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¿Trato hecho? El desastroso legado iraní de Barack Obama

Todas las Administraciones son cortas de miras. Incluso las personas más brillantes y reflexivas pueden desarrollar visión de túnel cuando se unen a las burocráticas filas del Consejo de Seguridad Nacional y del Departamento de Estado, donde se despacha una crisis por minuto. Cuando el presidente se obsesiona con un asunto, como Barack Obama con el Plan de Acción Integral Conjunto, él y sus asesores tienden a apreciar menos las posibles consecuencias indeseadas de sus actos. Por supuesto, con un presidente que ha sido tan discordante con gran parte de la política exterior estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial, es difícil separar las consecuencias deseadas de las indeseadas. Dada la cantidad de personas inteligentes en Washington que han apoyado el acuerdo nuclear, que no están ciegas ante la nefasta conducta de Irán y no quieren lastrar a Washington en Oriente Medio, es posible que el presidente, como muchos otros, no fuera capaz de ver cómo se circunscribiría el acuerdo a la acción estadounidense. Pero, sin duda, ahora está claro que si el próximo presidente pretende restablecer la primacía estadounidense en el extranjero, o simplemente recuperar cierta capacidad de coacción sobre los adversarios en Oriente Medio, él o ella tendrán que estar preparados para ver a los iraníes abandonar el acuerdo nuclear. Derrotar al Estado Islámico es probablemente imposible mientras Washington sea rehén del acuerdo. Por desagradable que sea aceptarlo, ahora sólo hay un candidato a la presidencia que podría abandonar el logro definitorio de Obama en política exterior, desafiar las ambiciones regionales de la República Islámica y destruir el califato de Abu Bakr al Bagdadí: la exsecretaria de Estado Hillary Clinton.

Aunque el presidente Obama y el secretario de Estado, John Kerry, se apresuren a negarlo, el acuerdo nuclear ya se ha convertido en una camisa de fuerza. Sólo hay que observar los torpes titubeos para responder a los planes rusos de vender al régimen clerical aviones de combate y cazabombarderos modernos, que vulneran el acuerdo y burlan los plazos para la venta de armas convencionales que quedaron al margen en las negociaciones nucleares.

Y observemos las sanciones menores impuestas a Teherán por sus últimas pruebas con misiles balísticos, que cuestionan la credibilidad de las restricciones temporales del acuerdo a lasambiciones atómicas de los mulás. Anteriormente había existido una prohibición general de investigar con misiles con capacidad nuclear, bajo la Resolución 1929 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas: "Irán no deberá llevar a cabo actividad alguna relacionada con misiles balísticos capaces de transportar armas nucleares, incluidos los lanzamientos que utilicen tecnología de misiles balísticos". Ese redactado se cambió en la Resolución 2231, que ejecutaba el Plan de Acción Integral Conjunto: "Se exhorta a Irán a que no emprenda ninguna actividad relacionada con los misiles balísticos diseñados para poder ser vectores de armas nucleares". Kerry y el embajador Stephen Mull, el principal coordinador para aplicar el acuerdo, o bien estaban delirando o bien faltando a la verdad cuando le dijeron al Congreso que la Resolución 2231 restringía claramente la capacidad legal de Teherán para lanzar misiles balísticos de largo alcance. La Casa Blanca trató de dar la vuelta a su respuesta a las pruebas –sanciones menores contra individuos y empresas en redes de suministro fácilmente reemplazables– para hacerla parecer una grave penalización a Irán por seguir desarrollando misiles, algo que el líder supremo de la República Islámica, Alí Jamenei, ha declarado ajeno a la supervisión de la ONU.

Consideremos, pues, la diligente ambivalencia respecto a la ampliación de la Ley de Sanciones a Irán de 1996, que apuntala la más severa Ley Integral de Sanciones, Rendición de Cuentas y Desinversión contra Irán de 2010, que expira a finales de este año. Ampliación no significa aplicación: permitiría al presidente amenazar con sanciones (fácilmente reversibles) contra el sector energético de Irán, en concreto, el vital flujo de inversión extranjera en la industria petrolera y de gas natural. La Administración ha urgido al Congreso a postergarla, obviamente preocupado por que una ampliación pudiera molestar gravemente a los mulás. Pero ha habido indicios de que apoyará más tarde su renovación, con la esperanza de desviar el apoyo demócrata de la iniciativa bipartidista para la ampliación, lo que permitiría al Congreso aprobar nuevas sanciones contra el régimen clerical por persistir en el desarrollo de misiles balísticos, las violaciones de los derechos humanos y la financiación de los terroristas. Si la Administración es ahora tan reacia a exhibir algo de fuerza, hay pocas razones para creer que, a medida que progrese el acuerdo, Obama vaya a inclinarse más por ponerse duro con Irán. Al final podría optar por un veto a la ampliación, con el fin de no armar legislativamente a su sucesor, que podría no compartir su esperanza en que el comercio vaya a moderar a los mulás.

Tal vez resulte más elocuente observar la contenida retórica de Washington acerca de las acciones de la República Islámica en Siria. El presidente y sus ayudantes son más duros con Vladímir Putin que con Jamenei, aunque las aportaciones de Irán, tanto militares como económicas, al dictador sirio Bashar al Asad hayan sido mayores que las de Rusia. Cientos de miles de sirios suníes han sido asesinados en los últimos cinco años y millones se han quedado sin hogar, desplazados y empujados hacia Europa, y es el régimen clerical, y no Rusia, el principal facilitador de este espectáculo terrorífico.

