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¿Por qué soy liberal-conservador?

Mi amigo Mario Noya me pide que me retrate ideológicamente, algo que nunca antes había hecho, pero creo, a pesar de que sea una iniciativa de Mario, que es un hábito saludable y, desde luego, clarificador. No soy un especialista en historia de las ideas ni en filosofía política, por lo que ruego al lector, en el caso de que lo hubiera, cierta clemencia.

Los términos con los que tratamos de designar a las distintas corrientes políticas provienen del siglo XVIII, de los días de esa formidable revolución intelectual que fue la Ilustración, punto de partida de la Europa que comenzó a morir con la I Guerra Mundial y que hoy asiste a su lenta disolución en el marco displicente del Estado de Bienestar, el gran logro de la Europa de la postguerra, la clave del fin de las tensiones sociales y el mecanismo que ha restado vitalidad al Estado al imponerle c on carácter permanente unos costes descomunales. El problema que nos plantean esos términos es que, con el paso del tiempo y a través de sus variantes nacionales, han ido acumulando tal número de significados que han dejado de ser útiles por imprecisos. Recuerdo aquel célebre comentario de Henry A. Kissinger en los días en que era secretario de Estado y trataba de establecer un entendimiento con la Unión Soviética: decía que el primer paso era ponerse de acuerdo en el significado de algunas palabras clave, porque de otra manera no se hacía más que construir sobre la nada acuerdos que serían interpretados de forma distinta por cada una de las partes. Siguiendo el consejo del gran maestro de las relaciones internacionales, voy a evitar el uso de términos cuyo significado no haya aclarado previamente.

Soy español. Mis raíces familiares se encuentran en Soria, Cuenca, Toledo, Albacete y Murcia. Esta revista es española y tiene su origen en la necesidad de defender un ideario, el liberal, en un contexto determinado, la España de hoy. Por eso, aunque el debate de las ideas se desarrolla en un marco mucho más amplio, aunque por formación y profesión me siento partícipe de una sociedad global, voy a atenerme a la tradición política nacional. Es verdad que nuestro país nunca estuvo aislado, no lo consiguieron Carlos IV cuando quiso impedir que las ideas de la Revolución penetraran ni el franquismo en sus momentos de mayor fanatismo. Para explicar las distintas corrientes ideológicas que han caracterizado nuestra vida política tenemos que recurrir al marco europeo y, en mucha menor medida, al norteamericano. Los estudios sobre " influencia del pensamiento... en la España de..." han proliferado porque responden a la realidad de un país que es parte de Europa y que no se caracteriza por su vigor intelectual. El pensamiento político español sólo tiene sentido en el marco europeo.

Porque soy español soy liberal-conservador. Si fuera británico sería conservador, si fuera norteamericano votaría republicano y si fuera francés habría optado por el exilio interior. Fue Antonio Cánovas del Castillo quien decidió unir con un guión dos términos que no son sinónimos, y hacerlo en un orden determinado. El Sexenio tocaba a su fin, la restauración de la Casa de Borbón se consumaba y era necesario reconstruir un sistema de partidos a partir de los restos de las fuerzas dinásticas y revolucionarias. Sagasta asumió el liderazgo en la fusión de las más radicales. Antes Cánovas lo había hecho con las más moderadas, bautizando al nuevo partido como Liberal-Conservador. Los preparativos fueron muy difíciles, por el rechazo de la sección catalana a la propuesta canovista. Aceptaban el término liberal, pero en segundo lugar.

Aquello tenía sentido. Cánovas quería dejar claro que la nueva derecha sería fiel al ideario liberal pero que gobernaría con talante conservador. El núcleo catalán, por el contrario, quería subrayar su militancia conservadora, aunque se mostraban abiertos a recoger posiciones liberales moderadas. En aquella España, conservador hacía referencia a las corrientes antiliberales fuertemente arraigadas en el catolicismo político. Eran las vísperas del Concilio Vaticano I, cuando El liberalismo es pecado era un best-seller, cuando el carlismo continuaba teniendo una fuerte presencia social, cuando el reconocimiento de la autonomía del individuo seguía siendo algo más propio de las iglesias protestantes que del catolicismo.

Ese paso de Cánovas, uno de los primeros como líder de la derecha, fue valiente, le costó serios disgustos, fue el punto de partida de una guerrilla interna que le amargó la vida, pero supuso la base sobre la que se levantó una derecha moderna.

Antonio Cánovas, como otras figuras políticas de aquel momento, estaba muy influido por la experiencia británica. Allí los términos conservador y liberal tenían significados muy distintos. La Revolución Gloriosa (1688) había supuesto el fin de la influencia católica y del intento de imponer un sistema absolutista, así como el triunfo del primer liberalismo. John Locke, y luego David Hume, estableció unas coordenadas intelectuales donde liberalismo y empirismo iban de la mano. Dicho de otro modo: el liberalismo nació en el Reino Unido con una cierta prevención ante los excesos de la razón y una marcada tendencia a valorar las enseñanzas de la experiencia. Tras la Gloriosa y a lo largo del siglo XVIII, la Cámara de los Comunes vivió bajo una clara hegemonía whig, de los liberales defensores de la Gloriosa. La Revolución Francesa, un siglo después, provocó en el Reino Unido, como en el resto de Europa, un fuerte debate sobre cómo transitar desde el absolutismo a la monarquía constitucional. Ese debate produjo la ruptura del partido whig en dos, la división en conservadores y liberales. Los primeros, siguiendo las tesis defendidas por Edmund Burke en su célebre Reflexiones sobre la Revolución Francesa, rechazaron la idea de partir de cero, el desprecio por la herencia de siglos, la violencia gratuita, los excesos de la razón. Con el nacimiento del Partido Conservador –con figuras de la talla de William Pitt, Lord Liverpool y Robert Peel– se consagraba el matrimonio entre liberalismo y empirismo.

