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40 ANIVERSARIO DE LA CRISIS DE LOS MISILES

Peleados a las mentiras en La Habana

En 1962 tuvimos una crisis que duró 13 días y estuvo a punto no ya de cambiar el mundo, sino de hacerlo desaparecer. Pues bien, ahora, en 2002, se han agregado a aquellos 13 días otros 3 de diversión.



El espectáculo brindado por La Habana cuando se cumplen cuatro décadas de las fechas en que el planeta estuvo en un tris de volver a las cavernas no ha podido ser más lamentable. Y no por los anfitriones, que todo el mundo sabe qué clase de gente son, sino por la delegación norteamericana que acudió al evento. Nadie que valga la pena, osan decir algunos. Yo no llego a tanto. Y no llego porque en el piquete estaba Arthur Schlesinger Jr., un tipo que escribe superbién. ¿Han leído Los mil días de Kennedy? Libro honesto y robusto, que diría José Martí. Robusto y honesto desde la perspectiva liberal, en el sentido norteamericano del término, de aquella falange que se autodenominaba Camelot y venía a poner las cosas en su sitio en unos Estados Unidos que empezaban a desquiciarse.

Tampoco puedo admitir descalificaciones para un Ted Sorensen, escribidor de los discursos de Kennedy que, como tal, le puso en la boca al primer presidente católico en los Estados Unidos aquello de que "los americanos debemos empezar a preguntarnos qué podemos hacer por nuestro país, en lugar de preguntarnos qué puede hacer nuestro país por nosotros". O aquello otro, grandioso, frente al muro de la infamia: Ich bin ein Berliner! ("Yo también soy berlinés"). Que Sorensen haya sido en realidad el autor de esas sentencias felices es harina de otro costal. Lo cierto es que a él se le atribuyen y a una persona así, aunque alguna tontería haya soltado en La Habana, yo no la voy a desmerecer.

Pero el resto de la comitiva, mejor se hubiera quedado en casa. Porque acudieron a hacerle el caldo gordo al mitómano de Fidel. "Nosotros hubiéramos preferido que los americanos nos invadieran", dice ahora Castro, "antes que aceptar la instalación de armas nucleares en nuestro territorio. Si las aceptamos fue por deferencia a quienes nos ayudaban tanto". Cuando es de conocimiento público que el tipo le pidió de rodillas a Nikita Jrushev que las instalara. Y es de dominio universal –porque primero lo contó el hijo de Jrushev, y luego lo contó el propio Jrushev en sus memorias, y tras la caída del muro se reveló esa correspondencia secreta– que Castro le pidió, le rogó, le exigió a Jrushev que desatara un ataque atómico contra los Estados Unidos, que no titubeara y se apresurara, por aquello de que el que da primero da dos veces, en desencadenar la hecatombe universal.

Y está en los papeles que cuando U. Thant, secretario general de la ONU, propuso una misión para comprobar in situ el despliegue de armas de exterminio masivo –como ahora Koffi Annan quiere que ocurra en Irak–, el salvaje de Castro –lo mismo que ahora el salvaje de Saddam Hussein se va– se fue por las de Pavía y exigió "los 5 puntos de la dignidad", uno de los cuales era la evacuación de la base naval de Guantánamo por parte de las tropas yanquis, que "pisotean nuestra soberanía". ¡Cómo cambian los tiempos! 40 años después, el comandante en jefe da el visto bueno para que los yanquis utilicen la base naval de Guantánamo como prisión de sus parientes de Al Qaeda.

Robert McNamara fungió como cabeza visible de la delegación norteamericana. Como si Robert McNamara tuviera algo sensato que decir después de ser, en tanto secretario de Defensa, uno de los mayores responsables de que se perdiera la Guerra de Vietnam y, luego, de decir que la Guerra de Vietnam fue un error. Pero no sólo McNamara. Allí estuvo Ethel Kennedy, la viuda del hermano de un presidente que encargó a su marido liquidar al gángster de Fidel Castro, la cuñada de ese presidente liquidado en respuesta por Fidel Castro, un rato largo más mafioso que todos los Kennedy juntos.

Y asistieron a sesiones muy sesudas y eruditas en las que salieron a relucir dos o tres verdades enmascaradas con un aluvión de mentiras. En realidad de eso se trataba: de pelearse a las mentiras, entre trago y trago y comelata y comelata. Y al final, voilá, Dios sea loado, hemos aprendido que la crisis de los cohetes fue un simple malentendido que no debe volver a repetirse y que el buenecito de Fidel no tuvo nada que ver con aquello o, en todo caso, cualquier cosa que hizo o dijo entonces fue contra su voluntad.

¿Será que todos somos hojas de árboles desprendidas y a merced de los vientos de la historia? Ya me dirán.

José Antonio Zarraluqui es escritor cubanao. Editor de mesa de El Nuevo Herald, de Miami. © Firmas Press


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