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Retórica antiliberal: dos casos

Este ensayo se basa en dos conferencias, una pronunciada en el seminario ‘La sociedad abierta, hoy: defensores, detractores y desafíos’, organizado por la fundación FAES (Madrid, 18 de marzo de 2004); y la otra en el curso ‘La cultura en español y la excepción cultural europea’ (Campus FAES, Navacerrada, 17 julio 2004). Agradezco la hospitalidad de FAES (Fundación para los Análisis y los Estudios Sociales) y los comentarios de los asistentes.

Como es sabido, Hayek dedicó su Camino de servidumbre “a los socialistas de todos los partidos”. Mi tesis es que esta idea es tan válida hoy como en 1944. La diferencia está en los matices, pero no en la noción fundamental que lleva a recelar de la libertad y a manipularla políticamente. Con la extensión de la democracia, en particular tras la caída del Muro de Berlín, esto se produjo en la izquierda y la derecha, que confluyeron en una análoga relación amor/odio con el liberalismo: ambas se pretenden liberales, pero aspiran a legitimarse no siéndolo demasiado. Me ocuparé a continuación de la retórica antiliberal del PP y el PSOE a través de dos aproximaciones muy diferentes. En el caso de la derecha, analizaré declaraciones y textos recientes a propósito del liberalismo como ingrediente de su pensamiento. En el caso de la izquierda, me concentraré en el antiliberalismo presente en su defensa de la llamada "excepción cultural".

Vista a la derecha: el liberalismo

Mariano Rajoy se presentó en FAES el 15 de octubre de 2004 como un hombre “de centro” que defiende los valores del PP: “Saber escuchar y lograr consensos (…) huir de posturas dogmáticas (…) gestionar los asuntos públicos con ética, honradez y eficacia”. Él quiere “un país abierto, integrado y plural”; “mi proyecto es equilibrado y dialogante”, dijo también. Su mensaje, que incluye referencias al comunismo, pretende ser liberal, pero aclara que un gran mérito del PP es haber bajado los impuestos y al mismo tiempo haber aumentado el gasto social.

Miguel Ángel Aguilar descubrió los pecados originales de Rajoy en dos artículos publicados hace veinte años.[1] El primero, de 1983, se titulaba ‘Igualdad humana y modelos de sociedad’. Allí Rajoy criticaba “el tópico de la igualdad humana”, que veía reflejado en el “modelo socialista votado mayoritariamente en nuestra patria”, y protestaba porque “en nombre de la igualdad humana se aprueben cualesquiera normas y sobre las más diversas materias y no se atienda a criterios de eficacia (…) que sólo importe la igualdad (…) salvoconducto que todo lo permite hacer”. El segundo artículo, de 1984, es un elogio del libro de Gonzalo Fernández de la Mora La envidia igualitaria. Aguilar denuncia que allí Rajoy se opone a la igualdad biológica, social, política, de autoridad, de oportunidades: “Nadie tiene la misma oportunidad mental, ni histórica, ni nacional”. Aguilar lo menciona como una prueba de que Rajoy no era políticamente correcto, es decir, no era socialista. Hoy, nota, ya lo es, y defiende la “igualdad de oportunidades”. (Otra muestra de retórica antiliberal: la igualdad de oportunidades la entienden los antiliberales no como la igualdad ante la ley sino como la igualdad socialista, la igualdad mediante la ley, es decir, sin limitaciones políticas y que quizá carezca de un final coherente que no sea el de la igualdad de resultados).

