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América: de Bush a Obama

Suele decirse que George W. Bush, el 43º presidente de los Estados Unidos, gozó de una increíble popularidad al comienzo de su primer mandato pero que la dilapidó a lo largo de sus ocho años en la Casa Blanca y que acabó con los índices de aprobación publica más bajos de la historia. Y hasta cierto punto es verdad, pero no toda la verdad. George W. Bush comenzó su andadura presidencial en medio de una guerra civil lanzada por los demócratas, quienes le acusaban de haberles robado la presidencia tras el famoso recuento de votos en el estado de la Florida; sólo tras los dramáticos ataques del 11-S sobre Nueva York y Washington la nación se uniría, a la vez por dolor y orgullo patrio, tras su presidente. La guerra de Irak, mientras iba de mal en peor, rebajó la popularidad de Bush; y aunque al final de su segundo mandato la guerra iba bien, tanto como para haber desaparecido del duelo electoral entre McCain y Obama, la crisis del sistema financiero acabó por darle la puntilla.

En Europa, el apoyo a Bush fue mucho más efímero. La imagen que se dio en la prensa del Viejo Continente durante los primeros meses de su Administración, en el 2001, fue la de un sureño tejano, cow-boy e inculto reconvertido a una extraña religiosidad, poco reflexivo, impulsivo y, aún peor, republicano. Un cocktail imposible de tragar para los europeos. El 11-S modificó algo las cosas, dada la envergadura del horror. Es bien conocida la portada de Le Monde del día después, donde, parafraseando al Kennedy de Berlín, titulaba: "Todos somos americanos". Pero mientras que para América el 11-S fue un momento definitorio de su ser, para Europa sólo fue algo pasajero, y la críticas a la acción de la Administración norteamericana no hicieron sino aumentar con el paso de los días. Hasta hoy, de hecho.

La historia de Barack Obama es totalmente diferente. El mundo entero le había hecho ya presidente mucho antes de que los ciudadanos americanos llegaran a expresarse en las urnas. Posiblemente nunca antes un candidato suscitó tal cantidad de entusiasmo dentro y fuera de América. Sobre todo fuera. En muchos casos, simplemente como una muestra de rechazo y castigo a George W. Bush y sus políticas; en otros, como muestra de lo que es posible en América, el país que libró una guerra civil para abolir la esclavitud, pero en el que el racismo ha sido patente durante largos años: un presidente negro significaría una suerte de redención moral; en otros más, porque veían en Obama una fuerza del progresismo y, por tanto, una herramienta ideal para derrotar a la América conservadora en su propio suelo y para derrotar a América fuera de sus fronteras.

Sea como fuere, lo cierto es que el nuevo presidente de los Estados Unidos llega rodeado de un halo de popularidad tan potente como innegable. Que sea capaz de mantenerse en la cresta de la ola está por ver. No es el primer caso de un apoyo enorme (el propio George W. Bush rozó el 92% en 2001; su padre se movió en niveles parecidos tras la guerra de 1991) que se evapora con los meses. Y está claro que Obama no podrá contentar a todos todo el tiempo. Ni a quienes le han votado en América ni a las opiniones públicas del resto del mundo. Por una razón muy sencilla: si se muestra relativamente continuista, frustrará a los suyos; si opta por una política radicalmente distinta a la de George W. Bush, pondrá en peligro tarde o temprano el status y la seguridad de Norteamérica y deberá corregir el tiro, aunque no le guste. Pero todo presidente americano se debe a sus ciudadanos, a sus intereses y a la salvaguarda de los mismos. O sea, que a pesar del daño que pueda llegar a hacer con sus errores, al final tendrá que aceptar lo evidente: que no hay muchas alternativas reales para defender los intereses estratégicos y nacionales de los Estados Unidos. Ahora bien, hasta que lo descubra, puede poner el mundo patas arriba, creando y creándonos infinidad de problemas. Muchos de ellos graves.