La agresividad iraní

Si el acuerdo se mantiene más allá de la presidencia de Obama, no habría ningún intento significativo de hacer retroceder a Asad por parte de Estados Unidos y Europa. Cualquier iniciativa militar seria para ayudar a la oposición siria pondría forzosamente en el objetivo a los iraníes y a los rusos, que se han convertido en piezas esenciales de la fuerza militar de Asad. La reciente decisión de Putin de retirar parte de sus fuerzas no cambia este cálculo. Los aviones rusos siguen bombardeando objetivos sirios, y Moscú mantiene bases navales y aéreas en Siria, para que cualquier avión o helicóptero retirado pueda ser rápidamente enviado de nuevo al territorio. Si Estados Unidos decidiese vigilar el eje Asad-Irán-Rusia, sobre todo respaldando militarmente la creación de un puerto seguro en Siria (antes, y quizá todavía, la estrategia preferida por Clinton para Siria), desafiaría la insistencia de Irán en la supervivencia del régimen chií alauí.

Washington también podría entrar en conflicto con Teherán si Estados Unidos reuniese y comandase una gran fuerza árabe suní en Irak capaz de hacer retroceder al Estado Islámico. El auge del grupo yihadista suní wahabí ha provocado que los árabes iraquíes chiíes, que han tenido unas relaciones largas, tensas y a veces desagradables con los iraníes chiíes, sean mucho más dependientes de Teherán. Irán tiene un interés estratégico en evitar la estabilidad iraquí y cualquier acuerdo político suní chií-allí en el país vecino.

¿Intentaría una Administración estadounidense contrarrestar en serio al régimen clerical y, al mismo tiempo, enriquecerlo mediante un acceso sin restricciones a los mercados económicos y comerciales de Occidente y Asia? ¿Toleraría el Congreso esa contradicción? Se formaría rápidamente una mayoría congresual, a prueba de veto, a favor de reimponer sanciones paralizantes si empezaran a morir soldados estadounidenses en Irak o Siria por las maquinaciones de Irán, lo que no es en absoluto improbable si Washington desplegara un número significativo de tropas; el régimen clerical ya había tomado como objetivo a los soldados estadounidenses en Irak antes de 2011, mediante dispositivos explosivos de fabricación iraní, milicias entrenadas por Irán y brigadas de ataque. Y si, por la razón que sea, se impone una serie de sanciones significativas y unilaterales a Irán, la probabilidad de que Jamenei –al que obviamente no le gustaba la idea de hacer cualquier tipo de concesión a los occidentales durante las negociaciones nucleares– abandone el acuerdo es muy alta. Podría hacerlo con una considerable indulgencia europea, en vista de cómo el acuerdo ha abierto el apetito comercial europeo.

Los halcones demócratas, que podrían volver al candelero si Hillary Clinton ganase la presidencia, podrían querer creer que pueden mantener el acuerdo atómico y detener el sangriento caos esparcido en Siria. No parecen encantados con el argumento progresista de que Siria es un atolladero para Rusia e Irán y que por lo tanto no es necesaria ninguna intervención estadounidense. Al menos públicamente, no han expresado la postura, más o menos defendida por el candidato a la presidencia Donald Trump, de que Asad ha logrado situarse, a base de matanzas, en una posición moral y estratégicamente superior: su régimen y sus facilitadores iraníes y rusos son preferibles a los rebeldes sirios suníes, infectados de yihadismo.

Sin embargo, cualquier esperanza de que un presidente más agresivo con una retórica más durapueda manejar la situación siria se estrellará contra la pura realidad de que Asad, Irán y Rusia no han demostrado que estén perdiendo la voluntad de luchar. Como mínimo, es indudable que los iraníes quieren mantener el caos en Siria, pues significa la dependencia del régimen de Asad de Teherán y de las milicias sirias que han formado los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria, dependencia que seguirá creciendo y que da una mayor influencia a Teherán en el campo de batalla y en la política sirios. El paralelismo con Irak es obvio: el caos también redunda en favor de Irán.

Ken Pollack, analista bastante riguroso de Oriente Medio, escribió recientemente un informe especial, a cargo de la secretaria de Estado de Bill Clinton, Madeleine Albright, y el asesor sobre seguridad nacional de George W. Bush, Stephen Hadley, en el que se sugiere que Irán podría sentarse formalmente a la mesa de negociaciones si Estados Unidos y sus aliados europeos dedicaran "mucha más energía y recursos occidentales a formar un ejército de oposición más sólido, capaz de dominar los campos de batalla sirios", lo que incluiría "asesores estadounidenses y fuego de apoyo". Sostiene que, cuando Estados Unidos pareció ponerse serio sobre Siria, antes de que Obama ignorara sus propias líneas rojas relativas al uso de armas químicas por parte de Asad, los iraníes "telegrafiaron rápidamente diciendo que con mucho gusto abandonarían a Asad, siempre que los intereses de los alauíes estuviesen debidamente representados en cualquier acuerdo político futuro". Pero Pollack subestima la tenacidad iraní y el nuevo alineamiento sectario en la región.