Los prohombres del PP, y también muchos del PSOE, se declaran liberales pero nunca sin apellidos. Josep Piqué aseguró ser “un liberal pragmático”. Aznar ha sido presentado como un liberal centrado, moderado, incluso “sensato”. Alberto Ruiz-Gallardón fue definido, por supuesto, como “liberal-progresista”. Ana Botella comentó, por su parte: “Somos liberales: es tan simple como dejar que el individuo haga la mayor parte posible de las acciones, mientras las Administraciones crean el marco adecuado”. Pero no es tan simple eso de llenar al liberalismo de apellidos, y decir que vamos a dejar la mayor libertad “posible” mientras que el Estado se queda con lo “adecuado”. Se necesita algo más, entre otras razones porque esa propuesta la podrían firmar, y de hecho la firman, los socialistas, con lo cual el liberalismo se convierte en un sustrato general, algo que todo el mundo piensa, un “talante”, como dijo Tierno Galván y repite Rodríguez Zapatero. Nada más. No tiene ningún contenido preciso en términos de protección específica de la libertad, la propiedad y los contratos libres.

Una muestra de este lenguaje que transforma a los liberales en personas de ideología versátil la brindó Marcelino Oreja, cuando presentó a Mariano Rajoy como “un liberal con preocupaciones sociales”. Creo que esto es verdad, pero un poco de reflexión basta para comprender que su significado es que para Rajoy la libertad no es un principio fundamental al que los demás deberán subordinarse, sino un valor más, que deberá adaptarse a lo “social”. Otro poco de reflexión basta también para entender que “social” no tiene otra acepción que “político”. Digamos, el gasto “social” nunca es el gasto de la sociedad, sino de los políticos con el dinero de la sociedad; las viviendas “sociales” nunca son las que las personas en la sociedad pagan libremente, sino las que consiguen sin pagarlas del todo, es decir, cuando las autoridades obligan a otros ciudadanos a pagarlas, etc. Rajoy, por tanto, es un liberal dispuesto a aplaudir la coacción. ¿Cuánta coacción? No queda claro. Podemos llamar a esta posición liberalismo o centro-reformismo o lo que ustedes quieran, pero convendrán conmigo en que los límites del poder, que de eso trata la libertad, no están precisados desde fuera e independientemente de dicho poder.

El programa electoral de Rajoy y sus declaraciones estuvieron marcados por esa actitud: la palabra “social” fue omnipresente (igual que otras palabras que también son disfraces de la política, como “cohesión”, “solidaridad”, “sostenible”, etcétera), y se ufanó: “Aplicamos impuestos que recaudan el doble de lo que hacía el gobierno socialista”. Y así siguiendo, en lo que es la norma de los políticos del PP; quienes calificaron a Aznar de “ultraliberal” profirieron un diagnóstico que sólo cabe calificar como de disparatado. Es verdad que el empleo de la etiqueta de "ultraliberal" sugiere indigencia intelectual y arrogancia por parte de quienes se creen propietarios del "centro" y otras cómodas indefiniciones, y que con el tiempo pasaron a negar totalmente el liberalismo de Aznar. Más fértil, a mi juicio, es ponderar las limitaciones del liberalismo de la derecha, sin negar, por supuesto, que dichas limitaciones pueden y suelen ser aún más intensas en los demás partidos.

Llegados hasta aquí, me apresuro a conceder el clásico argumento posibilista: no se puede ser liberal y ganar las elecciones. Esto puede ser verdad, pero se nos permitirá a los que no trabajamos en ganar elecciones ni en cosechar aplausos el que denunciemos la manipulación política y la retórica antiliberal, ¡sobre todo cuando se viste de lo contrario!

Además, aunque los políticos con ambiciones de gobierno no pueden alejarse mucho del votante mediano, siempre se puede emprender una labor de discusión y hasta de pedagogía política, aunque más no sea porque la opinión pública cambia, acaso lentamente pero cambia. Hace veinte años apenas un puñado de liberales pedíamos que bajaran los impuestos o que se privatizaran las empresas públicas, y éramos tachados de extremistas. No mucho tiempo después, ambas medidas pasaron a ser moderadas, razonables y aceptables.[2] En otras palabras, las llamadas “propuestas creíbles” dependen también de los esfuerzos que se desplieguen para volverlas creíbles, y no vale el cómodo ardid de descartar las iniciativas que los contemporáneos rechacen en cada momento como si fueran sólo “ensoñaciones liberales”, intrínsecamente imposibles de ser jamás ampliamente compartidas o llevadas a la práctica.