El legado de George W. Bush

La imagen de George W. Bush ha estado atada todos estos años más a la guerra de Irak que a los ataques terroristas del 11-S: una conspiración antihegemonista (con Chirac y Schröder entre bambalinas), una masiva orquestación pacifista, antiamericana, verde y antiglobalización contra la guerra, una Iglesia Católica empeñada en evitar un enfrentamiento entre religiones/civilizaciones, el no descubrimiento de las armas de destrucción masiva de Sadam y el caos que se instaló en Irak tras la intervención de 2003 lo explican. Sin embargo, no es Irak lo que definirá el futuro de América. Es el 11-S. De hecho, Irak sólo puede entenderse plenamente desde la óptica de un país que ha sido atacado por terroristas. Es más, terroristas islámicos, creyentes en la yihad, o guerra santa, contra los valores occidentales, de alcance global y de una letalidad extrema. Aún peor si se tiene en cuenta la posibilidad de que los seguidores de Ben Laden pudieran llegar a emplear armamento de destrucción masiva.

Es común afirmar que el George W. Bush del 10-S poco o nada tiene que ver con el del 12-S. Es posible, porque no sabemos cómo se hubiera desarrollado su presidencia en ausencia de un ataque como aquél, o en ausencia de un enemigo mortal como Ben Laden y su red, Al Qaeda. Lo que sí sabemos perfectamente es que sí se produjo ese ataque, y que, de no haber sido por la reacción de América, hoy el mundo sería un lugar mucho más complicado.

El mérito de George W. Bush fue saber dar, en muy poco tiempo, con el diagnóstico acertado para un mundo estratégicamente desconocido. Si su padre fue el gestor –que no artífice– del derrumbamiento de la URSS, y Bill Clinton el de los años de la Postguerra Fría (a falta aún de una denominación más ajustada a la realidad), a Bush 43 le tocó adentrarse en el siglo XXI y enfrentarse a una nueva realidad: un solo individuo podía declarar la guerra a América... y librarla, con catastróficas consecuencias; aún peor: ese individuo era tanto el alma como el producto de una nueva ola de radicalismo, era el promotor de la yihad sin cuartel contra Occidente; todavía más: ese individuo podía llegar a disponer de armas de destrucción masiva, gracias a la difusión de la tecnología y el creciente descontrol sobre los arsenales existentes.

En los momentos inmediatamente posteriores al 11-S, la Administración americana se volcaría en mermar todo lo posible la organización de Ben Laden; pero muy pronto descubriría que también debía poner en su punto de mira a cuantos gobiernos o Estados albergaran, escondieran o ayudaran a terroristas. De ahí la famosa referencia al "Eje del Mal", alusiva a regímenes que colaboraban con el terror, activa o pasivamente.

La guerra contra el terrorismo tuvo que transformarse en aras de la eficacia. No bastaba con la eliminación de los combatientes enemigos, pues el problema no era la táctica que empleaban, sino la ideología que les alimentaba. Así, la expresión terrorismo global –que describía el alcance de sus actos– dio paso a otras como terrorismo islamista, terrorismo yihadista o incluso islamo-fascismo. También empezó a hablarse de la "guerra larga", para intentar proyectar la imagen de un conflicto que no se ganaría rápidamente, sino con paciencia y perseverancia.

A medida que la ideología del enemigo pasaba a ocupar un lugar cada vez más central, se fue desarrollando la idea de que la mejor forma para combatir el terror islámico debía pasar, por fuerza, por impulsar una agenda de cambio en el Oriente Medio, el caldo de cultivo de la yihad. Había que impulsar la apertura política, la libertad de mercado y la tolerancia religiosa y cultural. La izquierda nunca se lo reconocerá, pero George W. Bush no sólo abanderó la lucha por la dignidad humana, los derechos inalienables del individuo y la extensión de la libertad, sino que posiblemente haya sido el presidente que más ha defendido una agenda democrática para todo el mundo, global.

El broche de oro de esa agenda de la libertad lo puso el propio Bush en el discurso de inauguración de su segundo mandato, cuando dijo aquello de: "El triunfo de la libertad en nuestro suelo depende del triunfo de la libertad en el suelo de otros". Yo, que estaba allí, sentí un escalofrío y sentí euforia, por la ambición del objetivo, tan claramente expuesto, como por lo arduo que sería alcanzarlo. Nunca he visto un discurso tan marcado por el deseo de que todos disfruten de la libertad.

