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El caudillo Chávez

A Venezuela le está saliendo un caudillo. Los caudillos les salen a las sociedades como los golondrinos les salen a las gentes en los sobacos. Y salen por las mismas razones: una severa infección que aflora en un punto del cuerpo cuando las defensas están bajas. El caudillo venezolano se llama Hugo Chávez y se hizo muy famoso en 1992 cuando organizó un golpe militar contra el gobierno legítimo de Carlos Andrés Pérez. El golpe fracasó, pero el intento bastó para hacerlo tremendamente popular entre muchos venezolanos.

A las 72 horas de la asonada castrense, de acuerdo con las encuestas de la época, un 60 por ciento de la población adulta decía respaldar al golpista. Hoy, a los seis años de aquella sangrienta aventura, Hugo Chávez ha ganado las elecciones por amplio margen y asumirá, pero no para mantener las instituciones del país, sino para llevar a cabo la mítica revolución radical de izquierda, utilizando para ello los recursos del Estado de Derecho. Algo parecido a lo que Hitler y Mussolini hicieron en los años treinta en sus respectivas naciones. Si cumple las amenazas proferidas, se servirá de los procedimientos democráticos para disolver el Parlamento y gobernar a su antojo por decreto.

Naturalmente, hundirá al país en el horror y la violencia, pero eso es algo que la mayor parte de los venezolanos hoy son totalmente incapaces de percibir. Están demasiado entretenidos en luchar contra la inflación, el desempleo y la inseguridad ciudadana para preocuparse por la defensa de las libertades. Sufren y con razón la nostalgia de aquellos tiempos gloriosos en que un dólar valía cuatro bolívares, mientras ahora les cuesta quinientos. Tienen demasiada rabia contra los políticos y funcionarios corruptos, y demasiada indignación contra la ineptitud de la burocracia estatal, para detenerse a pensar en que Chávez, lejos de resolver los problemas del país, los agravará cruel e irresponsablemente, aunque sólo sea porque en su cabeza violenta y cuartelera no hay otra cosa que ideas insensatas extraídas de la mitología revolucionaria latinoamericana de mediados de siglo.

En un país que se muere de estatismo, Chávez aumentará el perímetro del Estado. En una sociedad agredida durante décadas por absurdos controles económicos, Chávez multiplicará los cerrojos y limitará aún más las libertades políticas. En una nación en la que el Estado de Derecho es casi una ficción, este presidente carapintada sustituirá cualquier vestigio de constitucionalismo que quede en pie por su omnímoda voluntad. "¿Cuál es nuestra Constitución?", se preguntaba en los años treinta el doctor Hans Frank, nazi notorio. Y enseguida se contestaba: "Nuestra Constitución es la voluntad el Führer". La constitución de los venezolanos será la voluntad de Chávez.

El caudillismo es eso: una abdicación de la soberanía popular; una transferencia de poderes. El pueblo, fatigado del fracaso del sistema, desconfiado de un modelo democrático que no alivia los problemas cotidianos, deposita en un hombre iluminado las facultades necesarias para "arreglar" los asuntos que tercamente se resisten a ser solucionados por otros procedimientos. Así surgió Perón en Argentina. Así se consolidó la figura de Fidel Castro entre los cubanos. En 1959 millones de cubanos repetían un pareado singularmente obsceno: "si Fidel es comunista/que me pongan en la lista". No pensaban, no discernían por cuenta propia: habían delegado en Castro la facultad de razonar y de elegir los caminos a seguir. Esa es la función de los caudillos: guiar a los corderos orientados por su sabia intuición; conducir a sus pueblos a la tierra prometida sin detenerse a consultarlos, pues entre pueblo y caudillo se ha firmado un pacto fáustico. El caudillo les dará la felicidad eterna. A cambio, les confisca para siempre el alma y el cerebro.