Veamos algunos ejemplos más de la retórica antiliberal desde el PP. Gerardo Fernández Albor saludó a Salvador de Madariaga de esta manera:

“Sobre el liberalismo comenta que ‘hay dos clases de liberales: los que están a favor de la libertad de los dividendos y los que están a favor de la libertad de los pensamientos’. Naturalmente, se apunta a los últimos, añadiendo que el suyo es ‘un liberalismo que ha declarado públicamente que la libertad, para llegar a la libertad de la economía, tiene primero que haberse tragado toda la moral’”.[3]

Esta declaración es socialista, o socialdemócrata, y, lo que es mucho peor, es falsa, puesto que el liberalismo ni fragmenta ni desdeña la moral, sino más bien al contrario, la respeta e integra.

Otro ejemplo es Luis Gámir, que dice

“La fiscalidad progresiva y un determinado grado de Estado de Bienestar son factores compensadores que añaden al puro resultado del mercado y de la propiedad privada”.[4]

Obsérvese que no hay una condena de entrada a la coacción; lo que es condenable de entrada es la libertad y sus instituciones (propiedad privada y mercado), que como son malas deben ser “compensadas” por la coacción. ¿Cuánta coacción? No lo sabe Gámir, es “un determinado grado”. Insiste en que éste es el quid de la cuestión, aunque podamos debatir sobre si hay que reformar algún aspecto, pero

“esta discusión es más de grado y de sistema a emplear que realmente de fondo”.[5]

Es decir, de fondo no hay ninguna discusión. España se europeíza gracias a la democracia y el gasto público pasa del 25 al 37,5 % del PIB en tiempos de UCD. A Gámir le parece nocivo que los socialistas hayan aumentado ese porcentaje, pero no le parece censurable la acusada subida de impuestos debida a los gobiernos de UCD.

Otro ejemplo interesante es un libro de José Manuel Romay Beccaria donde recoge los textos que le parecen fundamentales para su posición política.[6] Repasaré algunas citas sobre las que Romay no formula ningún comentario crítico. Octavio Paz “toma nota del fracaso de las pretendidas soluciones revolucionarias, pero al unísono de la subsistencia de grandes problemas de justicia en todas las sociedades humanas” y de la necesidad de la “armonización de las grandes conquistas de la economía de mercado como expresión del genio creador de la iniciativa individual y las necesidades de los más desfavorecidos que el mercado no satisface”.[7]

Esto abre la puerta a la intervención política sin límites claros, puesto que el problema no ha sido creado por la política (que al parecer no tiene problemas, siendo reflejo de la voluntad popular) sino por el mercado, que es algo que está mal y debe ser equilibrado, no mediante revoluciones, eso no, sino mediante la ingeniería social popperiana, que no padece inconvenientes porque es “gradual”.[8]

Dahrendorf aspira a la sociedad abierta una vez, según nos dice Romay, “fracasado el comunismo, gastada la vieja política del capitalismo desenfrenado, agotada la socialdemocracia y descartadas las terceras vías”. Pero ¿cómo van a estar agotadas la socialdemocracia y las terceras vías cuando Romay nos las propone? Y ¿qué es eso del capitalismo “desenfrenado”, cuándo lo estuvo? El justo medio es virtuoso, enseña el Estagirita, pero sólo si los extremos son igualmente viciosos.