La tragedia de George W. Bush no hay que buscarla en lo que le ha salido mal; es que su retórica era tan elevada, que la gestión prudente que debía hacer como presidente de la nación más poderosa de la Tierra tendía a generar una cierta esquizofrenia en la acción exterior. Así, el atractivo plan para la transformación del Gran Oriente Medio se fue diluyendo, al acumularse los contratiempos en el frente de batalla de Irak y la consiguiente necesidad de buscar aliados con los que gestionar el día a día. Estoy convencido de que si Irak hubiese ido mejor, Bush habría forzado una agenda de cambios en el mundo árabe y en el Norte de África muchos más visibles de los que, de hecho, se han ido dando en estos años. Porque cambios ha habido. Aunque lo cierto es que, de no haber sido por el empeño personal del mismo Bush, ni las mujeres estarían votando en Kuwait ni se habrían celebrado elecciones locales en Arabia Saudí. Son sólo dos ejemplos, todo lo imperfectos que se quiera, pero que sólo se explican por el ansia democratizadora del presidente americano y de alguno de sus aliados.

Para George W. Bush –al igual que para Blair y para Aznar–, la extensión de la libertad era un imperativo moral (todo el mundo tiene derecho a ser libre, a vivir sin miedo a expresarse, reunirse o rezar como quiera); era también una reafirmación de los valores occidentales (los únicos que de verdad defienden sin concesiones la libertad y la dignidad de la persona) en un momento en el que Occidente estaba siendo atacado por distintas fuerzas; y era también una cuestión estratégica, ya que sólo desde la libertad se podría poner fin a la espiral de radicalización en que estaba sumergido el mundo árabe.

El gran acierto de Bush fue definir la seguridad de Occidente –y de América– atendiendo a lo que él llamaba "las tres T": terrorismo, tecnología y tiranía. Tal combinación era inaceptable, por el peligro que encerraba. De ahí que la defensa propia pasara inexorablemente por luchar contra las tres. Con todos los medios disponibles.

A largo plazo, para acabar con la yihad era necesario transformar las sociedades en que emergía y se alimentaba. Era una premisa básica, y para Bush se traducía en atajar el problema de raíz (y no andarse con esas zarandajas de los progres de abordar la miseria y la pobreza, que nada tienen que ver). En lo relacionado con la prevención de nuevos atentados, Bush manejó dos principios básicos, no tan novedosos como pretenden sus críticos: 1) es mejor llevar la guerra al territorio del enemigo que luchar en el propio; 2) es mucho más prudente anticiparse al enemigo que reaccionar, en un tiempo en que las bajan pueden llegar a contarse por millones. Sus tesis quedaron elegantemente plasmadas en la tan famosa como controvertida Estrategia de Seguridad Nacional de 2002. Por mucho que sus críticos adoren ahora a Obama, nada hace pensar que una nueva Administración repudiará esos dos principios-guía. Entre otras cosas, porque no son exclusivos de George W. Bush, que ciertamente no los inventó.

Es en esta encrucijada intelectual donde hay que situar y juzgar el caso de la intervención para derrocar a Sadam Husein, generalmente ridiculizada por no haberse encontrado los arsenales de armas de destrucción masiva que todo el mundo –incluso sus generales– creía tenía el dictador iraquí. Para empezar, conviene recordar que lo que se temía no era tanto que Sadam tuviera sus arsenales como que siguiera pensando en hacerse con una bomba nuclear en cuanto se pusiera fin al régimen de sanciones. Ese miedo se hizo más vivo con el 11-S no sólo porque se sospechara de la intervención de aquél en el atentado, sino, sobre todo, porque se veía posible que pasara a los enemigos de América cualquier tipo de armas, incluso radioactivas o biológicas.