La importancia de Edmund Burke en el conservadurismo occidental es innegable. No podemos entender la rama norteamericana, ni la española, sin valorar la influencia de sus ideas sobre distintas generaciones de conservadores, en especial su defensa de los colonos norteamericanos y su crítica a los revolucionarios franceses.

Quisiera subrayar dos elementos capitales desde mi modesto entender. Por una parte, la recepción del pensamiento de Hobbes a la hora de valorar la naturaleza humana. Frente al optimismo de Rousseau, cuya propia persona era el perfecto ejemplo de la falsedad de sus presupuestos, Hobbes y Burke alertan sobre la tendencia al desorden y la violencia. Por otra, la defensa de la tradición como activo fundamental de una sociedad y legado de las generaciones precedentes. Los errores, una vez asumidos, son activos. La historia es el mejor consejero, frente a una razón que por insuficiente y contaminada por sentimientos y prejuicios tiende a ser engañosa. Hobbes y Burke, junto con Aristóteles en el mundo antiguo, son los pensadores políticos que creo me han influido más. Desde luego, son los que más me han impresionado y con los que me he sentido más identificado, aunque no necesariamente con todas sus ideas.

Yo me siento y me declaro liberal-conservador porque soy un español que participa de una corriente que tiene su punto de partida en Carlos III y la Ilustración española, que continúa con Jovellanos, con los puritanos de la época isabelina –Pacheco, Pastor Díaz–, con Cánovas y Silvela en la España de la Restauración... y con José María Aznar y Esperanza Aguirre en nuestros días. Todos los citados son políticos y, por lo tanto, ejemplo de incoherencia ideológica, pero todos ellos forman parte de esa corriente que ha superado, no sin dificultades, el paso de los siglos defendiendo que el individuo está dotado de derechos fundamentales, que su libertad sólo tiene como límite la libertad de los demás, que todos somos iguales ante la ley, que el Estado es tan necesario como peligroso, que debemos vigilar que nadie cercene nuestra libertad y que, "para que triunfe el mal, sólo es necesario que los buenos no hagan nada", en célebres palabras de Burke.

No soy una persona religiosa, pero reconozco el papel capital de la herencia judeo-cristiana en la gestación del liberalismo. En el libro del Génesis podemos leer: "Díjose entonces Dios: 'Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza'" (Gen. 1, 26); un ser con estos atributos tiene que estar dotado de derechos muy superiores a los que otras culturas o religiones reconocen, al primar al grupo sobre el individuo. No es casualidad que el liberalismo se desarrollara en el ámbito cristiano, aunque para explicar el camino recorrido tenemos que hacer referencia al desarrollo de la razón crítica y de la ciencia entre nosotros. No creo que haya distintas civilizaciones, sino sólo una: la humana. La civilización humana se organiza en culturas, resultado de historias distintas. Unas están más preparadas que otras para acceder a la democracia liberal, unas tardarán siglos en llegar a ella y otras posiblemente jamás la alcanzarán, pero allí donde hay un hombre hay un ansia de libertad y de justicia.

En una sociedad globalizada, la dimensión internacional es capital. Para un liberal-conservador, se plantea un reto a la hora de compaginar intereses con valores, lo que no siempre resulta posible. La idea realista de que los estados sólo tienen intereses resulta incompatible con la experiencia democrática, en la que los ciudadanos tienen que avalar políticas. En primer lugar, la catalogación de algo como interés tiene, en muchas ocasiones, un importante componente de subjetividad, y no resulta fácil resolver el espinoso tema de quién decide si lo es o no. En segundo lugar, los ciudadanos necesitan dotar a la acción exterior de un componente moral, exigen ver reflejados sus valores en el conjunto de sus actos, salvo causa mayor perfectamente justificada. Es evidente que tenemos que establecer relaciones con todos los Estados para defender nuestros intereses, pero nuestros valores aconsejan que dichas relaciones tengan distinta intensidad según las características de cada régimen. Los liberales, siguiendo a Kant, siempre hemos creído que hay una relación entre libertad y paz, porque la historia nos muestra que las sociedades democráticas tratan de evitar la guerra. La promoción de la democracia tiene, por lo tanto, dos vertientes: garantizar la paz en el plano internacional y defender la dignidad y el bienestar de las personas en el nacional. Quedarse de brazos cruzados no sólo es inmoral, además es peligroso, porque supone dejar hacer al enemigo, en los clásicos términos de Burke. A nadie puede extrañar, por lo tanto, que cuando un alumno de la Universidad San Pablo-CEU preguntó a Richard Perle cómo se podía traducir neo-conservador al vocabulario político español, éste se limitara a contestar: "Liberal". La política exterior no es una actividad autónoma, es sólo una dimensión geográfica de la política, por lo que le afectan los mismos condicionantes. Porque comparto los principios de la escuela neo-conservadora en política exterior, porque comparto el ideario internacionalista de Tony Blair, soy un liberal-conservador.

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