Recoge Romay Beccaria sin crítica la idea de los que afirman que el marxismo y el mercado libre son “experimentos de ingeniería social utópica”. Como el mercado era tan malo, vinieron los antiliberales a corregirlo. En el siglo XX hubo un liberalismo exagerado, y los ejemplos son Reagan y Thatcher. Hay que buscar, otra vez, un punto medio, como sugieren Dahrendorf y Gray, porque el capitalismo, créase o no, “debe ser combatido con la misma intensidad con que tuvo que ser combatido el comunismo”; al parecer el mercado es un sistema “en el cual nadie debería hacer otra cosa que seguir las reglas del juego descubiertas por una misteriosa secta de consejeros económicos”.[9] Esto es un dislate, el mercado no es eso. Pero no importa, se trata de hallar una senda intermedia, una nueva vía porque la socialdemocracia traspasó los límites en términos de burocracias e impuestos. Para Romay el dilema se despeja diciendo que el siglo XIX ya pasó como siglo liberal, y el XX ya pasó como siglo socialdemócrata. Él propone otra cosa, pero en verdad es la misma cosa, y es la misma que proponen los socialistas, vueltos también ahora enemigos de la burocracia y los impuestos elevados. La clave de este error es que nadie, ni socialistas ni conservadores, nos explica cómo va a ser el Estado.

Proclama Dahrendorf: “Como Marx, Hayek conoce todas las respuestas”.[10] Desbarrando así ya no hay nada que no se pueda decir, y caemos en la calidez del pensamiento único, donde, mientras se acusa a los demás de utópicos, se bosqueja un paraíso donde todo es posible: liberalismo y reforma social, la gran consigna desde Stuart Mill hasta Rawls. La clave es que necesitamos un capitalismo con menos libertad, en defensa de la libertad.[11] Curiosamente, estos liberales acaban pidiendo más y más Estado, hasta desembocar en el lógico desenlace de un Gobierno mundial que dé por fin “derechos de ciudadanía” a todos. Eso de que el poder debe estar limitado para garantizar la libertad de los ciudadanos se ha ido sin que sepamos cómo ha sido.

Los problemas no se dilucidan con Aron alegando que el Estado tiene que garantizar “un mínimo de recursos” para llevar una vida digna en una justa medida conforme a la riqueza colectiva. Esto quiere decir poco, y por eso lo puede decir cualquier socialista. Igual que cualquier socialista aceptaría entusiasta este diagnóstico de Romay: las sociedades occidentales han aceptado “al menos parcialmente” un ideal igualitario y por eso ¡está bien que los impuestos sean progresivos![12]

No resuelve nada, y más bien inquieta, Isaiah Berlin al proclamar: “Soy liberal, creo en una combinación del capitalismo con una fuerte política social de parte del Estado”. Y así, todo: “La globalización exige, al mismo tiempo, una creciente colaboración entre el Estado y la sociedad civil”.[13]

La caricatura se impone: Reagan fue un liberal radical que “contribuyó a la desintegración social en un grado desconocido en cualquier país desarrollado”, lo que es como mínimo objetable. Pero, por suerte liberal, “el propio electorado estadounidense, abortando la revolución de Reagan, demostró que quiere una democracia social moderada para protegerse de las puntas afiladas del capitalismo”.[14] Pero no cabe certificar que el electorado quiere eso e ignorar las contradicciones que la democracia plantea, y que los principios liberales apuntan, repitámoslo, a la limitación del poder.

Cuando Hayek explicó que no era conservador, señaló que el conservadurismo, aun siendo componente de una sociedad estable, no es un programa social porque sus tendencias paternalistas, nacionalistas y adoradoras del poder lo acercan más al socialismo que al liberalismo. Y habló del “batiburrillo de ideales mal ensamblados y a menudo incompatibles que bajo el nombre de Estado de Bienestar ha sustituido en buena medida al socialismo”. Ese es el batiburrillo que preside la política democrática, donde todo son consensos y diálogos, incluso “diálogo social”, nada menos, y mucha tolerancia, transparencia, solidaridad y cohesión, pero nadie aclara cómo y por qué el poder político debe estar limitado. ¡Y todos pretenden ser liberales! Sospecho que la única forma de ser liberal así es estirar la noción de liberalismo de tal modo que pueda significar cualquier cosa.

