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DRAGONES Y MAZMORRAS

Realidad, ficción y premio Nobel

Semana muy intensa en la que, otra vez, los acontecimientos culturales han quedado minimizados por los horrores de la vida. Los doscientos muertos (tal vez muchos más) de Bali hacen que la concesión del Premio Planeta a Bryce Echenique sea aún más irrelevante de lo que sería en cualquier otro momento.

No ocurre lo mismo con la del premio Nobel, que –todos los años lo recuerdo– tiene entre sus estatutos fundacionales, redactados por el propio Alfred Nobel, la discutible misión de premiar a los escritores comprometidos moralmente con su época, supeditando esto a las consideraciones meramente literarias, cosa que desconcierta por demás a quienes piensan que el Nobel de Literatura debiera de ser sólo eso, de literatura. Aunque a mí misma me ha parecido en ocasiones ridícula, esta cláusula cobra su importancia cuando la ficción se convierte, muchas veces por anticipado, en reflejo de una realidad acuciante.

Ocurre por ejemplo en Los lobeznos, novela de José Jiménez Lozano donde la política española queda literalmente “escupida” (en su acepción perfectamente castellana de idéntica), incluido el robo de documentos a lo Arriola, lo que en su momento pudo parecer un alarde imaginativo del autor. A esta cualidad profética de la literatura hay que atribuir también que a Houellebecq se le ocurriera terminar su última novela (Plataforma) con un atentado en un paraíso turístico, concretamente Tailandia, con más de un centenar de víctimas, lo que queda muy por debajo de lo sucedido en Indonesia, en el plano siempre más delirante de la realidad. Por parte del escritor francés, indica además una gran penetración sobre el verdadero alcance de la amenaza que Rafael Conte, en la crítica adversa que le dedicó en su momento, consideró “excesiva” (la penetración, no la amenaza), por estar el escenario del atentado muy lejos de Palestina (tal cual).

Ante esta tesitura no es irrelevante que el año pasado el premio Nobel recayera en alguien como V. S. Naipaul ni, en esta ocasión, en un escritor como Imre Kertész, de cuyos derechos al español, por cierto, se ha apoderado la editorial Alfaguara, y aprovecho para transmitir mis condolencias y mi admiración a El Acantilado, quien se arriesgó con él en épocas de vacas flacas. Ambos autores representan la conciencia viva de dos conflictos dolorosamente abiertos: la amenaza del integrismo islámico, magníficamente interpretada por el primero, y la paradoja del judaísmo y de Israel, asumida por el segundo. No sé si el jurado (que hace no tanto eligió a un tipejo como Saramago, sin duda por su compromiso con lo peor de su época) tuvo esto en consideración, pero ha dado en el clavo.

Naipaul ha dejado muy clara su postura en artículos, libros (léase en particular Al límite de la fe, en editorial Debate, libro sobre el islamismo en Indonesia, Pakistán, Irán y Malasia donde cuenta cosas que ponen los pelos de punta) así como en numerosas declaraciones. En cuanto a Kertész, acabo de leer un texto suyo, publicado en “El País” en el que, a pesar de que en las entradillas nos lo hacen parecer contrario a Israel (la descontextualización es un arte que ese periódico maneja con envidiable soltura) deja muy clara su postura en párrafos como el siguiente: “Lo confieso con toda sinceridad: cuando vi en la televisión los tanques israelíes que se dirigían a Ramala, una idea me atravesó el alma de forma involuntaria e ineluctable: Dios mío, qué bien que pueda ver la estrella judía sobre los tanques israelíes y no cosida sobre mi ropa como en 1944. O sea, que no soy imparcial ni puedo serlo”.

Kertész es un superviviente del Holocausto y en el artículo que cito está refiriendo un viaje reciente a Jerusalén. La perplejidad que en cierto momento dice experimentar en suelo israelí no es fruto de que no entienda que los israelíes deban defenderse de sus enemigos, atacando, sino de a que él, que es judío, le produce gran extrañeza sentirse un extranjero en una nación judía, algo así como ese “judío no judío del que habla Isaac Deutscher, la variante europea desarraigada que apenas puede establecer una relación íntima con la condición de judío que le ha sido impuesta”. Así de claro.
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