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Los liberales son de Heráclito. Los conservadores, de Parménides

"No quise decir que los conservadores sean estúpidos. Quise decir que la gente estúpida generalmente es conservadora" (John Stuart Mill, Public and Parliamentary Speeches, 31-V-1866).

Hannah Arendt consideraba que el comunismo y el fascismo son dos gemelos totalitarios, el reverso y el envés de una misma placenta ideológica que se expresa de diversas formas aunque en la práctica quieren decir lo mismo. De igual manera, aunque en una escala menor, el conservadurismo y el socialismo son dos modos de entender una misma realidad socio-política y económica. Y esta misma identidad de fondo separa al conservadurismo y al socialismo del liberalismo, que está hecho de otra pasta.

El liberalismo significa democracia constitucional (la clave está en el adjetivo, no en el sustantivo), individualismo y preeminencia de la libertad como valor moral, político y económico a la hora de sistematizar la organización social. Frente a los liberales, los conservadores han enarbolado la bandera de la democracia orgánica, en la que la voluntad general no se entiende como un agregado de preferencias individuales, sino como la expresión de una entidad metafísica llamada nación (y que suele coincidir punto por punto, vaya casualidad, con las preferencias de los individuos conservadores). Los socialistas, por su parte, pusieron en marcha el género democracia popular, que durante tanto tiempo despistó a los que querían ir a la Alemania libre antes de la caída del Muro de Berlín y terminaban en la RDA (República Democrática de Alemania) en lugar de, como debieran haber sabido si los socialistas no hubieran metido tanta mercancía averiada en la disputa política, a la RFA (República Federal Alemana).

Y es que el liberalismo es de Heráclito mientras que los conservadores y los socialistas son de Parménides. Para los liberales, heraclitanos, existe un devenir perpetuo en la historia humana, un cambio incesante que encuentra su forma más indefinida, a la vez que más precisa, en la economía de mercado y en la democracia parlamentaria, entendidas simbólicamente a la manera schumpeteriana como un proceso de creación destructora. Los conservadores o los socialistas, parménidos, postulan un orden social inmutable, una utopía, un paraíso, aunque desde distintos puntos de vista. El nostálgico conservador está por una edad de oro perdida que habría que recuperar (la cristiandad, la comunidad nacional o racial), mientras que el revolucionario socialista proyecta sus ansias de fin de la historia y de reconciliación de todas las contradicciones sociales (esas que jalea el liberal, por lo fecundo que resulta la creación destructora del orden social) en el futuro, en un estatismo místico no por inmanente y terrenal menos ilusorio que el que promete el conservador.

Otra sustancial diferencia entre el liberalismo y la dupla conservadurismo-socialismo: el primero es racionalista, en tanto que los gemelos parménidos apelan a otras fuentes de justificación de la acción social. Para los conservadores, es fundamentalmente la tradición lo que otorga validez a un hecho o argumento. Los socialistas prefieren apostar por la exaltación de la voluntad en la política. Por ello, ambas corrientes denigran y calumnian valores epistemológicos fundamentales para el liberalismo, como los de verdad y veracidad. Por ejemplo, hipostasiándolos, como hacen los conservadores cuando hablan de la Verdad con mayúscula, es decir, una concepción de la verdad absolutista y maximalista, derivada no de los esfuerzos cognoscitivos individuales sino de la revelación divina o de la inercia de la tradición. Los liberales, sin embargo, aceptan la tradición pero no en sí, sino en cuanto ha sido tamizada por el filtro de la racionalidad. Los socialistas han sido siempre enemigos de la tradición, porque, como decía Marx en El 18 de brumario de Luis Bonaparte, "la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos".

Y es que si el socialista pretende hacer tabla rasa del pasado, el conservador, en distinto sentido pero en la misma dirección, lo lleva al altar para convertirlo en dogma, sacralizándolo. El liberal, en su tercera vía alternativa, tomará de ella los elementos racionales y negará los que atenten contra los derechos fundamentales.

Los socialistas, por su lado, niegan los conceptos de verdad y veracidad reduciéndolos a manifestaciones interesadas, sesgadas y manipuladas de intereses de clase. Siguen así el materialismo de Marx, que en Contribución a la crítica de la economía política sentenció:

No es la conciencia del hombre lo que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia.

Por lo que toda concepción de la verdad y la veracidad, desde este punto de vista vulgarmente mecanicista y materialista, sería mera expresión de intereses particulares, y por tanto ilegítimos.