¿Cómo saldrán los venezolanos de este atolladero? Por supuesto, muy magullados. Basta leer cuidadosamente los discursos de Chávez en La Habana, publicados en el periódico Granma, y los elogios que Castro le propina, para comprobar que este hombre no tiene la menor idea sobre cómo los pueblos crean riqueza y cómo la destruyen. Si gana las elecciones, una vez instalado en Miraflores, en el mejor de los casos se comportará como Salvador Allende, un caotizador de izquierda, y en el peor, intentará hacer una revolución de corte estalinista semejante a la de su admirado vecino cubano. En ambas situaciones movilizará a sus partidarios y los encuadrará en formaciones cuasimilitares para defender la revolución, arriesgándose a un peligroso enfrentamiento con el ejército, donde siempre habrá algún Pinochet dispuesto a sacar los tanques a la calle para liquidar violentamente a quienes pongan en peligro la hegemonía de las fuerzas armadas.

Esto es gravísimo. Los militares venezolanos pueden ser devastadores si se disponen a matar. Hace años le pregunté a un general de ese país cómo habían controlado el "caracazo", los motines callejeros de la capital, y todavía recuerdo con cierto escalofrío su respuesta torva y sin emociones: "raspamos a mil coñoemadres en una noche", dijo mientras aplastaba su cigarrillo en el cenicero con un gesto displicente.

El miedo

¿Cómo fue el clima electoral venezolano? La anécdota que sigue lo revela. El protagonista no quiere dar su nombre. Es comprensible. Tiene miedo. Es un viejo y honrado partero venezolano que lleva medio siglo trayendo niños a este mundo en los hospitales públicos de su país. Ha salvado, literalmente, miles de vidas, pero ahora lo amenazan con quitarle la suya. "Vamos a quemarle la casa y la consulta si sigue haciendo lo que está haciendo", le dicen por teléfono voces anónimas. Hablan en serio. Son gente de rompe y rasga. ¿Por qué las advertencias? Este médico, preocupado por el carácter totalitario del golpista Chávez, reparte fotocopias de ciertos artículos entre sus pacientes y les pide que los reproduzcan y continúen la cadena informativa. Sabe que Venezuela está al borde del abismo y le preocupa. Son textos publicados en la prensa nacional. No hay en ellos nada distinto de lo que recogen los periódicos habitualmente. Lo único diferente es la indefensión de quien difunde la información. Por ahora Chávez y sus seguidores no pueden amenazar a los periódicos y se ceban en los ciudadanos desprotegidos. Por ahora. Lo otro llegará a su debido momento.

La anécdota es perfecta para entender el mecanismo fundamental del totalitarismo. No es el triunfo de una ideología sobre otra, sino el avasallamiento total de un sector de la sociedad por otro que tiene el monopolio de la fuerza y lo utiliza sin ningún freno. El objetivo es sembrar el miedo y el instrumento para ello es la intimidación física más burda. Todo está previsto en un crescendo cruel: amenazas veladas, turbas organizadas, insultos, golpes, prisiones, torturas y -por último- la muerte. No hay ninguna sociedad por altiva y levantisca que se crea que no pueda ser sometida mediante el terror. Los venezolanos de fines del siglo xx, acostumbrados a la libertad que conquistaron en 1958, discutidores e irreverentes, siempre dispuestos a defender sus ideas con ardor, ignoran que sus abuelos y bisabuelos fueron unos dóciles corderitos durante la feroz dictadura de Juan Vicente Gómez en el primer tercio de esta centuria que se nos escapa. Y aquellos venezolanos no eran ni más ni menos valientes que los de hoy. Sólo que Gómez era un tirano sin escrúpulos ni límites y todos lo sabían. Con la excepción de un puñado de personas audaces -muchas de ellas asesinadas de formas terribles- los venezolanos bajaron la cabeza y obedecieron en silencio durante casi treinta años a aquel bárbaro caudillo rural. Algo parecido puede ocurrir con Chávez. La regla es inexorable: la audacia de los seres humanos es tanta como permite la ferocidad del enemigo al que se enfrentan.

