No es de extrañar que la opinión pública fácilmente le dé la espalda.

Los solitarios

Entre una derecha con complejo de inferioridad y una izquierda con complejo de superioridad, los ex izquierdistas no lo tienen fácil: unos desconfían de ellos y otros van a por ellos. Su posición es ciertamente incómoda, pero dada la esclerosis que atenaza al pensamiento partidario son ellos, junto a otros independientes, los que crean un espacio crítico que desafía la polarización rampante y la consiguiente esterilización de la vida intelectual y política española. Situación de la que la izquierda tiene responsabilidad por atizarla y la derecha por renunciar a combatirla.

Una preocupante "anormalidad" de la democracia española nace del hecho de que la izquierda niegue de facto la legitimidad de la derecha para gobernar. O lo que es lo mismo: que un sector de la sociedad crea que sólo hay democracia cuando gobiernan los suyos, versión actualizada de aquel: "la República para los republicanos". Este recurrente juego de la izquierda conduce a reeditar una y otra vez la división en bandos de la guerra, así como a justificar el recurso a la "ley" de la calle –terreno exclusivo de la izquierda- frente a los representantes elegidos, cuando la mayoría de éstos no son de su gusto. La idea de que la derecha nunca es auténticamente democrática, justifica, en definitiva, que se salten las reglas del juego, como ocurrió en las jornadas entre la masacre del 11-M y las elecciones del 14-M.

La democracia española no estará verdaderamente consolidada mientras los partidos y los simpatizantes de la izquierda no acepten que la derecha representa a una parte de la sociedad y tiene tantos títulos para gobernar, y tanto (o tan poco) pedigrí democrático como la propia izquierda. En otras palabras, no habrá una democracia normal y "civilizada" mientras la izquierda no haga su propia Transición. De momento, nada indica que en su seno exista no ya la voluntad, sino la conciencia de que deben hacerla. Al contrario. Tras haber atizado al máximo la histeria anti-PP para desbancarlo del poder, todo apunta a que el PSOE echará más leña a ese fuego a fin de laminar al único adversario que puede desafiar su hegemonía.

En este escenario, en el que se librará, por cierto, la batalla política por el mantenimiento o la desmembración de España, va a ser más difícil que nunca hacer "viajes" intelectuales al margen de la gran agencia ideológica que cuasi monopoliza el pensamiento en este país. No obstante, siempre habrá solitarios que lo intenten. Tal vez a ellos, como me ocurrió a mí, les infundan ánimo estas palabras que escribió Unamuno: "Ponte en marcha, solo. Todos los demás solitarios irán a tu lado aunque no los veas".[10]



[1] Remito a la página web de La Ilustración Liberal; al número 17, donde, junto al artículo citado, pueden leerse los comentarios de los lectores. Quiero agradecerles su interés, y las ideas que en sus mensajes transmitían. También a los que criticaban el texto. Como decía Camilo J. Cela en el Prólogo a Mrs. Caldwell habla con su hijo: "Nunca agradeceré bastante a mis enemigos la cantidad de sugerencias que me brindan, a pesar de su escasa imaginación".

[2] Pío Moa es autor de una trilogía sobre la guerra civil y otros libros sobre el mismo tema que le han hecho objeto de innúmeros ataques por parte de quienes mantienen la versión favorable a la izquierda de aquel suceso. Acerca de las últimas diatribas contra él, véanse los artículos del propio Moa ‘Un gran hombre’ y ‘El espíritu de la checa’, publicados en Libertad Digital.

[3] Entre ellos, el periodista y escritor Christopher Hitchens, que hizo visible su ruptura con la izquierda al dejar la revista The Nation por discrepancias con la interpretación del 11-S y sus consecuencias. Hitchens también se ha posicionado contra el grueso de la izquierda en relación con la guerra de Irak. Véase una entrevista con él en el periódico digital Frontpage Magazine.

[4] Después del 11-S, Chosmky, que había quedado desprestigiado por su apoyo a regímenes como el de los Jemeres Rojos de Camboya, ha vuelto a la palestra convertido en el gran gurú de la corriente "antisistema". Un análisis detallado de este fenómeno, en The Anti Chomsky Reader, Peter Collier y David Horowitz (ed.), San Francisco (EEUU), Encounter Books, 2004.

[5] En su libro Ser de derechas. Manifiesto contra una leyenda negra, Germán Yanke señala algunos de los rasgos con que se adorna a la derecha en la caricatura actual: antidemocrática, dogmática, dictatorial, machista, insolidaria, violenta. Y dice también: "Comprendo que para algunos resulte más fácil combatir este espantapájaros que la ideología de la derecha y sus fundamentos intelectuales, pero ese consuelo no borra lo grotesco y mezquino del procedimiento" (Ser de derechas, Temas de Hoy, 2004).

[6] Según las encuestas del CIS, sólo una minoría de los españoles se consideran a sí mismos de derechas, mientras que la mayoría se declara de centro y de centro-izquierda. El número de los que se declaran de izquierda neta es notablemente superior al de los que se definen como de derecha neta.

[7] Un manifiesto de la Asamblea de Intervención Democrática, creada por escritores, cineastas y otros antes de las elecciones del 14 de marzo de 2004, concluía, tras una diatriba contra el PP: "España sigue necesitando una o varias fuerzas de derecha, pero deben tener cultura democrática, hacia dentro y hacia fuera". Recomendable el comentario que hacía del texto el periodista Arcadi Espada, en su blog, el día 10 de marzo de 2004.

[8] En una tribuna en El País (febrero de 2004) titulada ‘Goodbye ETA’, Juan Aranzadi hacía una comparación entre la España de 1981 y la de ahora, "sorprendiéndose", entre otras cosas, de que "dos filósofos, antes en las antípodas ideológicas y radicalmente enfrentados, el ácrata Fernando Savater y el comunista Gustavo Bueno, coinciden ahora en la defensa del PP y en presentar la unidad de España como la última utopía".

[9] En Herejes y renegados, Isaac Deutscher, Ediciones Ariel, 1970.

[10] Miguel de Unamuno, ‘El sepulcro de Don Quijote’; en Vida de Don Quijote y Sancho.

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