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DRAGONES Y MAZMORRAS

Paz en la guerra

Siempre he creído que para huir de la política y otras cosas insoportables, bastaba con refugiarse en la literatura, pero esta vez he fracasado estrepitosamente.

A cada libro que cojo, doña Realidad asoma su feo rostro y no lo digo, como algunos puedan creer, por los tres de las Azores, sino por el corifeo de belicistas-pacifistas (los guerreros de la paz, les llaman algunos con satisfacción y orgullo) que están convirtiendo esta nueva versión de una canción ya conocida y cantada por todos —la guerra— en “la madre de todas las batallas”, como aquella magna ofensiva con la que Sadam Husein se jactaba, allá por el 91, de que iba a sorprender al mundo, entonces todavía unido. Les reproduzco, a modo de ejemplo, el texto dedicado a los topos, incluido en el libro del escritor mexicano Juan José Arreola titulado Bestiario, publicado recientemente por la editorial Turner y con el que pretendía encontrar cierta paz en medio de la guerra:

Después de una larga experiencia, los agricultores llegaron a la conclusión de que la única arma eficaz contra el topo es el agujero. Hay que atrapar al enemigo en su propio sistema.
En la lucha contra el topo se usan ahora unos agujeros que alcanzan el centro volcánico de la tierra. Los topos caen en ellos por docenas y no hace falta decir que mueren irremisiblemente carbonizados.

Tales agujeros tienen una apariencia inocente. Los topos, cortos de vista, los confunden con facilidad. Más bien se diría que los prefieren, guiados por una profunda atracción. Se les ve dirigirse en fila solemne hacia la muerte espantosa, que pone a sus intrincadas costumbres un desenlace vertical.

Recientemente se ha demostrado que basta un agujero definitivo por cada seis hectáreas de terreno invadido.


¿Se dan cuenta de lo que les quiero decir? De golpe y porrazo la literatura se vuelve profética y parece que estuviera aludiendo, desde siempre, a lo que ocurre ahora. Como aquel personaje de Wilkie Collins, no recuerdo si en La dama de blanco o en La piedra lunar, que utilizaba Mobby Dick, la novela de Herman Melville como oráculo para guiar sus pasos en la vida, abro yo ahora todos los libros y en ellos encuentro metáforas o situaciones que me remiten a estas. Sobre todo porque no hay acto cultural que no se vea inmediatamente contaminado por el chapapote progre. Aunque hay excepciones. Por ejemplo, asistí a la presentación a la prensa de la novela Por amor a Judit del autor israelí Meir Shalev y me quedé gratamente sorprendida al comprobar que a pesar del evidente riesgo, la cosa estaba bastante concurrida. Es cierto que la editorial Salamandra brilló por su ausencia, pero el agregado de la Embajada de Israel en España, y Mercedes Monmany, que en cierto modo representaba al Círculo de Bellas Artes de Madrid donde se produciría por la tarde la presentación al público, hacían las veces de anfitriones. Por razones de seguridad —estamos en guerra— no diré el nombre del restaurante, aunque sí que era oriental y que nos dieron una comida kosher inolvidable. Como ahora se ha puesto de moda, en este tipo de actos, que los comensales se autopresenten, tuve ocasión de comprobar que nadie, absolutamente nadie, representaba al grupo Prisa, al menos de forma oficial, pues había algunos periodistas independientes que colaboran eventualmente en Babelia y que estaban ahí, haciendo acto de presencia, junto a otros mercenarios de la crítica literaria como una servidora. Ni ellos, ni nadie se atrevió a decir una palabra sobre la guerra de forma que la mujer del novelista, quien por cierto es de origen sefardi y se llama Reina de Gerona, se quedó bastante descolocada cuando esbozó alguna crítica contra Bush mientras nosotros la sonreíamos comiendo unos deliciosos pastelitos de almendra.

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