Curiosamente, los grandes cómplices de este tipo de dictador totalitario son los padres de familia. Temerosos de que sus hijos sean castigados o asesinados, los adiestran para que se sometan al yugo. El hogar se convierte súbitamente en el mejor aliado de los opresores. Es una expresión del instinto de conservación y del amor filial. La idea de patria o los valores cívicos se van borrando en la medida en que crece el peligro. Nadie quiere que le maten, torturen o encarcelen a un hijo. Y la forma de evitarlo es predicar la mayor indiferencia política en el seno de la familia. La cobardía se torna entonces en una estrategia de supervivencia. Y todo se disfraza y racionaliza con un discurso antipatriótico supuestamente justificado por la perfidia de los otros: "No vale la pena luchar por este pueblo desagradecido de ladrones y sinvergüenzas... No arriesgues tu vida para quitar a un tirano que será sustituido por otro peor... Que lo eliminen quienes lo colocaron en ese puesto... Lo que hay que hacer es callar, simular, aplaudir si es necesario, porque lo importante es sobrevivir a esta época de infamia y locura en la que nos ha tocado vivir". La dictadura no sólo esclaviza a las personas. Logra algo aún más profundo y devastador: destruye las normas de convivencia sobre las que descansa la noción de la solidaridad y del bien común.

Es así como las minorías violentas acaban controlando a toda la sociedad. La voluntad de sobrevivir se impone a la de luchar. El espíritu de resistencia, incluso en situaciones desesperadas, es muy limitado. La famosa rebelión del gueto de Varsovia fue mantenida por sólo 276 heroicos judíos en medio de decenas de miles de correligionarios paralizados por el terror. Fue así como los nazis controlaron a la sociedad alemana y los fascistas a la italiana. A palo y tentetieso. Fue atropellando a unos e intimidándolos a todos. Fue adiestrando pavlovianamente a la población en el arte de la simulación y en la reverencia obsequiosa. Sólo sobreviven los que aplauden o los que miran en otra dirección. En la Rusia de Lenin unos pocos bolcheviques dispuestos a matar y a atropellar a sus adversarios se apoderaron de la nación más grande del planeta y la gobernaron a su antojo durante setenta años. ¿Cuándo se deshizo el gobierno y se liquidó el sistema? En el momento en el que renunciaron a la violencia física y los rusos pudieron sacudirse el miedo padecido. ¿Por qué Fidel Castro se mantiene en el poder? Porque cuando otros hablan de derechos humanos, de perestroikas y de otras zarandajas, él no tiene ningún inconveniente en fusilar o encarcelar enemigos, mandar sus turbas a apalear disidentes y a sembrar el terror. La única ley en la que cree es la del escarmiento y la intimidación. Y funciona. Ya lo creo que funciona.

Pero habrá resistencia. No todos los venezolanos se van a entregar cruzados de brazos. Algunos, incluso, no temen dar sus nombres y ya se preparan para los amargos días que acaso se aproximan. Hace pocas fechas me encontré a la socióloga venezolana Amaya Altuna, incansable defensora de los presos políticos cubanos en todos los foros internacionales, y le pregunté qué pensaba hacer si Chávez alcanzaba el poder. "Ahora voy a luchar por los míos", me dijo con la mayor convicción y una mirada triste. Me temo que va a tener mucho trabajo.

Proa a la catástrofe

Se veía venir. Fue una votación eminentemente clasista alimentada, al decir de Carlos Andrés Pérez, por el "pan de la rabia". La proporción de votos chavistas fue prácticamente la misma que el apoyo que le concedieron las encuestas cuando en 1992 intentó tomar el poder a sangre y fuego, dejando varios centenares de jóvenes cadáveres tendidos en las calles de Caracas. Grosso modo, un sesenta por ciento de los venezolanos respaldó el golpe y aplaudió al entonces desconocido teniente coronel. Eran los sectores más pobres del país. El Estado de derecho les importaba un comino, porque, aparentemente, había fracasado. Querían, anhelaban a un hombre fuerte que arreglara a Venezuela con mano de hierro, que detuviera la corrupción, frenara la inseguridad ciudadana y, sobre todo, les diera acceso a la inmensa riqueza que el país supuestamente posee. Querían un caudillo que pensara por ellos, que defendiera sus intereses, que los representara con una voz única y enérgica. Venezuela, se les dijo un millón de veces desde todas las tribunas, era una nación inmensamente rica. Ahora cada elector quiere su parte. Chávez viene a dársela. Prometió implantar el reino de la justicia distributiva.