Una buena regla para Oriente Medio, absolutamente crucial respecto a la República Islámica, es que los emisarios privados que lanzan mensajes que contradicen posturas públicas declaradas enérgicamente deben ser considerados con la mayor de las sospechas. Es posible que, en ciertas situaciones desesperadas, se pueda transgredir temporalmente una ideología muy arraigada (durante los últimos tiempos de la guerra entre Irán e Irak, el ayatolá Ruholá Jomeini aprobó el intercambio de misiles por rehenes con EEUU), pero los registros escritos son siempre la mejor guía sobre qué podrían llegar a aceptar hombres de profunda fe. Y los comentarios públicos no proveen prácticamente ninguna prueba de que el régimen clerical estuviese dispuesto a abandonar a Asad. Teherán ha hecho una enorme inversión en su régimen, superando, según el difunto general de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Hosein Hamadani, una considerable resistencia del propio Asad y del Ejército sirio, controlado por los alauíes, a la creación demilicias del tipo de la libanesa Hezbolá. Asad y sus leales apuestan al máximo por las tácticas y la metodología iraníes.

El régimen clerical es muy consciente de que la familia Asad construyó la dictadura chií alauí desde cero a lo largo de cinco décadas. Es sensato suponer que Jamenei teme profundamente que, si cae la cúspide de la pirámide de poder siria, todo se derrumbe. Las bajas de la Guardia Revolucionaria son relativamente pequeñas en Siria. Los Cuerpos tienen unos 125.000 soldados; en Siria han sido desplegados, según Alí Alfoneh y Michael Eisenstadt, hasta 3.000, aunque es posible que hoy sólo queden algunos cientos allí. Incluso aunque el régimen estuviera mintiendo respecto al número de muertes en Siria (más o menos 350), es poco probable que esa cifra frenara a los líderes iraníes, especialmente a los líderes de los Cuerpos, que se enorgullecen de ser el amor al martirio de los Guardias y que no han tenido ocasión de demostrar su valía desde el fin de la guerra entre Irán e Irak, en 1988. Cuando el Congreso estuvo debatiendo los méritos del recién concluido Plan de Acción Integral Conjunto el pasado verano, la Administración estuvo vendiendo a los periodistas la idea de que Irán se estaba cansando de su compromiso con Siria y que quizá buscaba una salida. En realidad, Teherán estaba preparando una escalada coordinándose con la intervención militar de Rusia en septiembre. La Casa Blanca y el Departamento de Estado probablemente no estaban engañándoles; sólo estaban proyectando su propia intolerancia a las bajas en combate.

El acuerdo nuclear ha ayudado a aliviar parte de los problemas financieros de Teherán ocasionados por su intervención en Siria, Irak y el Yemen, pero aún no ha llegado la bonanza, lo que, como era de prever, reforzó la inversión de la Administración Obama en el futuro de Ruhaní y sus reticencias a hacer cualquier cosa que pudiera poner en peligro la reelección del iraní el próximo año. La justificación general del acuerdo –que reforzaría a los moderados en Irán– obliga a Obama a llevarse bien con Ruhaní y a suavizar aún más las sanciones. Determinar quién es de lalínea dura y quién es moderado, y no digamos averiguar cómo apoyar al segundo frente al primero, no ha sido históricamente el fuerte de los estadounidenses. La Administración ha tratado de simplificar el análisis: cualquiera que apoye el acuerdo nuclear es moderado, y el que no lo apoye no lo es. Aunque la Casa Blanca lo niega, es casi seguro que la Administración está tratando de averiguar un medio de permitir a los iraníes un acceso indirecto a las transacciones en dólares americanos, aunque dicho acceso no está explícitamente permitido por el Plan de Acción Integral Conjunto. Con una sorprendente cortedad de miras, Ruhaní y su ministro de Exteriores, Mohamed Javad Zarif, no exigieron esta concesión antes de cerrar el acuerdo. La supervivencia de Ruhaní prima ahora sobre las sanciones estadounidenses bipartidistas impuestas contra la financiación del terrorismo por parte de los mulás, las violaciones de los derechos humanos, el narcotráfico, el blanqueo de dinero, etc. La Administración teme que, si Ruhaní no logra ser reelegido, el acuerdo nuclear pueda fracasar.

Los conservadores podrían, ahora con energías renovadas, denunciar que el acuerdo, poniendo en riesgo la integridad nacional e islámica de Irán, no produce los cientos de miles de millones de dólares prometidos por Ruhaní.

Valorar el acuerdo nuclear por encima de todas las demás consideraciones sobre Oriente Medio hará sin duda que el sucesor de Obama sea más reacio a ver cualquier otro acto ruin de Irán de tipo no nuclear con una mirada más crítica y proclive a las sanciones. Si los iraníes se mantienen firmes con Asad, entonces el Washington post Obama tendrá que intensificar considerablemente la presión si la presidenta Clinton quisiera realmente crear un puerto seguro en Siria. Apoyar a una "oposición fuerte" requeriría que Estados Unidos pusiese en peligro el régimen de Damasco, lo que significa que la oposición siria, financiada por los estadounidenses, tendría que matar a más miembros de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria. Si Irán no se retira, es muy probable que los soldados estadounidenses en Irak, y en Siria si se despliegan en un puerto seguro, sean tomados como objetivo. ¿Se quedarán el Congreso y el próximo presidente mirando cómo Irán mata soldados estadounidenses sin tomar represalias?

