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LEY DEL ABORTO

Sostiene Popper

La crisis económica, con su secuela de paro, desahucios y quiebras, no genera el marco más apropiado para recuperar el clima de concordia, sensatez y moderación que heredamos de la ejemplar transición, y que ha quedado maltrecho tras casi ocho años de crispaciones premeditadas, agravios históricos resucitados e intoxicaciones de fobias y frivolidades.


	La crisis económica, con su secuela de paro, desahucios y quiebras, no genera el marco más apropiado para recuperar el clima de concordia, sensatez y moderación que heredamos de la ejemplar transición, y que ha quedado maltrecho tras casi ocho años de crispaciones premeditadas, agravios históricos resucitados e intoxicaciones de fobias y frivolidades.

De todas maneras, es aconsejable que, al resolver algunos de los conflictos sociales que nos legó aquel periodo ingrato, el actual gobierno se vacune contra la tentación de recurrir también a las crispaciones que desacreditaron al anterior.

La actitud racionalista

La tramitación de la nueva ley del aborto puede convertirse en un modelo de lo que debe ser una política guiada por el respeto a las discrepancias y el imperio de la racionalidad. Aclaro, para evitar equívocos, que estoy en un ciento por ciento de acuerdo con la ley de plazos vigente, incluidos sus puntos más controvertidos. Pienso que la ley debe amparar a las jóvenes de 16 y 17 años, y aun menores en edad fértil, que no han recibido de sus padres y maestros la información necesaria para evitar el embarazo, y que obviamente no están en condiciones de ser madres. Su vida futura y la de sus hijos potenciales no pueden quedar supeditadas a la voluntad de esos padres que no supieron o no quisieron educarlas. Pero ésta es sólo mi opinión, y entiendo que, sin abdicar de ella, debo acatar la decisión final de la sociedad.

Volvamos, pues, a la tramitación de la nueva ley. Así como Antonio Tabucchi pasó a la posteridad con su novela Sostiene Pereira, posteriormente filmada, mi fórmula preferida, para abordar esta cuestión, se sintetiza en un Sostiene Popper, de tal manera que me remitiré a las enseñanzas que vierte Karl Popper en su magistral La sociedad abierta y sus enemigos (Paidós, 2010). Allí leemos:

Utilizamos la palabra racionalismo para indicar, aproximadamente, una actitud que procura resolver la mayor cantidad posible de problemas recurriendo a la razón, es decir, al pensar claro y a la experiencia, más que a las emociones y las pasiones (...) Podríamos decir, entonces, que el racionalismo es una actitud en que predomina la disposición a escuchar los argumentos críticos y a aprender de la experiencia. Fundamentalmente consiste en admitir que "yo puedo estar equivocado y tú puedes tener razón y, con un esfuerzo, podemos acercarnos los dos a la verdad". En esta actitud no se desecha a la ligera la esperanza de llegar, mediante la argumentación y la observación cuidadosa, a algún tipo de acuerdo con respecto a múltiples problemas de importancia, y aun cuando las exigencias e intereses de unos y otros puedan hallarse en conflicto, a menudo es posible razonar los distintos puntos de vista y llegar –quizá mediante el arbitraje– a una transacción que, gracias a su equidad, resulta aceptable para la mayoría, si no para todos. En resumen, la actitud racionalista o, como quizá pudiera llamarse, la "actitud de la razonabilidad" es muy semejante a la actitud científica, a la creencia de que en la búsqueda de la verdad necesitamos cooperación y que, con la ayuda del raciocinio, podremos alcanzar, con el tiempo, algo de objetividad (...) El hecho de que la actitud racionalista tenga más en cuenta el argumento que la persona que lo sustenta es de importancia incalculable.

Soluciones intermedias

Si nos guiamos por lo que sostiene Popper, para conducir el debate por la senda de la racionalidad debemos excluir de entrada los argumentos dogmáticos de la Conferencia Episcopal y la cacofonía visceral de las valquirias feministas. Los primeros, que abarcan desde la condena de la masturbación y los anticonceptivos hasta la del aborto, tienen su origen en aquel castigo mítico que sufrió Onán por derramar su simiente en tierra, y la segunda la tiene en la falacia de que "el aborto es el derecho de toda mujer a decidir sobre su propio cuerpo" (Pilar Rahola dixit, La Vanguardia, 9/3), cuando lo que está en discusión es su derecho a decidir sobre el zigoto, el blastocisto, el embrión y el feto.