Se diga lo que se diga, el miedo era real y compartido por todos. Hasta el mismísimo Zapatero decía, en un debate parlamentario de primeros de 2003, que lo importante era desarmar a Sadam no por la vía de las armas, sino pacíficamente. Nada decía de que no creyera en la existencia de los arsenales iraquíes.

A eso se vino a sumar el deseo de poner un granito de libertad en el corazón del Oriente Medio: si arraigaba la libertad en Irak, la transformación de la zona estaba cantada, se pensaba. Otras razones eran, por ejemplo, el sufrimiento del pueblo iraquí y la finalización del trabajo dejado a medias en 1991.

El problema de Irak fue que no hubo una sola causa, sino muchas, y en lugar de acumular legitimidad, unas se la restaban a otras. La confusión resultante hacía más fácil la práctica de la demagogia a quienes preferían enmascarar o silenciar las referidas causas y oponerse a la guerra.

En cualquier caso, el conflicto fue lo que fue y se originó por lo que se originó, y sólo dentro de unos años podremos juzgarlo con la suficiente perspectiva. Ahora bien, hay que subrayar una cosa: Irak ya no es el tema divisivo con el que los demócratas han castigado a los republicanos y a George W. Bush durante años; ni siquiera es la tumba de los Estados Unidos, como pretenden los yihadistas y todos aquellos progresistas que prefieren una América en declive antes que la actual.

Irak ha sido el mejor regalo estratégico que Bush le ha podido hacer a Obama. Si el primero hubiera hecho caso al segundo hace un par de años, hoy Irak estaría bajo el dominio de Irán o el de Ben Laden, o en plena guerra civil. Pero Bush se resistió, y contra viento marea se empeñó en que la única alternativa aceptable fuera la victoria. Puso el surge en marcha y ahora se ven los resultados: derrota de Al Qaeda en Irak, derrota del yihadismo; contención de Irán; inicio de un proceso político basado en la negociación y el consenso; vuelta al sistema de la minoría suní; inicio de la recuperación económica... Ahí es nada, lo logrado. Y no, precisamente, gracias a los esfuerzos de los adversarios políticos del tejano.

Más despacio de lo que muchos hubiéramos deseado, con más sufrimiento y costes de lo necesario, con todos los errores tácticos y militares que se quiera, pero por primera vez en muchas décadas Irak está a punto de configurarse como una sociedad abierta y libre. Y eso traerá, innegablemente, consecuencias para toda la zona. Y habrá sido posible gracias a que George W. Bush prefirió sacrificar su popularidad antes que traicionar el ideal de llevar la libertad a las tierras de la antigua Babilonia. Las primeras elecciones libres en Irak, en enero de 2005, fueron el acontecimiento más seguido por todas las televisiones del la zona, desde Egipto a Qatar. La evolución de un Irak unido y en paz determinará el destino de todo el Golfo.

Suele decirse que los gobiernos no saben dedicarse a más de un tema a la vez. Pero la Administración de Bush ha tenido que lidiar con muchos y en todos los rincones del mundo, desde Venezuela a Corea del Norte. No siempre se ha sabido o podido reaccionar con la misma claridad, ni se han obtenido los mismos resultados. En Corea del Norte, Bush, llevado del multilateralismo que le exigían los europeos, se empantanó en unas negociaciones interminables que a fecha de hoy –primeros de diciembre– aún no han arrancado a los dirigentes de Pyongyang una clara renuncia a su armamento nuclear. Con Irán las cosas no han ido mucho mejor. En un principio se dejó a los europeos llevar la batuta en las negociaciones, y cuando se hizo evidente su fracaso se puso el énfasis en las sanciones de la ONU. Pero ni lo primero ni lo segundo han movido a los ayatolás a abandonar sus ambiciones atómicas. Al contrario, si algo ha quedado claro en ambos casos es que el tiempo siempre beneficia al proliferador.