Vista a la izquierda: la excepción cultural

Advierto que los mismos o muy similares juegos florales con el liberalismo pueden ser observados en la izquierda, pero este ensayo lo enfocará no desde la expresión de sus supuestos principios sino a la hora de justificar una acción política concreta, la llamada “excepción cultural”, al parecer situada en las antípodas del PP, como lo demuestra la hostilidad que hacia dicha medida manifestó José María Aznar, que consideraremos en seguida. Pero anotemos en primer lugar que esta bandera socialista exuda liberalismo. En caso contrario no se entendería por qué se habla de "excepción"; si esa palabra va a tener algún sentido es porque en lo demás los socialistas están dispuestos a dejar que los ciudadanos efectúen transacciones en libertad. Sólo en la cultura, al parecer, se les impondrán decisiones de carácter político.

Lo sea o no, es interesante que se plantee la excepción al mercado en este campo. La cultura, como el lenguaje, es una creación anterior y diferente de la política. La propia acción humana, no deliberada, los crea en un proceso evolutivo espontáneo y, por cierto, al revés de lo que predica el intervencionismo, diverso. Hay numerosas culturas y muestras de las mismas. La uniformización de la cultura y su sustitución por creaciones racionales, artificiales y deliberadas ‑como la generalización del esperanto‑ no ha cosechado éxitos apreciables, siempre que se le deje al pueblo elegir. Y, como hemos visto en años recientes en España, el establecimiento artificial de una cultura o un idioma, más allá de la dimensión y el grado en los que el pueblo decida asumirlos, depende de la coacción política.

Abordemos la excepción cultural partiendo de la declaración del ex presidente Aznar, que afirmó que dicha estrategia “es para las culturas derrotadas”. La prensa correcta habló indignada de “provocación”, y sostuvo que hay que defender la excepción cultural porque “la creación no es una mercancía como otras y por tanto necesita ser apoyada con medidas especiales y protegida frente a otros productos”. Este argumento está tan extendido como débiles son sus fundamentos. No se ve bien por qué las mercancías son sustancias ruines que no merecen el amparo de los poderes públicos. Desde púlpitos y cátedras y tribunas sin fin los bienpensantes han despotricado contra el comercio y las mercancías, sin percibir su característica fundamental: nadie está obligado a comprar mercancías concretas. Esa es la diferencia entre el mercado y la política: si vamos a tener un bien o un servicio, y no van a ser mercancías, entonces los ciudadanos seremos forzados a pagarlos por el ejerciente de la coerción legal. Cabe recordar, asimismo, que ni uno solo de los recortes de la libertad impuestos a los ciudadanos para favorecer a grupos de interés concretos ha carecido de la preceptiva justificación de que esos grupos, esos sí, eran especiales, estratégicos, etc. Tenemos pues, de entrada, una característica típica del intervencionismo: su capacidad de generalizarse, como de hecho se generaliza en la práctica, y de hecho no es verdad que para los socialistas el intervencionismo en cultura sea la excepción. Es una excepción más, lo que no es lo mismo.

Acudamos a la ministra Carmen Calvo. Los problemas de la cultura se resolverán con (¿no lo adivinan?) una ley, que “negociaré con todos los grupos para que cuente con los mayores apoyos”. Esta retórica oculta un profundo antiliberalismo, porque hay un "grupo" con el que doña Carmen no piensa ni puede negociar: la gente corriente, que va a ser obligada a pagar, lo quiera o no.[15] Carmen Calvo sólo negociará con quien se “negocia” en política: con los lobbies, que quieren el dinero de los demás sin tener que molestarse en convencerlos para que se lo den, porque eso es el mercado.

El objetivo de esa abnegada ley será “fomentar la diversidad y la supervivencia de las culturas alternativas frente a las todopoderosas maquinarias del entretenimiento”. Pero no se trata de afirmar el valor de la diversidad sino de algo muy distinto: que no se va a dejar a los ciudadanos que definan cuánta diversidad quieren. Porque, como la gente es tonta, igual querrá "entretenerse", lo que no será permitido por el progresismo.