Lo que comunica una fuerte carga emocional al debate es la convicción que sustentan muchas personas de que la eliminación de cualquiera de esos elementos equivale al asesinato de un ser humano. Este criterio lo aplican incluso al conglomerado de células que no se implantan porque las inhibe la acción de la píldora del día después, a pesar de que está comprobado científicamente que la gran mayoría de los óvulos fecundados no se implantan, o se desprenden poco después de implantarse, de manera natural y espontánea. Cuando pregunté a un sacerdote que trabajaba en hospitales tutelados por la Iglesia qué se hacía con las compresas manchadas con la sangre de esos abortos prematuros, que para algunos creyentes eran restos de seres vivos, me contestó que se destruían sin ceremonia alguna.

Igualmente, el menosprecio de esas opiniones, por el solo hecho de no compartirlas, no contribuye a aumentar la racionalidad de la discusión. El respeto a quienes las sustentan se manifiesta en el esfuerzo que hace la sociedad para arbitrar soluciones intermedias, sin renunciar a lo que se ha convertido, guste o no, en un derecho adquirido en la inmensa mayoría de los países que se engloban en los niveles más avanzados de nuestra civilización. Y allí donde este derecho no existe, lo habitual es que mueran millones de niños y adolescentes, ya sea por la indigencia, por las hambrunas o por las guerras civiles, tribales, étnicas o religiosas. Sin contar todo tipo de mutilaciones, prostituciones o esclavitudes. Mientras millones de mujeres mueren víctimas de abortos clandestinos.

Ideas europeas

La prueba de que la política del Partido Popular respecto de la ley de aborto se ha ceñido tradicionalmente a lo que sostiene Popper la encontramos en el hecho de que, durante los ocho años en que gobernó José María Aznar, éste mantuvo vigente la ley de 1985 promulgada por Felipe González aunque chocara con algunas de sus convicciones. Sucede, repito, que aquella ley, y la actual, con los retoques que algunos, no yo, juzguen necesarios para no ofender determinadas sensibilidades, se encuadra perfectamente en el marco de nuestra civilización. De la nuestra y no de aquellas con que el anterior gobierno pretendió concertar alianzas contra natura.

Samuel P. Huntington fue, precisamente, quien mejor marcó la diferencia en su ya clásico El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial (Paidós, 1997):

Occidente no se diferencia de las otras civilizaciones por la forma en que se ha desarrollado sino por el carácter distintivo de sus valores e instituciones. Éstos incluyen sobre todo su cristiandad, pluralismo, individualismo e imperio de la ley, que permitieron que Occidente inventara la modernidad, se expandiera por todo el mundo y despertara la envidia de otras sociedades. Estas características son, en su conjunto, peculiares de Occidente. Como ha dicho Arthur M. Schlesinger Jr., Europa "es la fuente, la única fuente" de las "ideas de libertad individual, democracia política, imperio de la ley, derechos humanos y libertad cultural (...) Éstas son ideas europeas, no asiáticas, ni africanas, ni del Medio Oriente, de donde sólo son por adopción". Ellas hacen que la civilización occidental sea única, y la civilización occidental no es valiosa porque sea universal sino porque es única.

La otra cara de la moneda

Afortunadamente, España forma parte de esta singularidad que puede contener ingredientes que chocan a algunas personas pero que, en su conjunto, garantiza nuestros derechos y nuestras libertades. La otra cara de la moneda es suficientemente intimidatoria y abominable como para que nos aferremos con todas nuestras fuerzas a lo que tenemos. Antonio Elorza reproduce en Umma. El integrismo en el Islam (Alianza Editorial, 2002) algunas de las enseñanzas del influyente maestro Abul Ala Maududi:

