Menú

Cataluña: los restos del naufragio

Artur Mas inició su andadura como presidente de la Generalitat arropándose con pintorescas metáforas náuticas. Incluso se fotografió con una rueda de timón a sus espaldas. Y anunció a los cuatro vientos que la nave catalana, bajo su mando, ponía rumbo a Ítaca. Los suspicaces adujeron que su predilección por las figuras alegóricas y los subterfugios retóricos, como ese de "Estado propio", encubría la renuencia a proclamar explícitamente su credo independentista. Cuenta Quim Monzó (La Vanguardia, 12/11/12) que cuando un empresario le preguntó en Lérida por qué nunca pronunciaba la palabra comprometedora, Mas no sólo la repitió varias veces, sino que la silabeó y añadió que llevaba acento: in-de-pen-dèn-cia. Monzó lo corrige:

Independència no se silabea así. Se silabea in-de-pen-dèn-ci-a. En castellano sí es in-de-pen-den-cia, pero no en catalán (…) Mas no debe de estar al corriente del debate que a finales de los setenta suscitó el hecho que entonces, a la hora de gritar, muchos independentistas coreaban in-de-pen-dèn-cia y no in-de-pen-dèn-ci-a. Al cabo de poco tiempo pareció que todo el mundo lo había entendido. Probablemente Artur Mas estaba por otras cosas en aquella época y no se enteró. Ahora ya sabemos por qué siempre rehúye decir la palabra: para no cagarla.

Trastornos de personalidad

Por lo visto, según Monzó, Artur Mas estaba condenado a cagarla cuando hacía exhibiciones, sin conocimientos suficientes, con la que el Estatut consagra como lengua propia de Cataluña. Pero, y ateniéndonos siempre al estilo desenfadado de Monzó, la cagó definitivamente y sin atenuantes cuando se guió por una carta de navegación del siglo XVIII y, víctima de su miopía, creyó ver una réplica de la quimérica Ítaca habitada por un millón y medio de nativos que lo aclamaban cuando sólo se trataba de un conglomerado de arrecifes, enfiló hacia ellos, estrelló la nave y la hundió, ante la mirada atónita de sus subordinados y sus patrocinadores. Los restos del naufragio flotan a la deriva. Urge que los estamentos racionales de la sociedad procedan al rescate antes de que los recolectores de pecios hagan su agosto. Adéu, Ítaca.

Duele pensar que todo esto se podría haber evitado si se hubiera dado a tiempo –y volvemos a las metáforas náuticas– el "golpe de timón" que el visionario Josep Tarradellas reclamó en Morella el 23 de octubre de 1977, y en muchas ocasiones posteriores. Pero lo frustraron, primeramente, la tenebrosa tentativa de golpe del 23-F y, después, las concesiones a la obsesiva política identitaria y rupturista del pujolismo.

También se podría haber evitado, o por lo menos atenuado, si los observadores de la escena política catalana y los propios correligionarios de Artur Mas se hubieran percatado de que éste padecía trastornos de personalidad que se manifestaban en una acentuada megalomanía. Megalomanía que su entorno estimuló mediante la adulación y el acatamiento ciego a sus iniciativas más desorbitadas. Sólo Francesc de Carreras se atrevió a formular un diagnóstico implacable (La Vanguardia, 12/10/2012):

Nos encontramos ante un tipo de personaje, muy estudiado por los psicólogos, que me causa un especial pavor: estamos ante un iluminado, una persona que ha escogido ser el instrumento de un misterioso destino que está decidido a asumir, pase lo que pase, tanto a él como a su país.

"¿El camino hacia la soberanía será largo?", le pregunta el periodista Barbeta. Responde: “Largo no sé, pero será duro, muy duro”. Y añade: “Procuro aislarme todo lo que puedo del ruido mediático (…) Si no te atreves con un proceso así, tienes que terminar. Lo que no vale es quedarte de presidente de un país y dar la espalda a la mayoría del pueblo. Si no te atreves te tienes que ir. Y si te quedas, tienes que asumir el sufrimiento”. Y remata la faena: “Tengo esperanza porque tengo fe”. ¡Dios mío! ¿En manos de quién estamos?

