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Cambios de paradigma en la Europa de los Habsburgo

Tres espacios geográficos, Austria Central (Viena incluida), Bohemia y Hungría. Un tiempo que arranca en 1848 y que, en lugar de terminar en 1918, cuando la caída del Imperio de los Habsburgo, el historiador hace concluir en 1938, porque muchos intelectuales continuaron en activo hasta esa fecha. Un mundo del que habían dado cuenta literaria Stefan Zweig en El mundo de ayer: recuerdos de un europeo, Robert Musil en El hombre sin atributos, Joseph Roth en La marcha Radetzky o Schnitzler en el maravilloso relato "El busto del emperador". Más de setenta figuras intelectuales analizadas en su contexto cultural, biográfico y religioso. Una investigación sistemática en la que William M. Johnston exhumó gran cantidad de material para que otros tuvieran la oportunidad de analizarlo con detenimiento. Un análisis de ambientes y personalidades que tiene como meta entender cómo se produjeron las transformaciones o cambios de paradigma, según terminología de Thomas S. Khun, en el modo de pensar europeo del que somos herederos.

En su titánico estudio, William M. Johnston adopta como referente The American Mind: An Interpretation of American Thought and Character since the 1880's, de Henry Steele Commager, todo un clásico de la historia intelectual estadounidense. Pero también tiene presentes obras tan fundamentales como Le peintre-graveur, de Adam von Bartsch, recopilación de la obra calcográfica de más de quinientos artistas; Fin-de-Siècle Vienna: Politics and Culture, de Carl Schorske; The Jews of Vienna in the Age of Franz Joseph, de Robert Wistrich, o la más próxima a nuestras lecturas, El mito de los Habsburgo en la literatura austriaca, en la que Claudio Magris reflexiona sobre la identidad postimperial austriaca y con la que Johnston discrepa parcialmente.

Johnston, graduado en Harvard, catedrático jubilado de Historia Cultural de Europa en Amherst, adopta el método de la fenomenología de la cultura. Emula, según sus propias palabras, la disciplina de la fenomenología de la religión del holandés Gerardus van der Leeuw y, más que emitir juicios de valor sobre las doctrinas o ideas estudiadas, analiza las funciones que desempeñan y las relaciones que establecen con los sistemas intelectuales de los que forman parte. Quiere ser descriptivo, tener alcance global y ser ideológicamente aséptico o, lo que es lo mismo, analizar sin prejuicios. Y lo consigue, sin que el libro devenga un voluminoso vademécum. El objetivo de su estudio consiste en "presentar al público una historia intelectual del pensamiento de expresión alemana en todo el ámbito geográfico de la monarquía habsburguesa".

Importa insistir en ese todo. Porque Johnston rehabilita la aportación judía a la historia del pensamiento austriaco, por más que le supusiese recibir críticas de filosemita, y porque, en general, le interesa subrayar las raíces étnicas y culturales de los intelectuales que estudia. Todo, porque aborda figuras fundamentales y famosas y figuras olvidadas: "¿Por qué Kafka habría de ser acreedor de una crítica cien o incluso mil veces mayor que Kornfeld o Adler, si los tres respondían a circunstancias similares de su ciudad natal, y si los tres formaban parte del mismo contexto cultural?". Pues porque, justificará el propio Johnston, las aportaciones de los grandes, así como el caldo de cultivo ideológico con el que experimentaron, son mejor comprendidas si se tienen en cuenta los satélites que orbitaron en torno a ellos. Todo, porque, además de Viena, Johnston analiza los espacios culturales de Bohemia y Hungría. Y todo porque renuncia al logocentrismo en aras de una perspectiva que alcanza todos los ámbitos de la creación: músicos, pintores, arquitectos, médicos, sociólogos, ideólogos, críticos de arte, novelistas, poetas, filósofos: en fin, todo aquel que aportó su granito de arena tiene cabida en El genio austrohúngaro.

