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Optimismo y pesimismo en la Historia de España

Alrededor del veterano hispanista británico Raymond Carr se ha reunido un grupo de distinguidos historiadores españoles y británicos, y entre todos llevan a cabo un recorrido por los atardeceres de los últimos seis siglos en nuestro país: desde la España de los Reyes Católicos hasta la de Juan Carlos I. Un tópico este del fin de siècle de indudable actualidad, susceptible de generar reflexiones interesantes sobre los problemas de la historia española moderna y contemporánea.

Los ensayos de Valdeón, Kamen, Armesto e Iglesias, que comprenden los siglos XV al XVIII, forman un conjunto bastante coherente. Valdeón expone con eficacia los motivos que llevaron a la mayoría de castellanos y aragoneses, a sentirse satisfechos y confiados con los resultados de la política de los Reyes Católicos para crear un poder real lo bastante soberano y estable como para dejar atrás definitivamente las endémicas luchas medievales entre fuerzas sociales que lo eran también institucionales. Ese balance optimista se compensa con la descripción de cómo la misma sociedad ansiosa de paz y estimulada por la diligencia y el cuidado con que Isabel y Fernando buscaban rodearse de los colaboradores más competentes, promovió también la adopción de medidas que conducían directamente a la sociedad cerrada, como lo fue por antonomasia el establecimiento de la Inquisición y todas sus secuelas. Kamen y Fernández Armesto coinciden en señalar que el rosario de malas cosechas y epidemias que dañaron la demografía y el fragilísimo equilibrio económico de la Monarquía española, tanto a finales del siglo XVI como del XVII, no nos diferenciaban especialmente de nuestros rivales europeos; también fue sobresaliente la capacidad demostrada por los españoles para mantener incólume su herencia imperial durante dos siglos de esfuerzo administrativo y militar, pese a las derrotas y pérdidas que acompañaron la gran crisis europea en torno a 1640, que en España resultó especialmente dura. Sí nos distinguía por el contrario, hasta llegar a obsesionarnos, el pesimismo que se instaló entre nosotros en las postrimerías del reinado de Felipe II, con un reinado que parecía marcado por un fracaso irremediable, pese a las grandes realizaciones y a los momentos de gloria. Un estado de ánimo decepcionado y sombrío que continuó creciendo hasta identificarse con el rechazo del mundo en los excesos tenebristas finales de la cultura barroca, al terminar el siglo XVII, que describe unilateralmente Fernández Armesto, sabiendo como sabemos que el reinado de Carlos II fue también de recuperación, sobre todo en la periferia española, y que el contacto intelectual con el pensamiento europeo seguía vivo.

La España imperial se resentía así de una dura paradoja. El tipo de Monarquía de los Reyes Católicos resultó particularmente avanzado. Pero luego de vencida la resistencia de las Comunidades, puso todo su poderío y su prestigio, reforzados con el descubrimiento y la colonización de América, al servicio de un anticuado ideal medieval de imperio cristiano que era, al mismo tiempo, el patrimonio hereditario del rey legítimo de Castilla y Aragón, Carlos I de Habsburgo. La paradoja se agudiza, por ejemplo, si se piensa en el casticismo cultural de los comuneros frente al erasmismo de los principales consejeros del Carlos V… Pero el camino de la Europa moderna, desgarrada por la Reforma protestante, era otro. Su superioridad universal no iba a asentarse en ningún imperio, sino en la rivalidad permanente y el equilibrio precario entre potencias enfrentadas que no reconocían ninguna autoridad superior y para las que las habilidades empresariales, financieras y tecnológicas terminaron siendo la base imprescindible del poder administrativo y militar, base muy debilitada en España por los abrumadores costes de la herencia europea de la Monarquía española. Por eso los castellanos recibieron como una liberación el cambio de dinastía de los Austrias por los Borbones, que vino a representar el final de la tremenda carga de la herencia de Carlos I. Y de ahí el carácter de recuperación y renacimiento de la empresa original de los Reyes Católicos que, sobre nuevas bases de apertura al exterior y asimilación ineludible de múltiples novedades, presenta el balance claramente positivo del siglo xviii español, y que Carmen Iglesias aborda desde una gran variedad y riqueza de perspectivas. De entre todas ellas, podrían destacarse los contenidos del concepto ilustrado y cosmopolita de patria frente al nacionalismo posterior, y la vigencia de las actitudes de nuestros pensadores de la Ilustración, en particular comparadas con las muy truculentas del regeneracionismo que vendría después: respeto al conocimiento empírico de la realidad que querían cambiar, ponderación y reformismo político, legitimación en fin del orden político por la creación de riqueza y la libertad política y económica de los individuos. En este sentido, la cita en la que Jovellanos explica sus conclusiones morales y políticas ante el desarrollo terrorista de la Revolución francesa figura entre lo mejor del libro.