(…)

Tenso el mentón, la mirada en el horizonte, aires de jefe de Estado. Este es el Artur Mas de las últimas semanas. Me da miedo.

Francesc de Carreras no imaginó que estaba describiendo el cartel donde Mas, imitando al Charlton Heston de Los Diez Mandamientos, adoptaba precisamente esa pose para promocionar su candidatura. Muchos años antes, quien esto firma ya había dado la voz de alarma. En mi libro Por amor a Cataluña. Con el nacionalismo en la picota (Flor del Viento, 2002) recordé que cuando La Vanguardia le pidió a Mas, lo mismo que a otros políticos catalanes, que se fotografiara, durante los Carnavales del 2001, con el disfraz que mejor reflejara su personalidad, el resultado fue un estrambótico y ensoberbecido Sant Jordi, enfundado en una cota de malla de 25 kilos, lanza en ristre, pisoteando a un ridículo híbrido de lagartija y dragón de utilería. La imagen quedó conservada para los historiadores futuros en el suplemento "Vivir" de dicho diario (25/2/2001). Mas explicó que había elegido a aquel “héroe” porque tenía

gran voluntad y coraje para superar dificultades, era persona conocida por su generosidad hacia los demás, un hombre, vaya, un santo, que además repartía riqueza. Y porque es un símbolo de catalanidad.

Precoz fundamentalismo

¿Qué patrón de barco contrataría a semejante fanfarrón, no ya como capitán, sino como simple grumete? No es extraño, entonces, que cuando Mas se apropió del papel de piloto de altura se convirtiera en el artífice del desastre. Para más inri, ahora alardea de su predisposición a asociarse con Oriol Junqueras, un fóbico recolector de pecios, para compartir con él los restos del naufragio. Lluís Amiguet le preguntó a Junqueras cuándo y por qué se hizo independentista, y el flamante líder de ERC le contestó:

A los ocho años. (…) Y también recuerdo que fui muy consciente del referéndum de la Constitución (…) A los ocho años yo ya tenía muy claro que estaba contra la Constitución española. Ya tenía vocación política. Y ERC hacía mucho tiempo que denunciaba el expolio fiscal.

Dato curioso: no faltan los formadores de opinión que, desilusionados de Mas, vislumbran potencial en este advenedizo que, según propia confesión, hoy no ve más allá de lo que veía, con precoz fundamentalismo, cuando tenía ocho años. Los estudiosos anglosajones aplican a este comportamiento el diagnóstico de arrested development, o sea, "desarrollo interrumpido", aplicado, en el caso que nos ocupa, al proceso cognitivo, detenido en la etapa infantil.

Atribuir las causas del naufragio únicamente a los trastornos de personalidad de un clan de caudillos mesiánicos que, con el trascurso del tiempo, quedarán reducidos en los textos de historia a su verdadera dimensión de patéticos figurantes nos haría incurrir en un exceso de simplificación psicologista. Los demagogos que movilizaron un contingente numeroso de ciudadanos –mucho menos numeroso de lo que sus subordinados mediáticos quisieron hacernos creer, pero igualmente importante– encontraron el terreno abonado para sus supercherías. Y si finalmente naufragaron fue porque, como dice el viejo proverbio, es posible engañar a mucha gente durante poco tiempo o a poca gente durante mucho tiempo, pero no a mucha gente durante mucho tiempo.

Veneno doblemente tóxico

Las pruebas de que la secesión de Cataluña implicaría una traumática fractura social dentro del nuevo país y también en el ámbito de las relaciones familiares, personales, culturales y económicas con el resto de España eran irrefutables. Una verdad como una catedral, pero la reacción de Mas frente a ella fue desorbitada (LV, 23/11):

Lo único que me molesta son los gritos de guerra como este de Aznar: "Si quieren romper España, antes tendrían que romper Catalunya". ¡Es imperdonable! Los catalanes tenemos orígenes muy diversos, apellidos diversos, hablas diversas… e intentar dividirnos por ahí, ¡eso me indigna!