El Plan de Acción Integral Conjunto amplifica las predilecciones del presidente: sin el acuerdo, Obama no iba a castigar forzosamente a la República Islámica por sus pecados, ni siquiera por desarrollar un programa de misiles balísticos que todo el mundo en Washington sabe que se está diseñando, día a día, para transportar armas nucleares. Como le reconoció a Jeffrey Goldberg, de The Atlantic, Obama no cree que valga la pena pagar ese precio por Oriente Medio. Para los que creen que no hay amenaza de la región que merezca otra guerra, el acuerdo nuclear tiene más ventajas que desventajas. Medio millón de sirios muertos es una catástrofe, pero no debería arrastrar a Estados Unidos a otra prolongada campaña contra los enemigos musulmanes en nombre de los civiles musulmanes que, una vez salvados, podrían recompensarnos con una insurgencia. La oposición a más intervención estadounidense no proviene solo de los testarudos enemigos realistas de la Pax Americana, como Andrew Bacevich, John Mearsheimer y Stephen Walt, que no creen que el inmenso sufrimiento, y no desde luego en el Oriente Medio musulmán, merezca arriesgar las vidas y la riqueza de Estados Unidos. Un perspicaz observador de los problemas árabes, el escarmentado exnegociador en las negociaciones israelo-palestinas Aaron David Miller, articula muy bien la desazón de la política exterior de Washington, que no puede ver ninguna salida hacia delante en un "Oriente Medio fracturado y disfuncional" donde "simplemente no existe ningún terreno común para encontrar soluciones integrales a los problemas".

  1. cumple el acuerdo, Irán puede iniciar la producción masiva de centrifugadoras avanzadas en 2025, lo que da a Washington tiempo para retirarse de Oriente Medio y a los locales de ajustarse, de mejorar sus defensas antiiraníes o transigir. Si Estados Unidos ya no se preocupa por las dinámicas internas musulmanas –siempre que la Provincia Oriental de Arabia Saudí mantenga el bombeo de petróleo–, si hemos superado el 11-S y estamos preparados para absorber ataques terroristas poco menos que catastróficos a manos de los guerreros sagrados de los emiratos, ¿nos importa realmente, entonces, que los musulmanes expandan su poder tras el derrumbe de los Estados árabes? ¿Nos molestan realmente los baños de sangre entre musulmanes? La disuasión y proliferación nucleares podrían ser una pesadilla para Israel, que prácticamente carecería de margen de respuesta, por no hablar de la escalofriante complejidad de contrarrestar y equilibrar el juego atómico de la gallina que se produciría si Arabia Saudí, Turquía e Irán tuviesen misiles nucleares; pero Estados Unidos tiene la distancia y el arsenal nuclear, así que el razonamiento es que hay que mantenerse al margen de las enemistades de musulmanes-contra-musulmanes-contra-judíos. Y si los europeos están al alcance de los misiles con ojivas nucleares, en fin, es su problema. Los franceses y los británicos siguen teniendo force de frappe.

¿Podría cambiar esta mentalidad, que se ha convertido en la corriente general tanto en el partido demócrata como en el republicano? Es posible. Los acontecimientos pueden modificar la política exterior de la noche a la mañana. Siria podría empeorar mucho más, y enviar olas aún mayores de refugiados hacia Turquía, Europa y Jordania. Los refugiados musulmanes ya están cerca de demoler lo más positivo y esencial de la Unión Europa: las fronteras abiertas. El presidente Obama se ha mantenido visiblemente impertérrito ante los esfuerzos europeos, pero otro presidente más atlantista podría temer que, con la Unión Europea, cayera la OTAN. Como ha señalado Walter Russell Mead, el orden internacional desde la Segunda Guerra Mundial se ha mantenido, precisamente, porque Estados Unidos tiene una potencia militar, unas responsabilidades y un gasto en defensa extraordinarios. Un nuevo presidente podría descubrir, de nuevo, que Europa y Estados Unidos están unidos por la cadera, que Occidente sí significa algo y que sin la parásita Europa Estados Unidos se queda solo y no podrá actuar por mucho tiempo con eficacia en el extranjero.

Y las vidas europeas sí importan. Si los terroristas islámicos siguen atacando a nuestros aliados occidentales, un presidente más transatlántico podría decidir que la defensa colectiva exige un esfuerzo militar mayor y más determinado para destruir el califato de Bagdadi y la máquina de matar suníes de Asad, que es la causa originaria de la radicalización generalizada de los suníes sirios. Los terroristas islamistas francoparlantes que atentaron en París y Bruselas podrían ver Europa como el ventre mou o punto débil de Occidente, pero para dichos guerreros sagrados el objetivo general, aun siendo menos accesible, sigue siendo Estados Unidos, con cientos de muertos, y lo que parece inconcebible ahora –una campaña estadounidense en Siria– se convierte en una necesidad. Otras realidades regionales que el presidente Obama no ha considerado tan importantes podrían cambiar también el temperamento y las prioridades de Estados Unidos.