Los trabajos de Juaristi y Fusi resultan, por el contrario, de interpretación más problemática. Juaristi no hace balance de la obra del siglo XIX, la cual no fue menos meritoria por lo que hace al liberalismo, sino sencillamente más difícil, por ambiciosa y compleja, que la del reformismo borbónico. El autor vasco se limita a reiterar que en torno al 98, la Restauración estaba agotada (aunque todavía aguantaría veinticinco años) y que ni las políticas regeneracionistas dentro del régimen ni las de sus enemigos republicanos y socialistas tenían capacidad de representar una alternativa al liberalismo de la Restauración. Es particularmente crítica su presentación, por lo demás contrapuesta en detrimento del nacionalismo de Sabino Arana Goiri, de las nuevas fuerzas del nacionalismo catalán y vasco surgidas justo cuando España dejaba de ser definitivamente un imperio. Una coincidencia que a Juaristi nunca le ha parecido una casualidad. El interés del autor se centra, sin embargo, en la brillantez literaria de los autores de fin de siglo, y en este terreno llega a una conclusión muy clara, ortodoxa en gran parte de la historiografía y explicable en un filólogo: puesto que fueron los autores del 98 quienes construyeron el español que hablamos hoy, extendamos su mérito literario a los contenidos de su ensayismo político, de su regeneracionismo y, aunque dándolos por muertos en la actualidad, no hurguemos en ellos, no los cuestionemos.

Raymond Carr sí viene a hacerlo en el ensayo comparativo de las transiciones de los siglos XIX al XX en España y Gran Bretaña. Ofrece en él unas cuantas consideraciones de gran sentido común, como la de que ni la propia Gran Bretaña hubiera podido ganar una guerra a EE.UU. similar a la que España tuvo que afrontar en Cuba y Filipinas; o bien, que fue la pobreza relativa del país lo que impidió al régimen de la Restauración poner en marcha servicios sociales y educativos más universales y satisfactorios de los que existían, o emprender con más amplios resultados el desarrollo de la Segunda Revolución Industrial basada en la electricidad, la industria química y la automoción. Pero su afirmación esencial es la de que el punto de auténtica bifurcación de las trayectorias de España y Gran Bretaña en este siglo lo marcó el golpe de estado de Primo de Rivera. Esa desastrosa ruptura, tan bien recibida en general por todos los detractores de la Restauración, liquidó la única base constitucional disponible para encauzar conforme a valores de libertad y tolerancia la movilización democrática de la sociedad cuando esta llegara a producirse. Esto equivale a decir por parte de Carr que era falsa la premisa fundamental sobre la que se edificaba todo el discurso regeneracionista y la política de los republicanos y de las organizaciones obreras: la necesaria liquidación del régimen de "oligarquía y caciquismo" para el progreso de la historia de España, por no mencionar el error monumental del rey Alfonso XIII al endosar un golpe militar de oropeles regeneracionistas que reabría en beneficio de todos los enemigos del liberalismo de izquierda y de derecha el proceso constituyente cerrado por Cánovas en 1876.

No obstante, Carr introduce otros factores complementarios que impiden el desarrollo coherente de su argumento principal. Entre otros, que "los liberales", al parecer sin excepciones, se veían obligados por la feroz intransigencia de la Iglesia católica a una política anticlerical más o menos radicalizada, cuando lo que llama la atención en nuestro siglo XIX es justamente la manera en que católicos practicantes como Cánovas, Maura, Montero Ríos o Canalejas fueron también liberales inconmovibles, a pesar del Syllabus; mientras que otros agnósticos, como Sagasta, sabían evitar la confrontación abierta con la Iglesia, precisamente, para no estrangular la obra del liberalismo y porque, en definitiva, eran profundamente respetuosos con la autonomía de la sociedad civil, al contrario de esos otros liberales a los que Carr se refiere. A la asfixia clerical une el hispanista británico el despecho del ejército por las derrotas del 98 y su vuelta a la injerencia política (olvidando mencionar que la expectativa del golpe militar estaba siempre abierta en gran parte de la izquierda española), y la granítica intransigencia patronal frente a las políticas sociales; las cuales, en realidad, interesaban tan sólo a los gobiernos de la Restauración, por un lado, y a los socialistas por otro, aunque en este último caso sin adquirir el más mínimo compromiso de lealtad política hacia la Monarquía constitucional sino todo lo contrario. Argumentos, pues, que parecen justificar, o minimizar al menos, la condición disgregada, de permanente coqueteo revolucionario y militarista de los republicanos españoles, así como la evidente ineptitud, revolucionaria o reformista, del obrerismo español. Republicanos y socialistas protagonizaron a lo largo de toda la Restauración el más grande fracaso de movilización democrática, electoral y parlamentaria, de la Europa occidental. Cuarenta años (el sufragio universal había sido restablecido en 1890) tardaron los socialistas en tener ¡seis! diputados, mientras los republicanos no pasaron de treinta y cinco, y eso contando con la ayuda del encasillado de los gobiernos de la Monarquía.