Dijo Calvo que la cultura no es como los zapatos sino “un derecho para todos”. Pero si podemos comprar zapatos libremente pero no podemos elegir qué películas vamos a pagar, entonces la cultura es un derecho para todos pero porque a todos obliga.[16] Esto es lo que encaja con los aspectos paternalistas, feudales y fascistoides del llamado pensamiento progresista, bien expresados por Calvo cuando dijo que es necesaria la excepción cultural porque “en el mercado hace frío” o cuando prometió: “Para el cine tendré afectos especiales”. Esta retórica confunde el calor y el cariño con la coacción política contra el pueblo y a favor de empresarios ineficientes.

Sigue Calvo: la excepción cultural es “una medida práctica para defender un mundo diverso, humano, que no se va a doblegar a la mundialización de la economía. Se trata de defender la diversidad frente al mercado total”. Parece que dejar a los humanos en libertad no es “humano”, sino que equivale a “doblegarse” frente al mercado holístico; obsérvese que la mitad de la economía es controlada directamente por la política, y la otra mitad indirectamente, pero esta señora nos habla del "mercado total". Otro increíble argumento es la tinta del calamar. Según Calvo sus ideas son ideológicas, pero son tan ideológicas como las de quienes se oponen a la excepción. O sea, aquí todo es ideología, y da igual estar en contra de la libertad que a favor... ¿Será eso lo que entienden por "pluralismo"?

Otra vieja falacia económica: “La cultura no puede estar sujeta a criterios de rentabilidad, porque entonces no se hubieran hecho un montón de cosas”. Nótese primero que la rentabilidad depende crucialmente de lo que la gente elija en libertad. Si el político hace cosas no rentables está haciendo cosas que el pueblo no quiere. La otra parte del argumento fue desmontada por Bastiat hace siglo y medio: las "cosas" que se pueden hacer obligando a la gente a pagar. La falacia estriba en que se ocultan las "otras cosas" que se podrían haber hecho con el dinero de la gente si la gente hubiese tenido la libertad de conservar lo que es suyo. Cabe también rechazar la idea de que lo que el Estado no protege es siempre condenable o no podría o no debería existir. Dijo Bastiat: "Yo me opongo a la financiación pública de la Iglesia, pero eso no significa que sea ateo".

Dos últimas perlas de Calvo: “Con el dinero público tenemos la obligación de proteger lo que verdaderamente sea bueno”. Es evidente que sólo los políticos y los lobbies van a determinar lo que es verdaderamente bueno. Y finalmente: “El dinero público no es de nadie”. Esto parece falso: el dinero público es primero privado, y los políticos se lo quitan a los ciudadanos. Pero, por añadidura, está "la tragedia de los comunes". Si de verdad lo público es de todos, entonces no es aparentemente en la práctica de nadie, y se produce la esquilmación, la ley de la selva, y todos los desmanes que el intervencionismo, en diestra pirueta, atribuye al mercado, que precisamente no puede existir si las cosas son de todos o de nadie.

Demos entrada a otros personajes, como un subordinado de Calvo, el director general de Cine, Manuel Pérez Estremera, y veamos hasta qué punto el intervencionismo utiliza unos argumentos y sus contrarios. La ministra Calvo y otros han afirmado que la cultura no es una mercancía cualquiera, e incluso se refirieron desdeñosamente a los zapatos. Pues bien, esto declaró don Manuel: “Hay que defender la industria del cine nacional como la del calzado o la agrícola. Si defiendes el zapato español ¿qué problema hay para defender el cine español?”.