El liberalismo, al hacer del individuo el centro metodológico y ontológico de la realidad social, se opone tanto al conservadurismo, cuyo concepto clave de ordenación social es la comunidad (unida por el cemento de la tradición, la nación o la religión), como al socialismo, que lo vincula a otro concepto grupal, el colectivo (que pivota sobre el concepto de clases sociales y las contradicciones de exterminio entre ellas). Así, el liberalismo se opone frontalmente al conservadurismo y al socialismo en cuanto que en el orden liberal lo que desaparecen son las formas dirigistas y restrictivas de la sociabilidad. La movilidad (económica, social, cultural, política) se convierte en la característica de una sociedad que se parece al dinamismo de una película –a veces al ritmo moroso de un plano secuencia de Víctor Erice, en ocasiones al demencial y promiscuo de un videoclip de Lady Gaga– más que al gesto petrificado de la fotografía fija de una sociedad conservadora o socialista donde reina la paz, sí, pero la paz de los cementerios, que diría ese gran liberal que fue Immanuel Kant. Una paz del camposanto que se pone de manifiesto en que incluso los laicistas del socialismo heredan de la fase teológica de la moral el componente moralista, el que trata de imponer una determinanda y unidimensional forma de vida.

Por el contrario, desde el liberalismo se trata de organizar los diversos deseos, individualidades, conceptos de la felicidad y del bienestar individual dentro un marco común, definido por unos valores mínimos pero poderosos. En palabras de Vargas Llosa, el liberalismo es, básicamente,

tolerancia y respeto a los demás, y principalmente a quien piensa distinto de nosotros, practica otras costumbres y adora otro dios o es un incrédulo.

En cualquier caso, al denunciar y negar las pretensiones universales de las morales coercitivas –en nombre de Dios o en nombre del sujeto colectivo de turno– que imponían sacrificios frente a la voluntad hedonista del liberalismo (satisfacer las diversas ansias de felicidad... incluso de aquellos que anhelan sufrir), los liberales se han ganado la enemistad de los conservadores y la de los socialistas, maximalistas morales ambos frente al minimalismo ético de aquéllos, que defienden que, cuantas menos restricciones morales, más grados de libertad política.

Este pluralismo de las concepciones del bien moral ha sido en ciertos momentos un problema para algunos liberales, que han sucumbido a los cantos de sirena conservadores o socialistas y sus pretensiones de dar una respuesta como una comunión a cuestiones de tipo existencialista. Como si la negativa de la concepción liberal a inmiscuirse en los asuntos espirituales de los seres humanos, su negativa a que la política o la economía sean los núcleos centrales de la cultura y el espíritu, la hiciese inhumana. Por el contrario, solo desde un marco político y económico liberal es posible la autonomía del ser humano entendida a la manera kantiana:

Ser menor de edad significa no poder servirse del propio entendimiento; ser esclavo de la religión, de la medicina, incluso de los libros. La minoría de edad está dada por la existencia de tutores, esos vigilantes de nuestra moral, nuestra dieta y nuestro entendimiento. Ser menor de edad es estar sumido sin atenuantes en la comodidad más abyecta. Es cómodo que otros decidan por mí: entre otras cosas, me ahorra la agotadora tarea de obrar éticamente, de preguntarme ante cada acontecimiento sobre el devenir de mi accionar. La comodidad no es compatible con la crítica, signo indiscutible de la Ilustración. ¡Es tan cómodo ser menor de edad!

El conservador y el socialista son dos menores de edad que necesitan de caudillos y mitos para encontrar un lugar en el mundo, "el calor del establo" del que se burlaba Nietzsche. La negación liberal del programa maximalista parménido ha llevado a acentuar la dimensión de los derechos de los individuos. Lo que no implica un olvido de las obligaciones hacia los demás, sino que se las pasa por el filtro de la responsabilidad y la ayuda mutua a partir de una adscripción libre del individuo, sin obligaciones ni coacciones por parte de los que detentan el poder común. Por ello es que en las sociedades liberales proliferan las acciones del voluntariado y del asociacionismo libre en lugar de la solidaridad obligada.

Es falso, como sostienen los conservadores, que el liberalismo, ese proceso dinámico de creación destructora de las formas sociales y económicas, sea caótico. Lo que sucede es que ha sustituido el orden simple de las sociedades tradicionales por el orden complejo de las sociedades abiertas. No es que haya caos, es que el conservador tiene una mirada simple e ingenua. El caos del liberalismo es organizado y organizador, dentro de un dinámica intrínsecamente desestabilizadora. Por ello, los conservadores usan el liberalismo como coartada de centrismo, aunque realmente son incompatibles. Como lo expresó Roque Dalton:

Los liberales creían que del caos podría surgir la libertad, a través de la lucha. Los conservadores creían que la libertad era el caos.