Santos Juliá -El País, 5 de junio de 1999- señalaba la incoherencia de Carr al llevar tan lejos su comparación positiva entre la esplendorosa Inglaterra victoriana y eduardiana y una España de la Restauración asediada por curas, militares y capitalistas feroces. Si esa era la situación -puede deducirse de la enmienda de Santos Juliá a Carr- se entiende el golpe de Primo de Rivera y se justifica el intento de la II República por implantar la democracia allí donde la Monarquía de la Restauración había fracasado. La cuestión, no obstante, es que una vez eliminados o acorralados los "obstáculos tradicionales" (la Corona, la Iglesia, el ejército, los terratenientes y capitalistas) en el camino del progreso o más bien de la lucha de clases, la democracia republicana -cuya legitimidad republicanos de izquierda y socialistas concebían exclusivamente en términos de monopolio político- no floreció, sino que fue incapaz de garantizar el mínimo de convivencia política y estabilidad constitucional que, con todos los problemas, había logrado durante casi cincuenta años el despreciado régimen de la Restauración. Con toda probabilidad, resultados tan dispares obedecieron a que la Restauración sólo se proponía continuar la historia de España y la II República, refundarla. Subsiste por eso la pertinencia de uno de los juicios más importantes de la obra historiográfica de Raymond Carr sobre la España contemporánea: el proceso constituyente reabierto en 1923 no se cerró hasta que los partidos y la Corona volvieron a encontrarse en una fórmula constitucional de reconciliación y defensa mutua. Una variante democrática y plenamente parlamentaria de lo que Cánovas llamaba la "constitución interna" de España: las Cortes con el Rey.

Con Juan Pablo Fusi, cambia el panorama atormentado del 98 y sus secuelas de manera radical. Notario fiel de los progresos de la sociedad civil española desde los años sesenta, y de los cambios políticos y administrativos desde el comienzo de la transición una década después, nuestro fin de siglo es sin duda el más pletórico y triunfal desde hace cuatrocientos años. Los ilustrados y los liberales se reconocerían en él con facilidad; no así la intelectualidad del regeneracionismo que habría preferido hacer presa en los lados oscuros de nuestra realidad actual, con argumentos y estilo que pueden suponerse muy próximos a los de Julio Anguita.

Los elementos preocupantes que Fusi señala son los que tampoco le hubieran gustado a Ortega y Gasset: la deslegitimación del concepto de España como nación asimilado a la herencia del franquismo, deslegitimación compensada, no obstante, por la reacción - más desagradable todavía para Fusi- del patriotismo futbolístico y deportivo en general. La sustitución en el liderazgo de la opinión pública de los grandes intelectuales y de la cultura de calidad por la cultura de masas comercializada y los periodistas y "tertulianos" forjadores de opinión desde los grandes medios de comunicación. La existencia, en fin, de un gran vacío moral, paralelo a la laicización acelerada de la sociedad española, el cual, lejos de ser ocupado por esa cultura laica, progresista y solidaria que iba a triunfar por fin en la historia de España con los catorce años de gobierno socialista, dio paso a una corrupción asombrosamente amplia, unida a violaciones graves del Estado de derecho cuyos valores pretenden encarnar también por definición los socialistas, únicos supervivientes de los adversarios de la Restauración junto con los nacionalistas.

Fusi menciona algunos paliativos para estas calamidades, como el testimonio de Luis María Anson, ratificando la versión conspirativa de la corrupción como un cúmulo de falsedades para alejar a los socialistas del poder y particularmente a Felipe González. Al parecer también surte efectos consoladores la lectura del diario El País (ese "intelectual colectivo", según José Luis Aranguren), bastión postrero de la cultura de calidad, aunque probablemente más en sus primeros años que en la actualidad. Pero aquellos interrogantes que permitían ligar los trabajos de Juaristi y Carr y ahondar en el significado de la crisis del 98 y las consecuencias, para nuestra trayectoria política en el siglo XX, de la destrucción del liberalismo de la Restauración no tienen continuidad en el ensayo de Fusi.

Al posible lector, no obstante, con la perspectiva del siglo XX que le ofrecen estos tres autores, sí se le ocurren unos cuantos más de esos interrogantes. ¿Era esta suma de mediocridad, corrupción e ilegalidades lo que principalmente tenían que ofrecer quienes se erigen todavía hoy en herederos de las grandes casandras del 98 y se presentan como los vertebradores por antonomasia de España y su democracia? ¿Se puede seguir identificando la modernización en el siglo XX con la izquierda revolucionaria, de Azaña a Largo Caballero, y no sólo en España? ¿Seguimos considerando contrarrevolución y "franquismo" todo lo que no pertenece a esa izquierda? ¿Acaso debemos simular que la Monarquía parlamentaria, clave política de nuestra libertad y prosperidad actuales, debe más a las ideas, por así llamarlas, de Pablo Iglesias que al pensamiento de Cánovas? Y así sucesivamente.

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