Los cables trampa estadounidenses

Aunque el Gobierno iraquí, controlado por chiíes y respaldado por milicias chiíes organizadas por Irán y los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria de Irán, no puedan probablemente expulsar a las fuerzas del Estado Islámico de Mosul y el oeste de Irak sin un apoyo estadounidense considerablemente mayor del que Obama ha estado dispuesto a comprometer, es posible que los éxitos del eje de Asad contra la oposición siria obliguen al Estado Islámico a ahuecar sus fuerzas en Mesopotamia para proteger sus posesiones sirias. Podría seguirle una ofensiva iraquí más efectiva. Jordania podría inundarse con aún más refugiados suníes sirios e iraquíes, muchos de los cuales serían militantes y estarían endurecidos por la batalla. La monarquía hachemí, la familia real preferida de Estados Unidos e Israel, podría verse confrontada por una multitud de militantes dentro de Jordania. Los hachemíes han tenido más de siete vidas; la capacidad del rey Abdulá para mantenerse cuando sus principales benefactores, Arabia Saudí y Estados Unidos, han sidoderrotados y cooptados en Siria no va a alargar la esperanza de vida de la monarquía. Si el contagio sirio se extiende a los cada vez más descontentos suníes, tanto los palestinos como los habitantes de la Margen Occidental, Washington y Jerusalén podrían recalcular rápidamente el coste de un atrincheramiento estadounidense.

Y Arabia Saudí será el gran perdedor árabe suní si los rusos y los iraníes triunfan en Levante. Para los outsiders, es difícil analizar las dinámicas internas saudíes, y no es mucho más fácil para la familia real saudí. Cuando las negociaciones nucleares iraníes se pusieron serias, los saudíes abandonaron su preferencia por una diplomacia más silenciosa tras la barrera de escudos estadounidense. Ellos, como los iraníes, han reaccionado a la aversión de Obama hacia Oriente Medio con una política exterior más militarizada, justo lo contrario de lo que el presidente habría pensado que ocurriría con el acuerdo nuclear que iba a "estabilizar de la región".

Si los saudíes también son derrotados en Yemen, donde están luchando contra los huzis chiíes, respaldados por Irán, entonces el reino, que está inmerso en un cambio generacional de poder, podría enfrentarse a dos guerras perdidas justo en el momento en que los precios del petróleo y las reservas de efectivo no dejan de menguar. La confianza saudí se verá dañada. Teherán forzará la mano. Podemos tener la certeza de que los saudíes harán como siempre que se les enfrentan los chiíes: amplificar el wahabismo dentro y fuera del país para intentar reivindicar el manto del verdadero islam. Su respuesta al juego de dominio de la República Islámica reforzará, como ocurrió en la década de 1980, a los militantes y fundamentalistas suníes que están descontentos con la monarquía saudí –cuando no la aborrecen–. Mientras que el régimen clerical iraní sigue dividiéndose, creando opositores en su izquierda más occidentalizada, el régimen saudí crea a sus más potenciales enemigos internos en su derecha, disidentes religiosos, alimentados por el sistema religioso del wahabismo saudí, que considera a la monarquía laxa, inmoral y, en vista de lo que ha ocurrido en Siria, Irak y Yemen, probablemente inútil. El Estado Islámico y Al Qaeda cosechará las recompensas. Y es una certeza que, a medida que se intensifique el conflicto iraní-saudí, la familia real saudí ayudará a ambos grupos yihadistas allá donde combatan a los chiíes, socavando aún más las acciones militares estadounidenses y europeas contra el califato y Al Qaeda.

Arabia Saudí padece el mismo síndrome que el Ejército paquistaní: no puede dejar de apoyar a los militantes islámicos porque los desafíos internacionales y la identidad religiosa se retroalimentan. Persisten en hacerlo incluso después de cada repliegue sangriento. Bernard Haykel, de la Universidad de Princeton, el estudioso más interesante que ha escrito sobre el Estado Islámico, conjuró hace poco un escenario en el que Arabia Saudí se fractura en varias regiones donde se propaga una guerra islamista hobbesiana. Dada la complejidad tribal de la península, la intensidad de su severa fe y los muchos problemas de la Casa de Saud, ese escenario no es imposible. Sus efectos colaterales, como observa Haykel, serían más destructivos que el derrumbe de Siria, ya que la Provincia Oriental, donde se encuentran la mayoría del petróleo y de chíies del país, se convertiría en campo de batalla. Se podría evitar una intervención estadounidense y europea si los conflictos internos, o los iraníes, amenazaran la producción de petróleo. La idea de que la creciente producción de energía estadounidense aislará de algún modo a Estados Unidos del caos económico global que se produciría si peligrase la producción de la Provincia Oriental sólo demuestra cuántos estadounidenses serios, tanto en la izquierda como en la derecha, van en caída libre intelectual en la era Obama. Y el conflicto entre suníes y chiíes intensificará –como lo hizo la rivalidad entre Arabia Saudí e Irán en la década de 1980– el antiamericanismo entre los musulmanes. Para la mayoría de los estadounidenses, una guerra remota por asuntos musulmanes parece algo abstracto. La inestabilidad en el Golfo Pérsico y una escalada terrorista podría traerla a nuestra puerta de inmediato.

El próximo presidente se podría encontrar con que el principal hito en política exterior de Obama se haya convertido en una desagradable paradoja: que con el mantenimiento del acuerdo nuclear Estados Unidos sea de facto un socio del imperialismo de la República Islámica. Probablemente no hay un terreno intermedio de guerra fría, un acuerdo de control de armas ejecutable, unido a un potente esfuerzo estadounidense para reducir el aventurismo iraní. Cualquier empeño serio de hacer retroceder a Irán incluirá, como mínimo, sanciones. Probablemente, cualquier nueva sanción de calado haría que el acuerdo nuclear se viniera abajo. Es un dilema del que la parte más poderosa de la élite en política exterior –que apoyó la diplomacia nuclear del presidente Obama y, aun a regañadientes, su acuerdo– no puede escapar.