Mientras que los conservadores y los socialistas tratan de ser santos (laicos), los liberales enseñan a vivir civilizadamente incluso a los demonios. Entre el liberal-conservador y el social-liberal está el liberal-liberal, liberal al cuadrado, liberal salvaje, liberal puro o, simplemente, liberal.

El liberalismo tiene principios fuertes pero no los impone, sino que los oferta al mercado político, donde concurren otros muchos. Lo que sí impone el liberalismo son unas reglas del juego que permitan que todos puedan ofertar sus principios. Solo quedan fuera del juego quienes tratan de romper las reglas en su beneficio. Esas reglas del juego, que no son constitutivas del pensamiento y la acción liberal sino metapolíticas, son la tolerancia, el respeto mutuo, la cortesía, el espíritu de cooperación. Estas reglas no significan adscribirse al credo liberal, sino mostrar una vocación humanista. No existe, por tanto, el talante liberal, sino que uno es o no es un malnacido.

A diferencia del conservador y del socialista, el liberal no solo no tiene el menor problema con la ciencia, sino que considera la actitud científica parte integrante de su visión global del ser humano. Como sostenía Ayn Rand,

defendemos el capitalismo porque es el único sistema orientado hacia la vida de un ser racional.

Tanto el liberalismo como la ciencia tienen un compromiso epistemológico con la verdad y la veracidad que, como hemos visto, el conservadurismo y el socialismo no tienen, ya que las subordinan a otros intereses. Por otro lado, y dada su manera de aproximarse a la realidad, tanto el liberalismo como la ciencia tienen las puertas abiertas a la rectificación de los postulados y dogmas. En este sentido, la famosa y malinterpretada sentencia de Groucho Marx "Estos son mis principios, si no te gustan tengo otros" hace referencia no a un relativismo blando y débil, sino a la fortaleza imaginativa del individuo que no vacila en fabricarse otra más consistente cuando la realidad le estropea una buena teoría. Marx (Groucho) y Keynes son, así, primos hermanos. Escribía el segundo en ¿Por qué soy liberal?:

Cuando los hechos cambian, cambio de opinión. ¿Qué hace usted, señor?

Los liberales se diferencian del eje conservador-socialista tanto en la estrategia como en la táctica social. Los liberales siguen una estrategia bottom-up, de la sociedad civil, los individuos de carne y hueso, hasta las élites y las zonas altas de la jerarquía. Por el contrario, los parménidos siguen la estrategia contraria, top-down, en la que the best and the brightest, la etiqueta con que se calificó a la cuadrilla de Kennedy, los mejores y los más brillantes tienen que asumir una dictadura, más o menos dura, más o menos evidente, sobre el resto de la sociedad. Las tácticas a las que conducen estas estrategias son la aproximación pro-mercado de los primeros en contraposición a las estrategias pro-estatistas de los segundos, a través de distintos grupos de presión. Y a favor de una vida económica y política basada en reglas, normas y leyes por parte de los liberales frente a las ideologías colectivistas, siempre portavoces ungidos de utopías.

También comparten el liberalismo y la ciencia una actitud favorable al indeterminismo, en el sentido de una visión probabilística y no determinista del desarrollo histórico. No hay teodicea como en los conservadores ni historicismo como en el socialismo, dos versiones de una misma concepción metafísica, como denunció Karl Popper en Miseria del historicismo. Tanto para el liberalismo como para la ciencia, hay que dejar espacio para el suceso no predecible, lo que muta el universo ordenado según pautas reconocibles y predecibles en un universo vibrante y ruidoso, inteligible aunque nunca del todo, en el que las respuestas a las preguntas no sólo no cierran la discusión, sino que abren otras en un proceso de conversación interminable. Para el liberalismo y para la ciencia, no hay Fin de la Historia ni Teoría Total, ya sea en su versión religiosa (conservadurismo) o laica (socialismo).

El liberalismo nunca será para las masas, como tampoco lo es la mecánica cuántica, el arte no figurativo, En busca del tiempo perdido o la teoría de la selección natural. Pero como todas estas manifestaciones de lo más elevado del espíritu humano, el liberalismo ha contribuido a que el hombre se acerque a eso que Emily Dickinson llamaba "Altivez":

Sólo sabemos toda nuestra altura
si alguien le dice a nuestro ser: ¡Levanta!
Y entonces, fiel consigo, se agiganta
hasta llegar al cielo su estatura.

De la vida común sería ley
el heroísmo en el humano ruedo
si no nos doblegáramos al miedo
de vernos y sentirnos como un rey.

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