La independencia económica de la mujer la ha hecho independiente del hombre y el viento se ha llevado el ancestral y honorable principio de "El hombre en el campo y la mujer en la casa". El nuevo principio es que ambos, hombre y mujer, deben ganar dinero y abandonar la casa para hacerse cargo de su mantenimiento. Después de un cambio tan radical se ha dejado al hombre y a la mujer sin más intereses comunes que les vinculen que la satisfacción de sus deseos sexuales (...) Esta situación ha sacudido los mismos cimientos de la vida social de Occidente. Cientos de miles de mujeres jóvenes de los países occidentales disfrutan de la vida sexual sin casarse, lo que las arrastra a la inmoralidad, la promiscuidad y el pecado. Un número mayor de ellas se casan por el impulso temporal del amor físico y, puesto que no existe ninguna relación de interdependencia entre el hombre y la mujer que pueda vincularlos permanentemente excepto la relación sexual, la unión del matrimonio también ha perdido la mayor parte de su fuerza y estabilidad (...) Es por esto por lo que la mayoría de los matrimonios terminan en divorcio o separación. Los métodos anticonceptivos, el recurso al aborto, la destrucción de la descendencia, la caída de la tasa de nacimientos y la cifra alta de nacimientos ilegítimos, todo apunta hacia la misma causa de raíz (...) Por estos motivos es por el bien de la supervivencia y sano desarrollo de la vida social por lo que la indulgencia indiscriminada en las relaciones sexuales debería estar absolutamente prohibida en las sociedades. Solamente se debería permitir un modo de satisfacer el deseo sexual: el matrimonio (...) Si la sociedad conociese sus derechos y se diese cuenta de las repercusiones de las relaciones sexuales ilícitas trataría la promiscuidad como se tratan los actos de robo, crimen y asesinato.

Hipótesis aventuradas

La protección de la maternidad es un deber de todo gobierno de este mundo civilizado al que nos enorgullecemos de pertenecer. Su estímulo también puede serlo siempre que no implique una intromisión en la vida privada de la mujer o la pareja. La presunción, expresada por el ministro de Justicia, de que el aborto es producto de una "violencia estructural" que opera sobre la mujer cuando ésta busca trabajo o cuando desea conservarlo ya entra en el terreno de las hipótesis aventuradas y no puede servir de base para la modificación razonada de una ley.

En primer lugar, no toma en consideración las múltiples presiones que el entorno, sobre todo familiar, pero también social y religioso, ejerce sobre los matrimonios para que tengan descendencia, sin que por ello se hable de "violencia estructural". La obediencia a estas presiones ha dejado un tendal de matrimonios rotos con hijos desdichados. Breve paréntesis personal: es lo que habría sucedido en nuestro caso si no hubiéramos hecho prevalecer nuestra falta de vocación parental. Gracias a nuestra obstinación, ahora cumplimos 57 años de estabilidad matrimonial, sin hijos y sin más contratiempos que los previsibles en toda relación humana.

En segundo lugar, el ministro da por supuesto que toda mujer desea tener hijos, y que si se priva de ellos, ya sea mediante el uso de anticonceptivos o de un aborto, es porque está sometida a la "violencia estructural". O quizá porque es una desnaturalizada. Falso. En su documentado estudio ¿Existe el amor maternal? (Paidós-Pomaire, 1981), Elisabeth Badinter llega a la siguiente conclusión:

Al recorrer la historia de las actitudes maternales, nace la convicción de que el instinto maternal es un mito. No hemos encontrado ninguna conducta universal y necesaria de la madre. Por el contrario, hemos comprobado el carácter sumamente variable de sus sentimientos, de acuerdo con su cultura, sus ambiciones, sus frustraciones. Cómo no llegar a partir de allí a la conclusión de que el amor maternal es sólo un sentimiento, y como tal esencialmente contingente, aunque sea una conclusión cruel. Este sentimiento puede existir o no existir; puede darse y desaparecer. Poner en evidencia su fuerza o su fragilidad. Privilegiar a un hijo o darse a todos (...) El amor maternal no puede darse por supuesto.

Creo que con esto basta para hacer un balance racional de la cuestión en las condiciones que sostiene Popper: con diálogo, respeto mutuo y valoración de los datos objetivos.

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