Los congresistas republicanos querían mantener el statu quo de 2012: sanciones masivas contra el régimen militar. Sin embargo, se sienten profundamente incómodos a la hora de articular por qué abogarían si las sanciones no se detuvieran en la instalación de centrifugadoras o en los progresos en el reactor de agua pesada de Arak. En los acalorados cruces de palabras que tuvieron lugar durante la acción diplomática nuclear de Obama y los debates congresuales sobre el acuerdo, Obama acusó a los republicanos de no tener una alternativa a su diplomacia salvo la guerra. Columnistas conservadores como Charles Krauthammer y Bret Stephens, ambos firmes halcones, argumentaron en sus devastadoras críticas de las negociaciones nucleares que la respuesta al presidente y al régimen clerical debía ser más sanciones, y que el presidente estaba planteando una falsa elección entre el acuerdo o la guerra.

Es posible. Por tendencioso que haya podido ser el presidente, la guerra siempre ha sido la amenaza que ha hecho creíbles las sanciones. Que los conservadores militaristas se alejaran de esa verdad –que los ataques preventivos podrían ser perfectamente necesarios para abordar el desafío nuclear de los mulás– demuestra que probablemente la mayoría de los congresistas republicanos estaba de acuerdo con Obama: la guerra no era una opción.

No importa ahora si los defensores de las sanciones tenían razón o no sobre si Jamenei, los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria y Ruhaní habrían renunciado al programa de armas nucleares a causa de los apuros económicos. Lo que debería ser cristalino es que el nivel de dificultades económicas alcanzado en 2012 –cuando Irán se enfrentó a una grave crisis de liquidez, los europeos impusieron un embargo sobre el petróleo iraní y Obama empezó las reuniones secretas entre Estados Unidos e Irán en Omán– no se alcanzará de nuevo, salvo que un presidente americano pueda de algún modo persuadir a los europeos de que lo acepten. La avaricia europea, negada una vez mediante la iniciativa del embargo –una acción diplomática asombrosa y contra natura desde el punto de vista histórico–, encabezada por los franceses y los británicos, es una fuerza poderosa. Es improbable que vuelva aquello a lo que renunció Obama.

Es aquí donde se vuelve difícil pensar en una alternativa a Hillary Clinton. Es probable que Trump aceptara el acuerdo y dejara que siguiera su curso, fuese durante un año, cuatro, o una década, para después pasar página. Se ha mostrado sumamente indiferente respecto a la proliferación nuclear, entre otras muchas cosas; pero ha defendido con fervor y constancia que no se libraran guerras en territorios musulmanes. Se siente profundamente incómodo con los musulmanes, en casa y en el extranjero. Ha sido reacio a ampliar las misiones militares y, hasta hace poco, ha defendido los recortes de Obama en defensa, ya que es propenso a ver el gasto en defensa como un elemento muy costoso que dispara el déficit (su discurso de victoria en Indiana daba a entender que el gasto en defensa y la ayuda exterior, y no los derechos sociales, son los principales factores del aumento de la deuda nacional). En relación con Siria, Trump se ha aliado con el eje Asad-Irán-Rusia. Se ha opuesto terminantemente a cualquier intervención militar, a los puertos seguros protegidos por EEUU o a la ayuda militar a los sirios suníes. La debilidad de Trump por el aliado de Irán y Putin en Siria –se opone al derrocamiento de Asad– se podría desarrollar regionalmente con facilidad si Estados Unidos se alineara con los chiíes contra los suníes. Es cierto que tratar de unir los puntos con Trump de manera lógica es una tarea casi imposible, dadas las contradicciones que escupe. Pero resulta inimaginable creer que en Oriente Medio podría adoptar una política exterior más contundente frente a Irán, el Estado Islámico, Al Qaeda, los talibanes, etc., que la del presidente Obama. Trump es, probablemente, el candidato a la presidencia más antiintervencionista desde Eugene V. Debs, el infatigable socialista, en 1912.

Hillary contra Jamenei

Por ilógico que les pueda parecer a algunos en la derecha, la manera más efectiva ahora de hacer descarrilar el acuerdo nuclear es aceptarlo sin dejar de señalar sus defectos, y desviar la conversación sobre la República Islámica hacia su política exterior e interior, especialmente su implacable supresión de la democracia. Un presidente que empiece a exigir más del acuerdo que Obama –por ejemplo, restricciones al desarrollo de misiles balísticos y el uso de las prácticas de verificación estándares del Organismo Internacional de Energía Atómica– mejoraría mucho la situación. Un presidente que esté dispuesto a contrarrestar a Irán en Irak y Siria, que pueda recurrir a los europeos, que sea un atlantista declarado y defienda el acuerdo nuclear, y sostenga que hay que hacer algo más para vigilar el imperialismo de los mulás, podría revocar la actual trayectoria estadounidense en Oriente Medio.