Lo mismo ha sucedido en gran parte con Iberoamérica. Los esfuerzos dedicados por la Administración Bush no se correspondían claramente con los retos a los que se enfrentaba, y hoy América Latina está dividida entre populistas que tratan de volver a las formas clásicas de totalitarismo en la región y un puñado de gobernantes que luchan contra todos los obstáculos para mantenerse del lado del libre mercado, la libertad y la prosperidad. En descargo de los norteamericanos hay que señalar que, sin la colaboración española, es harto compleja su acción en el subcontinente. Y España no es que no haya colaborado: es que Zapatero y Moratinos han jugado directamente en contra de Washington.

Otros asuntos que los europeos nos negamos a abordar de verdad, como el sida en África, han ocupado horas y esfuerzos a un George W. Bush inspirado por su genético conservadurismo compasivo, que, dicho sea de paso, nada tiene que ver con el despilfarro de la ayuda al desarrollo de nuestros ministerios de asuntos exteriores y de cooperación.

Tal vez la última y mejor prueba del compromiso de Bush con la agenda de la libertad la hayamos encontrado en la cumbre que celebró el G-20 en Washington el pasado noviembre. Frente al discurso proteccionista e intervencionista de la mayoría de los países democráticos (de Argentina, Rusia, China y Arabia Saudí no podía esperarse otra cosa), Bush enarboló la bandera del libre mercado. Pidió más apertura y más libertad empresarial, no más regulación. Abogó por mejorar la supervisión, no por la imposición de más controles. Defendió al individuo frente al Estado. Se trató de una intervención digna de elogio de alguien que tenía sus días presidenciales contados y podía vivir muy bien sin meterse en más problemas.

La incógnita Obama

¿El resultado de las elecciones del pasado 4 de noviembre cierra la era Bush y abre la era Obama, como todo el mundo dice o cree? Está claro que lo que vaya a suceder dependerá de cómo actúe el propio Obama una vez se instale en la Casa Blanca. Sea como fuere, hay que recordar que no todos los presidentes tienen derecho a una era, y mucho menos a bautizarla. Yo creo que Bush la ha tenido, y que, más que haberse concluido, no ha hecho sino empezar. Bush la habría inaugurado, y Barak Obama sólo podrá gestionarla a su manera. Salvo, eso sí, que se dedique a destruir toda la obra de su predecesor. Si su principal objetivo es deconstruir a Bush, es más que posible que acabe sin era propia. Hay que esperar a ver.

En campaña, Obama se dio baño tras baño de multitudes. Y su victoria fue jaleada por legiones de entusiastas. (Todo esto contrasta poderosamente con el desconocimiento generalizado sobre su etapa como oscuro senador). Pero si, para un político, ser poco popular es un problema, también lo es serlo demasiado: a grandes expectativas, grandes frustraciones. Y al nuevo presidente americano le resultará imposible contentar a todos todo el tiempo. De hecho, aún no ha estrenado su mandato y ya se están haciendo visibles algunas fisuras. Así, para muchos de sus seguidores, su política de nombramientos está excesivamente inclinada a la anterior etapa demócrata, con lo que pudiera darse la impresión de que, más que a las del primer mandato de Obama, estamos a las puertas del tercero de Bill Clinton. Por otro lado, los sindicatos del sector del automóvil, tan potentes en Detroit y Chicago, y que tanto le han apoyado, le piden que salve de la quiebra a las industrias del ramo, mientras que los verdes, tan potentes en California, y que tanto le han apoyado, le exigen una legislación más restrictiva en todo lo relacionado con el sector del automóvil. Evidentemente, si contenta a unos defraudará a los otros, y eso es un problema. Empezaremos a ver fracturas del mismo estilo en materia de política exterior una vez pasadas las ceremonias de su toma de posesión, el 20 de enero.

Barack Obama ha sido recibido por el mundo como un nuevo Mesías. Hay quien ha llegado a escribir que es el segundo acontecimiento más importante de la Historia, tras la venida de Jesucristo. Y hay que reconocer que el mundo le había elegido presidente mucho antes que los propios americanos. En Europa, algo más del 90% prefería a Obama frente a McCain, mientras que los electores americanos se decantaron por él en un 52%. O sea, que las diferencias entre ambas orillas del Atlántico siguen siendo profundas, y Obama no las va salvar de buenas a primeras. En contra de lo que se cree fuera de América, Obama no se debe a la opinión mundial, sino a sus ciudadanos. Si actuase de otra forma, de seguro acabaría pagándolo, como tantos otros presidentes que sólo han estado cuatro años al mando de la nación.