Un periodista escribió dramáticamente: “La cultura tiene una dimensión simbólica, de identidad colectiva, que ayuda a cohesionar la nación y que puede ser un cemento importante para la frágil identidad europea”. O sea, en ningún caso hay que dejar la identidad europea a los europeos, eso nunca, porque son frágiles y no entienden de símbolos. Así las cosas, la identidad colectiva ¡no será definida por la colectividad![17]

Hay quien acepta la tesis liberal de que el intervencionismo desemboca en una cultura clientelar de paniaguados, pero alegan, y es un viejo truco, que el mercado es igual: no hay libertad en ningún sitio, y el mercado “en vez de privilegiar a un botarate minoritario privilegia a un botarate de masas”. Pero en todo caso, si se trata siempre de botarates, ¿por qué obligar al pueblo a que los pague?

El cineasta Manuel Gutiérrez Aragón defendió la excepción cultural en un artículo titulado ‘Un fantasma recorre Europa’. Una bonita alusión a un sistema criminal que jamás contó con la enemiga unánime de los iconos del “mundo de la cultura”, que a pesar de todo siguen dando lecciones. Yerra Gutiérrez Aragón repitiendo una antigua filfa: como hay empresas grandes, entonces los mercados no son libres. Asegura que la excepción cultural pretende “devolver al espectador su derecho a ver un cine diverso, con posibilidad de elección, más allá del dictado de las grandes compañías”. Es una nítida confesión del paternalismo antiliberal: la gente, tonta y no libre, ve películas sólo por que lo dictan las empresas grandes ‑y por tanto espantosas.

En fin, asombrosamente, Eduardo Haro Tecglen se permitió decir que las películas norteamericanas reflejan como es EE UU, “en sus costumbres, direcciones morales y finales felices”. Este señor se quedó en Sonrisas y lágrimas y no ha perdido un minuto en analizar el cambio registrado en la cultura y el cine americano en el último medio siglo.

Con todos estos disparates ¿hay una oposición que plantea algo sólido para desmantelarlos? Podría dar la impresión de que sí, de que Aznar habría planteado para la política cultural algo tan verdadero, valiente y liberal como lo que por desgracia negó haber declarado un ministro de Felipe González a propósito de la política industrial: la mejor es la que no existe. Pero no es así, en absoluto, y ya hay políticos del PP que no presentan objeciones de peso ante la excepción cultural, como una diputada que aseguró: “Nosotros también hemos defendido que no se puede considerar la cultura como un producto más”. Pues eso.

Conclusión

Sospecho que mientras la opinión no se aleje de la idea del activismo político redistributivo, de que las Administraciones Públicas deben intervenir para "resolver los problemas de los ciudadanos" (como si eso fuera sencillo y no creara nuevos problemas), estamos ante una cuestión de matiz en un contexto de intervencionismo rampante. Podrán presentarse propuestas más o menos intervencionistas, pero en principio no sólo no podrá plantearse una política de no intervención con carácter general, sino que además toda política de menos intervención será culpable mientras no demuestre lo contrario. La tendencia será favorable, en cambio, para la postura contraria, la de intervenir, regular, gastar. Y lo será no sólo por el prejuicio en pro de la redistribución sino por el copioso catálogo de excusas que hemos visto en el caso de la cultura, y que se repite en muchos otros.

Cabe, empero, una esperanza. La política es ya lo suficientemente intrusa como para que los ciudadanos, a pesar de la notoria "anestesia fiscal", perciban que los abnegados afanes intervencionistas de los políticos les cuestan mucho. La opinión pública, así, no está petrificada y puede plegarse a posturas más liberales, incluso en un contexto donde prevalezcan las ideas opuestas. Fue interesante, a este respecto, que las autoridades se vieran, a propósito de sus usurpaciones a favor del cine, mucho más acosadas que antes por los medios de comunicación, que se quejaron con razonamientos liberales. Es posible que las centenarias falacias mercantilistas que anegan también el mundo de la lengua y la cultura cuenten en algunos casos con menos apoyos. Quizá se perciba un poco más el engaño de los grupos de presión, y el profundo y reaccionario antiliberalismo del llamado "mundo de la cultura". Y los políticos que recelan relativamente menos de la libertad pueden hallar un campo propicio para conectar con el electorado mediante un mensaje, necesariamente equívoco y pastelero, pero que transmita la idea de que la política trata la cultura mejor con menos intervencionismo que con más.