Clinton se ha comprometido a "hacer cumplir con vigor, y reforzar si es necesario, las sanciones estadounidenses sobre Irán (…) por su patrocinio del terrorismo, su programa de misiles balísticos y otras actividades desestabilizadoras". Desde luego, podemos dudar de que sus actos acompañen a sus palabras. Sus ayudantes tuvieron un papel instrumental en la diplomacia atómica de Obama. Su principal asesor de política exterior, Jake Sullivan, comenzó las conversaciones nucleares secretas en Omán; incluso después de su salida del Gobierno, fue testigo de las negociaciones hasta que concluyeron desde su puesto de profesor en la Universidad de Yale. Y Clinton, hasta donde sabemos, no ha estado en gran desacuerdo con la decisión del presidente de ir a la izquierda de los europeos en 2012, menoscabando así a los franceses, que adoptaron la línea más dura contra Teherán, y las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU, que eran mucho más exigentes que el Plan de Acción Integral Conjunto.

Y no hay motivos para creer que Clinton discrepara de las principales cesiones de Estados Unidos en el acuerdo: el reconocimiento del "derecho" de Irán al uranio enriquecido y a continuar con la investigación con centrifugadoras avanzadas; la exclusión del acuerdo del desarrollo de misiles balísticos; el aceptar (y acceder a disimular al respecto) la prohibición iraní de que los inspectores nucleares internacionales hagan visitas de inspección a las bases de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria y del Ejército; y por último, pero no menos importante, la cláusula de caducidad del acuerdo, que permite a Irán, transcurrida una década, un programa nuclear industrial mediante el cual podría desarrollar armas nucleares de forma rápida e indetectable.

Sin embargo, Clinton es una insider con dudas. Su retórica sobre Irán se ha distinguido de la de Obama. No parece creer en la promesa transformacional de un mayor comercio con el régimen clerical. Aunque ya había salido del cargo cuando las negociaciones nucleares empezaron a cobrar velocidad, no mostró el atolondramiento de muchos en la Administración –el presidente; su alter ego en asuntos de comunicación, Ben Rhodes; la negociadora nuclear, Wendy Sherman, y, especialmente, el secretario de Estado, John Kerry–. Por suerte para Clinton, nunca trató con el ministro de Exteriores del régimen clerical, Mohamed Javad Zarif, fácilmente el diplomático iraní más habilidoso desde la revolución. No sabemos cómo habría reaccionado Clinton a su especialidad en distorsionar la realidad, por la cual muchos estadounidenses se creen que no están tratando con un leal islamista mendaz. Es difícil imaginar, no obstante, que se hubiera comportado con tanta exuberancia diplomática como Sherman, Kerry y Obama.

Quizá Clinton recuerde las grandes esperanzas que puso la Administración de su marido en una evolución de las relaciones entre EEUU e Irán cuando Mohamed Jatamí, un clérigo reformista, ganó inesperada y arrolladoramente las elecciones presidenciales de 1997. La Casa Blanca optó por soslayar, tras la elección de Jatamí, la sustanciosa información de inteligencia que conectaba al régimen iraní con el letal atentado contra soldados estadounidenses en las Torres Jobar de Arabia Saudí, en 1996. Sin duda, Clinton recuerda la decepción en Washington cuando los reformistas de Jatamí fueron reducidos por el líder supremo y los llamados pragmáticos que revoloteaban alrededor del expresidente Alí Akbar Hashemi Rafsanyani y su a menudo despiadado edecán, Ruhaní. Quizá Clinton recuerde lo justificativo que se volvió su marido en un intento de persuadir a Jatamí y a Jamenei para mejorar sus relaciones. Y cómo esas justificaciones fracasaron.

Clinton era una senadora bastante prosaica que trabajaba en las cuestiones prácticas de los problemas nacionales e internacionales. Votó por la guerra en Irak, como hizo cualquier miembro del Partido Demócrata con aspiraciones presidenciales. También vio cómo su marido intentaba negociar con Sadam Husein tras la Guerra del Golfo. Cualquiera que presenciara su giro en la batalla de las primarias del Partido Demócrata de 2008 sabe que no le agradaba convertirse en una crítica de la guerra para ir a la par con Obama y el fervor antibélico de la izquierda estadounidense. Como señaló recientemente Mark Landler, de The New York Times, Hillary confesó en 2008 al general Jack Keane, arquitecto de la escalada en Irak, su equivocación al oponerse a la misma. Según Landler, el general Keane es "la persona que más ha influido en el modo de pensar de Hillary Clinton sobre los asuntos militares". Si eso es cierto, entonces Clinton es capaz de enviar a más soldados sobre el terreno al Gran Oriente Medio.

Si resulta elegida, Clinton tratará seguramente de triangular, manteniendo el acuerdo nuclear mientras explora las opciones para contrarrestar las ambiciones regionales del régimen clerical. Esta exploración llevará de nuevo al callejón sin salida: cualquier oposición seria a Irán incluirá inevitablemente sanciones que pondrán en peligro el acuerdo. No es improbable que Clinton y Sullivan no pensaran a fondo sobre los resultados tácticos y estratégicos de limitar el acuerdo, en parte porque quizá compartan el deseo general de Obama de reducir la presencia militar de EEUU en el mundo musulmán.

A Clinton la prueba le llegará seguramente en Siria e Irak, donde de nuevo hay destinados unos 5.000 soldados estadounidenses. La arrogancia iraní siempre florece allí donde otros son débiles. Sin duda, Clinton se ha dado cuenta de que el acuerdo nuclear no ha ayudado a estabilizar Oriente Medio. Asumiendo que el presidente Obama encuentre una manera legal de permitir a la República Islámica utilizar indirectamente instituciones estadounidenses para hacer transacciones de mayor envergadura en dólares, Clinton tendrá la ocasión de ver cómo crece rápidamente la arrogancia de los mulás. Cuanto más dinero tenga el régimen, más problemas causará.