La sociedad catalana experimentaba las tensiones internas normales, propias de todos los núcleos donde se congregan seres humanos: familias, escuelas, empresas, clubes deportivos, cuarteles, centros religiosos, etcétera. Hasta que el nacionalismo excluyente inyectó su veneno, doblemente tóxico cuando llega al extremo del secesionismo que abandera Mas, o de lo que Amin Maalouf denomina "identidades asesinas".

El notario Juan-José López Burniol, habitualmente empeñado en legitimar el imposible pacto entre el nacionalismo y la racionalidad, se decantó circunstancialmente por esta última, en medio de la ofensiva rupturista, al tomar partido por la Ilustración frente al Romanticismo. Lo hizo con argumentos cuya precisión, típicamente notarial, demuele los cimientos del edificio identitario donde se cobijan los herederos del Romanticismo, a los que define, sin pelos en la lengua, como nacionalistas excluyentes, y deja al descubierto, asimismo, la matriz egoísta y etnocéntrica de sus belicosas reivindicaciones económicas (LV, 19/8):

El núcleo duro de la corriente romántica es la exaltación de la naturaleza y de la historia, pero no de toda la naturaleza y de toda la historia, sino de mi naturaleza y de mi historia. Así para los nacionalistas excluyentes, no hay más que nuestro país y nuestro paisaje; nuestra tradición y nuestra historia; nuestra literatura y nuestra música; nuestros campos y nuestros productos; nuestras fábricas y nuestras empresas; nuestros negocios y nuestros bancos; nuestros intereses y nuestro dinero; nosotros y nosotros. Porque los otros no son como nosotros. Ellos son vagos, indisciplinados, erráticos, poco fiables, dilapidadores, sinvergüenzas e, incluso, guarros.

Y lo remata con estas dos perlas de sabiduría:

Ya advirtió Isaiah Berlin que "el Romanticismo, tan pronto como es llevado a sus consecuencias lógicas, termina en una especie de locura", promovida –en palabras de Hannah Arendt– por una “alianza entre chusma y élite”.

Metecos aguafiestas

La fractura que José María Aznar pronostica, Artur Mas niega y Juan-José López Burniol describe queda crudamente reflejada en un exabrupto que Antoni Puigvert lanza en uno de esos trances en que se despoja de su barniz de moderado y se complace en destilar un desprecio agraviante por los metecos aguafiestas, a los que coloca (nos coloca) en el umbral de la degradación (LV, 10/9):

Una gran masa anónima catalana no participa del ambiente rupturista. Una enorme bolsa interna catalana, formada en su mayoría por catellanohablantes (entre los que abundan los parados y los que han abandonado los estudios), parece tener su propio código de señales: entusiasmo por la roja, cultura Telecinco, fricciones con la nueva inmigración. ¿Cómo se comportará este segmento de la sociedad catalana que no participa de los valores y emociones catalanistas?

Estoy leyendo en este momento el esclarecedor e ilustrado ensayo de Niall Ferguson titulado Civilización. Occidente y el resto (Debate, 2012), y su contraste con la visión aldeana y folclórica de Puigvert, convencido de que su terruño monopoliza todas las virtudes del universo, me inspira desazón y lástima. Ciertamente, los éxitos de los catalanohablantes y castellanohablantes que hicieron fermentar la cultura cosmopolita en la Barcelona de los años 1970, congregados en torno de Carlos Barral y, ¿por qué no?, de Carmen Balcells, proyectaron una imagen deslumbrante de Cataluña con la que jamás podrán competir los balbuceos de los cantores conchabados en el coro (¿o será en el Palau?) secesionista. Valga como recordatorio menor de esta involución el hecho de que el espacio que ocupaba en La Vanguardia la prosa brillante de Baltasar Porcel –con quien tuve el honor de polemizar públicamente por cuestiones políticas– lo degradan ahora las infumables pataletas de la cada día más sectaria panfletista Pilar Rahola.