En cualquier caso, es saludable tener presente que, a pesar del halo que le rodea, Barack Obama es humano y puede cometer errores. Algunos puede que incluso sean irreversibles. De la misma forma, no está de más señalar que el mundo –no América– es, básicamente, el mismo que el que había el 3 de noviembre de 2008. Y con toda probabilidad seguirá siendo el mismo el 20 de enero, cuando Bush pase el relevo a Obama. Los problemas y asuntos de relevancia serán los mismos: la crisis financiera y económica; el futuro de Afganistán, la estabilidad de Pakistán, Irak, Irán, Al Qaeda; Rusia; el proceso de paz entre palestinos e israelíes, Chávez y el neo-populismo iberoamericano... Es probable que Obama se dé cuenta muy rápidamente de que el Despacho Oval es, en realidad, un despacho global. Y de que el mundo no es perfecto ni fácil de controlar ni, aún menos, de cambiar. En campaña se puede soñar con Disneyland, si se quiere; si se es el presidente de la primera potencia del mundo, no se debería.

He titulado este apartado "La incógnita Obama" porque en estos momentos, cuando aún no ha conformado su gabinete, lo que vaya a hacer el presidente electo es una cuestión abierta. Quienes se inclinan a creer que la política exterior americana tiene un notable grado de continuidad tienden a pensar que, antes o después, Obama se comportará como un buen pragmático y ajustará su acción exterior no a sus ideas o sueños, sino al nivel y la intensidad de las amenazas a las que se enfrente. Es posible, pero siempre nos queda el otro escenario: el determinado por los valores y actitudes del inquilino de la Casa Blanca. Yo soy de los que creen que la personalidad del presidente influye, incluso en la política exterior. Y aun reconociendo la verdad que encierra o ha encerrado el argumento a favor de la continuidad, han sido tantas las cosas novedosas en torno a la elección de Obama, que tiendo a pensar, con él, que, hoy por hoy, todo es posible en América.

Obama representa dos rupturas con la forma de hacer política del establishment tradicional norteamericano. La primera y más evidente tiene que ver con la raza. Por mucho que se diga lo contrario, que Barack Obama sea negro ha pesado, y mucho, en la elección, y positivamente a su favor. La segunda es de naturaleza política: Obama es lo más parecido en sus planteamientos a lo que es y defiende hoy un socialista europeo.

Cierto, Obama ha sido y es muchas cosas. Tal vez demasiadas: ahí están su juventud radical, sus amistades peligrosas en la universidad, su arranque político en la corrupta Chicago, el senador ultrarradical de Washington, sus vaivenes electorales... Obama lo ha sido todo, pero ha estado siempre en el ala radical de la izquierda del Partido Demócrata. Si como presidente se dejará llevar por sus instintos radicales e ideológicos o se moverá en los dominios del pragmatismo es algo que está por ver, pero tanta incógnita, a estas alturas, da que pensar. De hecho, es altamente preocupante que todo sea posible. Y son muy preocupante las señales que se están emitiendo desde su equipo de transición. Así, por ejemplo, el campo obamita está reaccionando ante la crisis económica con demandas de más intervencionismo, más regulación, más proteccionismo. Sea por creencias o por atender a sus bases, si por él fuera rescataría a la industria automovilística, después a las aerolíneas y quién sabe cuántas cosas más. Con esa actitud está poniendo en peligro una recuperación que podría ser relativamente pronta. Para América y para todas las zonas del planeta que dependen de la locomotora americana.

Por lo que hace a Irak, es verdad que a medida que avanzaba la campaña fue atemperando su rechazo a la guerra y su llamamiento a una retirada precipitada de las tropas americanas. No obstante, parece seguir empeñado en ignorar la firma del acuerdo sobre el estacionamiento de tropas (que permiten a las fuerzas americanas seguir en el país hasta el 2011), y sus asesores hablan de una salida completa en 16 meses y, aún más peligroso, de las fuerzas de combate en un año.