Hay una carrera en marcha: ¿se evaporará la voluntad que le quede a Estados Unidos de intervenir contra un régimen clerical que renace, que incluso está luchando abiertamente por desarrollar sus aspiraciones nucleares, antes de que los mulás vayan demasiado lejos, sea sobre el terreno en Siria o Irak o en su desprecio por la vigilancia occidental de su programa nuclear y de misiles balísticos? Washington atraviesa ahora un periodo enconado de "aislacionismo bipartidista", por utilizar la expresión de Ray Takeyh, del Council on Foreign Relations. La etiqueta de aislacionista irrita tanto a demócratas como a republicanos; pero lo son, casi con el mismo vigor, al huir de Oriente Medio y ser ambivalentes con otros compromisos.

Hillary Clinton no es una neoconservadora, pero no se siente incómoda con el poder estadounidense. A diferencia de Obama, no es del género arrepentido. Fueran las que fuesen sus opiniones en la época de Vietnam, ahora no ve la Guerra Fría con ambivalencia. Está segura de que optó por el lado correcto en esa lucha, incluso en el Tercer Mundo, donde Obama y muchos en la izquierda tienen serias dudas. Pese a cualquier devaneo que haya tenido con Irán, es muy probable que siga el camino de los franceses.

En 1993, Francia empezó a implicarse con la República Islámica esperando moderar la conducta del régimen y obtener beneficios de él. Pese a los atentados y asesinatos del Ministerio de Inteligencia iraní en suelo francés, los franceses pusieron la otra mejilla, esperando algo distinto del presidente Rafsanyani. Estuvieron allí cuando la presidencia de Jatamí se desmoronó en 1999, y tomaron la iniciativa en 2002 para entablar nuevas relaciones con Teherán cuando un grupo de la oposición iraní reveló lo que el servicio de inteligencia francés sabía desde hacía tiempo: los mulás tenían un programa secreto de armas nucleares. Los franceses, los alemanes y los británicos pusieron en marcha la diplomacia del UE3 porque temían la belicosidad de George W. Bush tanto como la ambición atómica del régimen clerical. Cuando se intensificó esa diplomacia, sin embargo, los franceses asumieron una postura más dura respecto a Teherán. Como dijo Thérèse Delpech, alta funcionaria francesa que ha escrito profusamente sobre la no proliferación e Irán, París simplemente se cansó de que los iraníes "estuvieran siempre mintiendo". Aunque tal vez el presidente francés François Hollande no se declarara públicamente a favor de ataques preventivos militares de los estadounidenses contra las instalaciones nucleares de los mulás, estaba dispuesto a apoyar a Estados Unidos exigiendo posturas más firmes que las de Obama en el Plan de Acción Integral Conjunto.

Una segunda Administración Clinton se frustrará ante la mendacidad, el antiamericanismo y lasambiciones imperialistas del régimen clerical. Los avances de Irán en su programa de misiles balísticos, que recuerdan a los de Corea del Norte, con la que Teherán ha mantenido una estrecha cooperación técnica, causarán cada vez mayor preocupación. El tiempo pasará de pronto muy deprisa; ver a los mulás con un programa de enriquecimiento de uranio a nivel industrial resultará más amenazador. La presidencia de Ruhaní, asumiendo que sea reelegido, no será másmoderada que la de Rafsanyani en la década de 1990. Ruhaní, padre fundador del Ministerio de Inteligencia de la República Islámica, es una criatura de la seguridad nacional del Estado profundo. El típico izquierdista suele repetir que el Irán que está luchando la "guerra buena" contra el Estado Islámico y Al Qaeda no se complementará bien con Clinton, que quería utilizar potencia aérea estadounidense contra Asad. El presidente Obama se contenta con permitir que la historia juzgue su apuesta iraní, admitiendo que si dentro de veinte años Irán procede con su fabricación nuclear, se demostraría que su apuesta fue un error colosal. Clinton parece menos propensa al juego. Sin embargo, se enfrentará a la misma pregunta que Obama: si no estás preparado para amenazar con la guerra, ¿hasta qué punto puedes doblegar a los iraníes con sanciones? Si no está dispuesta a luchar, ¿está dispuesta a marcarse un farol?

Dadas las insaciables demandas del Estado de Bienestar, el declive del Ejército de Estados Unidos –y con él de la fuerza de voluntad, el optimismo y la imaginación estratégica del país– podría ser irreversible. Dado el historial de las relaciones entre Irán y Estados Unidos, y que Washington ha solido hacer la vista gorda a las provocaciones violentas de los mulás, la probabilidad de que el régimen clerical gane su pulso nuclear con Estados Unidos siempre ha sido alta. Pero Hillary Clinton tiene los componentes para liberarse del legado de Obama, siempre y cuando los acontecimientos en Oriente Medio sean lo suficientemente perturbadores. Ella parece lo bastante dura para enfrentarse a los iraníes y a la creciente pasividad y pacifismo de su propio partido. Podría abogar con nuestros aliados por volver a aislar a los mulás. Si se ha de restablecer la preeminencia de Estados Unidos, y frenar a los militantes islámicos que pretenden dañarnos, será una progresista internacionalista, una de las pocas que quedan, la que tendrá que hacerlo.

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