Alucinaciones centrífugas

Ensimismados en sus alucinaciones centrífugas, los chamanes que debían vigilar la buena marcha del proceso no se enteraban de lo que sucedía a su alrededor. Después del naufragio empezaron las introspecciones. Josep Ramoneda, el mismo que nos había endilgado farragosos sermones de adoctrinamiento pseudoizquierdista y se había manifestado dispuesto a votar afirmativamente en un referéndum sobre la independencia de Cataluña, nos explica (El País, 27/11) que Artur Mas es un "presidente de corte tecnocrático y conservador" (¡vade retro, Satanás!) y que:

Aquí los medios de comunicación, los institutos de opinión, los académicos y los que nos dedicamos a escribir y a opinar de estas cosas tendríamos que hacer una reflexión, porque es preocupante el desconocimiento de la realidad del país que hemos demostrado. (…) No he leído un solo artículo que contemplara la posibilidad de que en estas elecciones se diera un batacazo de esta envergadura. La sociedad catalana ha resultado opaca. ¿Por qué? Por muchas razones, pero principalmente dos: las brumas de las hegemonías ideológicas y de las fantasías políticas contaminaban demasiado el espacio mediático, y nos las acabamos creyendo todos: políticos y periodistas. Y la realidad es insoslayable. Por mucho que el discurso soberanista lo tapara todo, la crisis social estaba ahí y ha estado en las urnas. De este episodio, las gentes de los medios de comunicación deberíamos aprender que tenemos que estar más atentos a los ciudadanos y menos a los políticos.

¡Bravo! ¿Y qué conclusión saca Ramoneda de esta obligada aproximación a la realidad del país?

El 11-S dio una pista: el desplazamiento del eje del catalanismo político del nacionalismo conservador hacia el independentismo. Y exactamente esto es lo que las urnas han reflejado: Mas, que viene de la vieja línea hegemónica del catalanismo, no ha alcanzado a hacerse con la nueva.

O sea, cuanto más vire la nave hacia el extremo, hacia ERC, hacia los irredentistas de la CUP que también le caen simpáticos a Francesc-Marc Álvaro, más posibilidades tendrá de llegar a Ítaca. Otra vez la misma patochada.

Artículos esclarecedores

Los artículos esclarecedores que Ramoneda dice no haber leído han poblado las páginas de los diarios que él encasillaría en la Brunete mediática y también, nobleza obliga a decirlo, en las del diario donde él escribe y, esporádicamente, en las del somatén mediático de Cataluña. Y los plumillas que se comprometían a votar como Ramoneda en el referéndum secesionista tildaban a quienes los escribían de españolistas, anticatalanes, derechistas o fachas. Precisamente Ramoneda se sumó a la campaña difamatoria teñida de progresismo cuando escribió, compartiendo las reticencias de los secesionistas radicales (EP, 31/7)):

En Convergència, sectores más vinculados al mundo empresarial sienten el pánico de las incertidumbres de un proceso de ruptura.

Para rematarlo con una advertencia cargada de obsoletos prejuicios leninistas (EP, 13/9):

Un sector muy importante de estas élites [catalanas], las 25 o 30 personas que forman el núcleo duro del poder económico, no están precisamente entusiasmadas con lo que está pasando.

Más realista, Lluís Bassets (EP, 27/11) repitió las mismas críticas que había formulado Ramoneda sobre el despiste de los formadores de opinión y los encuestadores, pero con una salvedad que contradecía los citados prejuicios obsoletos, porque excluía ni más ni menos que

a un empresariado que ha sabido mantenerse en silencio mientras los otros se regodeaban ruidosamente en sus errores.