En cuanto a Afganistán, Obama ha anunciado que pretende hacer más, sin concretar, si bien ha anunciado que se incrementará el contingente allí desplegado con al menos dos brigadas. Para él, se trata de la guerra buena, mientras que la de Irak es la mala: lo mismo dicen Zapatero y compañía por estos lares. No obstante, ya ha repetido en diversas ocasiones que si América se implica más, espera una mayor solidaridad y contribución de los aliados europeos. Pero no creo que consiga arrancar de sus socios un envío significativo de tropas de combate. ¿Cómo reaccionará si sus planes no salen como desea?

Con Irán, ya ha dicho lo que piensa hacer: sentarse a hablar con Ahmadineyad, sin condiciones, aunque de manera exigente, que es lo que se suele decir cuando se está pensando, precisamente, en lo contrario.

Por otro lado, se ha mostrado crítico con el despliegue de sistemas de defensa antimisiles en Polonia y la República Checa, lo cual no deja de tener su aquél, dadas las exigencias intimidatorias de Rusia y el aumento de la amenaza de Irán, países contra los que están dirigidos tales sistemas defensivos. Y ha anunciado que cerrará Guantánamo, a pesar de que sus asesores legales no tienen idea de cómo hacerlo.

Estoy seguro de que todo esto complacerá a muchos oídos en la vieja Europa, pero ese no es el asunto, mientras los europeos seamos relativamente insignificantes en los asuntos del mundo. El verdadero problema estriba en cómo leen al presidente electo sus adversarios. Los enemigos de América le están tomando las medidas, y en cuanto se las cojan se aprovecharán. Rusia es un buen ejemplo, pero más preocupante es Al Qaeda. Si hubo en Estados Unidos alguna mente biempensante que creyera que votando a Obama se pondría fin a la guerra contra el terrorismo islamista, se equivocó de todas todas, como ha quedado demostrado con la alocución del número dos de Ben Laden, Aymán al Zawahiri, en que amenaza a los Estados Unidos y al propio Obama.

Los españoles sabemos de sobra que con los cambios de gobiernos pueden producirse cambios de políticas. La distancia entre las respuestas de Aznar y las de Rodríguez Zapatero son patentes y no necesitan explicación alguna. ¿Es imaginable que Obama sea el Zapatero americano? Me temo que sí. La diferencia entre ambos es que, mientras que Zapatero se puede permitir el lujo de conducir nuestro país a la marginación, el ridículo y el empobrecimiento económico, es más dudoso que el pueblo americano se avenga a que su nuevo mito se conforme con ser el presidente que gestione el declive de su país.

Aun sabiéndose en el imaginario colectivo un nuevo JFK, Obama tiene tres modelos ante sí: puede ser Carter II, Clinton III o la versión corregida y adaptada de George W. Bush, o sea, ser un John McCain. Eso, en lo relacionado con la política exterior. En la doméstica puede que se guíe por una mezcla de Howard Dean y Malcom X.

Tarde o temprano sabrá de la tozudez de los hechos, del fanatismo de sus enemigos y de las reticencias de sus aliados. Y entonces, y a solas, tendrá que optar por soñar con una retirada del mundo (que, a la larga, le costaría a América su prosperidad y su seguridad) o bien por coger el testigo de George W. Bush. Esa será su hora de la verdad. El momento en que le llegará posiblemente no dependa de él, sino de sus enemigos.

Sir Winston Churchill decía que los americanos siempre acaban haciendo lo correcto después de haber agotado todas las otras opciones. Obama podría comportarse así, pero el precio que tendría que pagar América y el mundo entero sería incalculable. Y entonces a Bush le pasaría lo que a Truman, tan vilipendiado como aquél durante sus últimos días de mandato pero luego recordado como gran estadista. Porque, se quiera admitir o no, George W. Bush ha sido el mejor presidente que podía haber tenido Norteamérica en esos primeros años del siglo XXI.

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