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DRAGONES Y MAZMORRAS

San Jorge versus Don Quijote

Les juré en mi última crónica que les hablaría de la ceremonia de entrega del premio Cervantes a Gonzalo Rojas, chileno. Si sólo se lo hubiera prometido tal vez ni lo mencionaría, porque ha pasado ya una semana (tal viernes como hoy en que escribo estas líneas) pero es como si ni siquiera hubiera ocurrido el grandioso acontecimiento, tan presto se va la vida, tan callando.

Les juré en mi última crónica que les hablaría de la ceremonia de entrega del premio Cervantes a Gonzalo Rojas, chileno. Si sólo se lo hubiera prometido tal vez ni lo mencionaría, porque ha pasado ya una semana (tal viernes como hoy en que escribo estas líneas) pero es como si ni siquiera hubiera ocurrido el grandioso acontecimiento, tan presto se va la vida, tan callando.
No me voy a detener en el análisis político del acto, en el que se estrenó la ministra de Cultura con un discurso impactante del que ya se hizo eco la prensa consuetudinaria, pero sí quiero anunciarles que así como el icono literario de la etapa anterior fue Luis Cernuda, el de la presente lo será María Zambrano, filósofa de toda mi consideración y respeto y andaluza sólo de nacimiento, pero ya sabemos que ese imperativo es el que en estos tiempos de nacionalismo socialista, parece más categórico. Dónde se haya vivido, sufrido, estudiado, escrito o muerto, importa poco, en definitiva sólo son circunstancias y ni siendo discípula de Ortega y Gasset tiran esas cosas que nos rodean de mayor como tira el yo primigenio y el terruño o el aroma perfumado de los limoneros entre los que transcurrió la primerísima infancia. La ministra, además de hablar del premiado, habló de la paz “inmenso invernadero en el que crece la vida”. ¡Ay los poetas andaluces de hoy!
 
Tampoco les voy a decir ahora los nombres de quienes asistieron al acto o dejaron de asistir, pero sí que el de la mañana en la Universidad de Alcalá de Henares fue el único pues, en memoria del 11M, no se celebraría ninguna recepción palaciega vespertina, como es tradición. Y así fue. Creo, por otra parte, que no sería ninguna tontería anularla para siempre, pues en el recinto complutense caben ya con holgura las cada vez más escasas personalidades que asisten la entrega del Premio Cervantes. Las razones, además del hartazgo, son muchas, entre la que no es puñalada de pícaro la paralela que hacen los catalanes ese mismo día. Me explico. Ya el año pasado, cuando lo recibió José Jiménez Lozano, hubo una carencia notable de presencia editorial y autoril, seducidos como estuvieron casi todos por el poderoso reclamo de la fiesta del libro de Barcelona, que se ha revitalizado hasta extremos de hacer seriamente la competencia a la entrega del premio Cervantes. Sin duda, San Jorge, tan ente de ficción como Don Quijote, tan desfacedor de entuertos y perseguidor de quimeras, se presta a lo libresco con más veracidad que el propio Cervantes. Los escritores, ya sean madrileños o asturianos, lo que quieren es que les promocionen y aunque el Corte Inglés puso mucho de su parte ese día en la capital de España, pudo más la apetitosa novedad del menú que se serviría en el palacio virreinal de la Generalitat, y su milagrera y novedosa corte republicana.
 
Estas cosas, por contraste, hacían más meritoria la asistencia al acto madrileño y lo rodeaban de un halo de resistencia cultural que, a mi entender, lo ennoblece aún más si cabe. Había muchos ausentes en las filas académicas, tal vez porque algunos, que también son jóvenes escritores de talento, se vieron obligados a asistir a la Sanjorgiada, presionados, seguro, por sus agentes literarias y sus editoriales catalanas. Los pocos editores que ahí había eran madrileños y algunos eran representantes de gremios y asociaciones del ramo, soliviantados por la polémica que les trae a todos de cabeza, la del canon ese que las bibliotecas cobrarían por cada libro prestado. Aquí, ya saben, se produce una cruel paradoja porque, en principio, los derechos de autor, que son sagrados, tienen una excepción (nada que ver con la excepción cultural que prepara el gobierno a los teleñecos) cuando se trata de difundir y promocionar la lectura, en particular, y la cultura, en general. ¿Y qué son las bibliotecas sino grandes centros de promoción y difusión de la ambas dos cosas? Pues no, las asociaciones de escritores y las gestoras de derechos no opinan lo mismo. Pero, ojo, los que apoyan el canon no son los escritores, sino los directivos de dichas agrupaciones. ¿Cómo es eso posible, se dirán, si los únicos perceptores de derechos son los autores? Pues se equivocan porque aquí entra en juego una segunda paradoja. Los dineros que recaudan dichas gestoras con esos cánones, ya sea por fotocopia, o por libro leído, como pretenden ahora, se reparten entre los escritores, cierto, ¡pero sólo entre los que están asociados! Lo que sobra lo gestionan dichas agrupaciones con actos y otras ayudas a ellos mismos y, por consiguiente, directa o indirectamente a sus directivos y asociados. Los escritores que no estén asociados —y en democracia, gracias a Dios, no es obligatorio— que arreen o que asistan como espectadores a esos actos. Por eso me hace mucha gracia ver como Andrés Sorel, secretario perpetuo (no lo digo porque sea ésa su condición sino porque siempre lo eligen) de la Asociación Colegial de Escritores (ACE), se muestra ahora tan complaciente con las normas y, sobre todo, tan partidario del liberalismo económico. “A nosotros —dice Sorel— se nos contrata una obra exclusivamente para su venta”. ¡Vaya! Yo creía que en todo escritor —máxime si es de izquierdas— hay, qué se yo, unos ideales, un afán de infinito, un deseo de que la gente acceda, gratis, a la cultura. Pero dar algo gratis es demasiado para quienes sólo saben vivir, literal y literariamente, del cuento y de la subvención.
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