Un párrafo final sobre la participación de los liberales en el mundo político antiliberal. No creo en los puristas que predican que allí los liberales sólo podemos contaminarnos, y nunca propiciar la libertad. Cuando vemos la cantidad de medidas u organismos inútiles o perjudiciales impuestos por las Administraciones Públicas, es lógico pedir que sean retiradas o cerrados, o en todo caso salir huyendo. Pero también cabe el laborioso y modesto empeño de conseguir que las medidas y las instituciones políticas al menos no sean muy perjudiciales, y actuar como conjeturaba Adam Smith que cabía esperar que lo hiciera la persona prudente ante los “clubes o grupos maquinadores” de las artes y las ciencias: “Si alguna vez se conecta con alguna sociedad de este tipo es meramente en defensa propia, no con el designio de engañar al público sino para impedir que el público sea engañado y perjudicado por los clamores, las murmuraciones o las intrigas de esa sociedad en concreto o de alguna otra de la misma clase”.[18] Creo que los liberales debemos impugnar la legitimidad difusa de la coacción; denunciar las falacias antiliberales en todos los foros a los que podamos acceder; señalar las apreciables limitaciones del liberalismo en todas las opciones políticas; criticar a los que pretenden a derecha e izquierda jibarizar el liberalismo para emplearlo sólo como tótem electoral; apoyar siempre, pero siempre con cautela, las escasas iniciativas liberales que los políticos emprenden, generalmente porque antes han calado en la opinión; y procurar que ese calado aumente con nuestros propios mensajes, abriendo intersticios en la poderosa retórica antiliberal que nutre, por volver a Hayek, a los socialistas de todos los partidos.



[1] Miguel Ángel Aguilar,  ‘Todos os libros do presidente Raxoi’, El País, 2 de marzo de 2004. (Obsérvese que la victoria de Rajoy, apenas a dos semanas de las elecciones, no era sólo augurada por sus partidarios.)

[2] Carlos Rodríguez Braun, ‘Neo y ultraliberales’, ABC, 13 de julio de 2002.

[3] Gerardo Fernández Albor, ‘Salvador de Madariaga y la construcción europea’; en Varios Autores, La integración europea y la transición política en España, Madrid, Faes, 2003, págs. 68-69.

[4] Luis Gámir, ‘Europa como referente’; ibíd., pág. 114.

[5] Ibíd., pág. 115.

[6] José Manuel Romay Beccaria, Lecturas para estos tiempos, Fundación Caixa Galicia, 2002.

[7] Ibíd., pág. 33.

[8] Un buen análisis crítico de Popper en: Anthony de Jasay, ‘Lo que se tuerce no se contrasta. Reflexiones sobre el pensamiento político de Karl Popper’; P. Schwartz, C. Rodríguez Braun y F. Méndez Ibisate (eds.), Encuentro con Karl Popper, Madrid, Alianza, 1994.

[9] Romay Beccaria, op.cit., pág. 56.

[10] Ibíd., pág. 70.

[11] Ibíd., pág. 95.

[12] Ibíd., pág. 143.

[13] Ibíd., pág. 213.

[14] Ibíd., pág. 216.

[15] Otra figura progresista respondería aquí que el pueblo ya ha elegido cuando votó, y que después debe callar y pagar.

[16] No puedo abundar aquí en las múltiples derivaciones de esta curiosa mutación de derechos en deberes. Conste, eso sí, que se trata de un fenómeno parecido al de la extensión de la “democracia” que equivale ¡a que el pueblo elija cada vez menos!

[17] Esto tiene una obvia conexión con el nacionalismo y con la justificación del intervencionismo en el caso de identidades concebidas como frágiles también por razones de una dominación exterior, como hemos visto reiteradamente en la España del último cuarto de siglo.

[18] Adam Smith, La teoría de los sentimientos morales, Madrid, Alianza, 2004, pág. 373.

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