En verdad, más que el empresariado, fue todo el tejido productivo de Cataluña el que se negó a subordinarse, como lo hizo la parte más desaprensiva de la intelligentsia mediática, a los caprichos anacrónicos de una casta involucionista e incompetente, ajena a los valores de la sociedad abierta sobre los que descansa nuestra civilización. Una casta cuyos proyectos implicaban, para colmo, la ruptura con España y, por consiguiente, con la Unión Europea.

Distorsión de la realidad

El tema de la ruptura con la Unión Europea fue abordado por los adalides del secesionismo mediante una cínica distorsión de la realidad, que además ofendía la inteligencia de los ciudadanos. Argumentaron, por ejemplo, que Alemania Oriental se había incorporado automáticamente a la UE al fusionarse con Alemania Occidental, despreciando el hecho de que una fusión que recompone el Estado original es exactamente lo contrario de una ruptura que fragmenta dicho Estado. Así, Cataluña independiente, rama desprendida del tronco, se convertiría en gemela de aquella Alemania Oriental que no pertenecía a la UE: un Estado paria o satélite de otros más poderosos.

Finalmente, las autoridades de la UE despejaron todas las dudas y explicaron en términos que hasta el más obtuso podía entender que una Cataluña independiente tendría cumplir todos los requisitos estipulados, para después ponerse en la cola de aspirantes a ingresar en la comunidad. Y entonces Artur Mas, cómodo en su disfraz de Sant Jordi, o en su pose de Charlton Heston-Moisés separando las aguas del Mar Rojo, lanzó un desafío que no entrañaba peligros para la UE, pero sí para los intereses del tejido productivo de Cataluña y para todos sus ciudadanos (LV, 9/11):

Artur Mas reafirmó su disposición a celebrar la consulta de autodeterminación incluso en el supuesto de que la consecuencia de una eventual independencia de Catalunya fuese quedarse fuera de la UE. "Si llegamos a la conclusión de que si Catalunya tiene un Estado propio nos quedaremos fuera de la UE, nuestro país tendrá que hacer una reflexión final sobre si seguimos el camino iniciado o no, y yo personalmente soy partidario de hacer en cualquier caso el camino".

Suficiente para meter el miedo en el cuerpo a todo ciudadano cuya vida normal, sea empresario, profesional, de clase media o empleado, depende de su iniciativa y de su trabajo y no de una prebenda oficial. Por eso La Vanguardia tuvo que manipular dos noticias para inculcarnos que esas buenas gentes comulgaban con el plan rupturista. Un titular intentaba hacernos creer que el 53% de los empresarios consultados por la patronal Cecot "quiere un Estado catalán" y “sólo un 2% de los encuestados quiere seguir como ahora” (12/10). Claro que la letra pequeña disipaba falsas impresiones: el sondeo se realizó entre más de 7.000 empresas asociadas a Cecot, pero sólo contestaron 798. El otro titular se jactaba de que el 67% de los socios de Pimec, patronal catalana de la pequeña y mediana empresa, se había manifestado a favor de un Estado propio. Una vez más, la letra pequeña ponía las cosas en su lugar: sólo 2.224 empresas habían respondido al sondeo, o sea aproximadamente un 12% del total. No hay que confundir el miedo con el consenso.

Efectos desastrosos

A mayor poder económico, por supuesto, menor cuota de miedo. Fue inútil que Mas exigiera e implorara alternadamente la complicidad de las clases productivas: sólo se había ganado el de las parasitarias. He aquí un ejemplo (LV, 23/10):

Mas llama al mundo económico a hacer piña con el proceso soberanista. "No hace falta significarse demasiado, basta con no ir en contra", pide el president.