El Imperio burocrático y centralizador de los Habsburgo había consumado la triple misión de reconvertir a los alemanes del sur al catolicismo romano, resistir las amenazas del Imperio Otomano y extender la civilización occidental (¿cristiana?) a territorios más orientales. Había generado también una mentalidad que Johnston sintetiza en el término nihilismo terapéutico. Se trata de un concepto originado a principios del siglo XIX en la Facultad de Medicina de la Universidad de Viena y que define el interés en el estudio de los síntomas de las enfermedades y no en la curación o la terapia. El nihilismo terapéutico se traducía culturalmente en un estado de ánimo que llevaba a la renuncia de los austriacos a tomar parte de la vida política de su propio país o bien a examinar los hechos sin aportar soluciones.

En este contexto, muchos judíos se convirtieron en catalizadores, innovadores o transmisores de las innovaciones: porque constituían una especie de comunidad de destino dispersa por todo el imperio y porque tenían costumbres propicias a la excelencia intelectual, "para estar por encima de los prejuicios sociales a que se veían sometidos".

Aunque existen tres centros culturales bien diferenciados: Viena, Bohemia y Hungría, es a la capital austriaca al que se presta más atención. A pesar de los sobornos (que estaban a la orden del día), de la censura de prensa, de las potenciales confiscaciones de libros, de la interdependencia Iglesia-Estado; a pesar de que, ¿o gracias a?, la educación estaba en manos de la Iglesia Católica, será en Viena donde tenga lugar la gran explosión cultural. En Viena desarrolla Carl Menger la teoría del valor, argumentando que el valor no se deriva de las cualidades inherentes a un bien sino de las necesidades humanas. En Viena, Hans Gross crea la moderna investigación criminal, y Hans Kelsen defiende el derecho internacional como el único capaz de proporcionar homogeneidad a los distintos sistemas judiciales. En Viena, triunfan los cafés, las operetas y el folletín, terreno propicio para la polémica; componen Brukner, Wolf y Mahler, y Schönberg revoluciona el mundo de la música con el sistema dodecafónico. En Viena, pintan Hans Makart, Gustav Klimt y Oskar Kokoschka, y se crea el estilo Rinstrasse para colmar los gustos de la burguesía. En Viena, Karl Kraus, Ludwig Wittgenstein, Adolf Stöhr y Fritz Mauthner sostienen su filosofía del lenguaje, y Martin Buber y Ferdinand Ebner descubren la relación ética Yo-Tú. En Viena, en fin, Freud y el psicoanálisis triunfan sobre el nihilismo terapéutico.

En Bohemia, el catolicismo reformista se convierte en una fuerza que abandera las reivindicaciones nacionalistas y reivindica la utilización del checo en detrimento del alemán, que permanece en labios de judíos y alemanes praguenses; la Iglesia funda escuelas primarias donde los profesores inculcan a los estudiantes el deseo de participar en política y se lidera la campaña a favor de la autonomía checa; y Franz Bentano, Alexius Meinong, Husserl, Ehrenfels y Herman Broch renuevan la tradición leibniziana.

Por último, Hungría. En el último tercio del siglo XIX Budapest es una de las ciudades más modernas de Europa. A diferencia de lo que hicieron numerosos autores checos, los húngaros difundieron muchas de sus ideas en alemán, aunque final y paulatinamente fue el magiar el idioma que simbolizó el espíritu nacional y la cultura patria. Entre los más destacados intelectuales encontramos a Georg Lukács, que pasa de la sociología de la novela a fundar la sociología del conocimiento, y al psicoanalista Sándor Ferenczi .

De forma sistemática, y con una documentación exhaustiva que, no obstante, no sobrecoge al lector, William M. Johnston ha conseguido elaborar un texto de referencia que permitirá comprender mejor la vida intelectual de los últimos años del Imperio Austrohúngaro.

William M. Johnston, El genio austrohúngaro, KRK Ediciones, Oviedo, 2009, 1.147 páginas.

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