Ni por esas. El Cercle d'Economia, que preside Josep Piqué, rechazó desde el principio las maniobras secesionistas, empezando por el fraudulento pacto fiscal. No estuvo solo. Informó La Vanguardia (6/10):

Joaquim Gay de Montellá, presidente de la patronal catalana Foment del Treball, cuestionó ayer que este "momento de severa crisis económica" sea el más adecuado para “plantear cambios institucionales tan importantes” como las aspiraciones soberanistas de Catalunya, cuando las empresas necesitan que “los debates políticos se dirijan con responsabilidad” y “no sean obstáculos añadidos a los proyectos empresariales”.

El economista Manel Pérez, no obstante ser uno de los subdirectores del somatén mediático, hizo un balance bastante objetivo de la reacción del mundo empresarial ante este proyecto suicida marcado por el trastorno de personalidad de su autor y por la desmesurada ambición de poder del clan secesionista. Escribió Manel Pérez el mismo día de las elecciones (LV, 25/11):

Las grandes organizaciones empresariales no han visto la polémica con buenos ojos, pero han conseguido mantener una actitud formal de no interferencia, pese a las presiones para lo contrario. La CEOE, que preside el catalán Juan Rosell, evitó la declaración incendiaria que pedía algún sector muy minoritario. Pero al mismo tiempo ha dejado que su órgano de opinión, el Instituto de Estudios Económicos (IEE) que dirige Joaquín Trigo, estrecho colaborador de Rosell desde la época en que presidía la patronal catalana Foment del Treball, elaborara un agorero estudio sobre las consecuencias económicas de la independencia.

(…)

Las grandes empresas y la gran finanza, vinculadas al mercado español, han mantenido una actitud de presión privada para evitar el choque frontal. Privacidad que rompió José Manuel Lara, el siempre sincero presidente de Planeta, al pronunciarse contra la posible independencia.

Ese mismo día, en la página siguiente, el economista Joaquim Muns dedicó un largo artículo a explicar los efectos desastrosos que produciría en Cataluña la declaración de independencia, sacando tres conclusiones principales:

La primera es que no se puede ignorar, simplificar y menos idealizar las consecuencias económicas de un eventual proceso de independencia de Catalunya. Segundo, que los estragos de la crisis pesarían severamente en las cargas que un futuro Estado catalán tendría que asumir al iniciar su singladura. Así, sería muy probable que Catalunya tuviera, de entrada, una deuda pública, entre propia y heredada, superior al 50% del PIB. Tercero, sin una información fidedigna y rigurosa y una aportación reflexiva y serena de todos, especialmente de los responsables políticos, es imprudente y peligroso tomar una decisión del calibre de la independencia de Catalunya.

Lógicamente, a la clase productiva no se la podía engatusar con la burda demagogia del "España no roba", pues ella entiende de economía y sabe mejor que nadie a donde van a parar sus impuestos y cómo se emplean o se despilfarran. El profesor Xavier Sala i Martín, empecinado defensor de la independencia, confesó, después de contabilizar los desbarajustes del tripartito (LV, 2/9):

Con Artur Mas llegaron los recortes… pero la deuda siguió subiendo hasta los 42.000 millones (21% del PIB) (…) Lección número uno: el principal responsable de la deuda de la Generalitat es la propia Generalitat y su dispendio incontrolado durante los años de la burbuja.

Secesionista hasta la médula, Sala i Martín no mencionó, entre las causas del "dispendio incontrolado", las pseudoembajadas y las subvenciones a todo quisque que enarbole la estelada. No es España la que roba.

Experimentos contranatura

Hasta que en eso llegó el 25-N y mandó a parar. Ni los empresarios hicieron piña, ni los ciudadanos escucharon los sermones del taumaturgo que pretendía regimentarlos para que lo siguieran disciplinadamente hacia donde a él se le antojara. Los 5.400.000 ciudadanos inscriptos en el censo electoral -que no son un pueblo masificado ni un rebaño domesticado- ejercieron su derecho a decidir en una consulta que se celebró en el marco legal de las elecciones parlamentarias, único tipo de consulta cuya validez no se discute en las sociedades democráticas. Los secesionistas obtuvieron una heterogénea mayoría en el Parlamento catalán, mayoría que no representa ni remotamente la voluntad de la mitad más uno de los ciudadanos inscriptos en el censo. Sucedió lo que el gurú Enric Juliana había pronosticado (LV, 7 /11):

Si el fracaso se produjese, efectivamente, algo importante cambiaría en España: el hundimiento de la mitología catalanista legitimaría plenamente los planes de recentralización y laminado. El ridículo catalán ante Europa sería fenomenal. Derrota histórica. Puede pasar.

Los números no engañan. En toda Cataluña, los partidos secesionistas fueron votados por el 34% del censo electoral (el 40% si incluimos a ICV-EUiA, cuyo parentesco con las dictaduras comunistas pasadas y presentes le resta credibilidad en lo que concierne al derecho a decidir). En la provincia de Barcelona los votó el 32% del censo electoral (el 39% con ICV-EUiA). En la de Tarragona, el 34% (el 39% con ICV-EUiA). En la de Lérida, el 45% (el 48% con ICV-EUiA). Y en la de Gerona, el 47% (novedad: el 52% con ICV-EUiA). O sea que, después de una reforma constitucional, y una vez resignada a contar con los votos comunistas, Gerona podría fundar una ínsula paria, fuera de la UE. Ínsula que nacería con serios conflictos internacionales, porque entre esos secesionistas hay muchos, empezando por los antisistema de la CUP, que ambicionan lograr un Anschluss con Valencia, Baleares y el Rosellón francés. Con un añadido: el día que los gerundenses se harten de experimentos contranatura, deberán exigir a sus circunstanciales gobernantes la reunificación con España, en cuyo caso volverán a ingresar automáticamente en la UE, tal como le sucedió a Alemania Oriental.

Antes de que los secesionistas impugnen estos cálculos tildándolos de tendenciosos, los avalaré con opiniones y datos vertidos desde su propio bando. Enric Juliana, gurú del somatén mediático, escribió inmediatamente después de las elecciones (LV, 27/11):

Quizás el influjo de Cervantes provoque el espejismo gracias al cual alguna gente hoy sigue creyendo que no ha pasado nada y que el soberanismo es imbatible con sólo el 34% del voto del censo.

¡Ah, esta omnipresente barrera del 34 %! Ni siquiera llega al 36,5% que les sirvió para decretar que era mayoritario el apoyo al trajinado Estatuto inconstitucional, con el que siguen justificando muchas medidas que, por supuesto, también son inconstitucionales.

Con meritoria objetividad, el experto en demoscopia Carles Castro nos aproxima nuevamente al desmitificador 34% (LV, 2/12):

Las cifras del soberanismo se resumen en algo más del 49% de los votos válidos emitidos, un total de 74 escaños en una cámara de 135 y un porcentaje sobre el censo electoral cercano al 34%. (…) Para empezar, las fuerzas formalmente dispuestas a pilotar un proceso independentista no alcanzan siquiera la mitad de los votos emitidos, en contraste con la cuota del nacionalismo en anteriores citas electorales. (…) Y ni siquiera incluyendo los 13 escaños de ICV en el bloque que defiende una consulta se alcanzan los dos tercios (90 diputados) que establece el Estatut para su reforma. La cifra no es caprichosa: responde a la mayoría reforzada que suelen incluir los textos fundacionales de los estados para su aprobación o reforma (por ejemplo, España o EEUU).

La lectura del texto íntegro de este informe de Carles Castro, poblado de cifras y proyecciones estadísticas, despejará cualquier ilusión triunfalista que puedan hacerse los secesionistas al contemplar los resultados del 25-N. Han naufragado. Pero tampoco auguran nada bueno para la convivencia y la cohesión social de Cataluña, y para su recuperación económica, si Artur Mas y sus corifeos perseveran, como prometen hacerlo, en su campaña de provocación e insumisión permanentes.

0
comentarios