Estamos ante el triunfo absoluto del populismo. En Venezuela no ha ganado un hombre: ha triunfado la vieja cultura populista latinoamericana, ahora teñida de una pátina autoritaria. Este episodio es, legitimado en las urnas, Perón, Velasco Alvarado, Torrijos, Daniel Ortega y un lamentable etcétera que pudiera llegar hasta mi inevitable compatriota Fidel Castro. Ha prevalecido la grata superstición de que la prosperidad está ahí, en los bolsillos de unos pocos, y basta con que el brazo firme del Caudillo se apodere de ella y la reparta entre las masas hambreadas. No es verdad, pues, que con la elección de Chávez los venezolanos inician una nueva era. Todo lo que han hecho es ponerle una nueva cara y un gorro militar a las viejas ilusiones sembradas, precisamente, por los adecos y los copeyanos castigados en las urnas sin piedad.

La convicción de que la riqueza está ahí, esperando por la mano del Estado para dispensarla dadivosamente, es más venezolana que la arepa. No la inventó Chávez. El absurdo de que la sociedad viva del Estado, y no el Estado de la sociedad, tampoco es un aporte del teniente coronel. Esa es la idea clave de los gobiernos populistas, vitoreada en todo el Continente a lo largo del siglo que termina, resurgida con fuerza en Venezuela tras la caída de Pérez Jiménez, y encarnada en ese engendro monstruosamente ineficaz, justamente llamado "el estado malhechor" por Carlos Raúl Hernández, que recibe y malgasta el setenta por ciento de la renta nacional en escuelas que no enseñan, hospitales que no curan o tribunales que no funcionan. Y ni siquiera el discurso demagógico, encaminado a seducir a los pobres con promesas inalcanzables, es original de Hugo Chávez. Otros lo han hecho antes que él. Los cantos son los mismos. Sólo han cambiado las sirenas.

Durante décadas se les dijo a los venezolanos que Venezuela tenía una inmensa riqueza petrolera que les pertenecía a todos ellos. A veces se calculaban los barriles de reserva, se dividían entre el millar de habitantes y todos gozaban la ilusión de ser ricos. Pero muchos, naturalmente, no lo eran, y entonces pensaban que otros compatriotas corruptos les habían robado lo que les pertenecía. La demagogia tiene esas rencorosas consecuencias.

La tragedia consiste en que los venezolanos -y los ecuatorianos, y los colombianos, y casi toda América Latina- pretenden lograr la cuadratura del círculo. Quieren prosperar con ideas y modos de gobierno populistas, sin advertir que las causas de sus males provienen, en gran medida, de esa forma perversa de entender las relaciones entre la sociedad y el Estado. No desean oir hablar de responsabilidad, de ahorro, de trabajo. Nadie les ha dicho que la riqueza no "está ahí", que hay que crearla. No han advertido que las veinte naciones más ricas y dichosas del planeta dependen de la fortaleza de sus instituciones, de la economía de mercado, agónica y laboriosa, y de una relación inteligente entre lo que se produce y lo que se gasta que incluye el permanente escrutinio y vigilancia sobre los servidores públicos, y en la que no caben los hombres iluminados colocados por encima de la ley.

Dentro de pocas fechas, cuando sus partidarios le pidan a Chávez la parte correspondiente del botín -puestos, canonjías, mayor "gasto social", irresponsables aumentos de salarios, servicios gratis- estarán fortaleciendo el clientelismo que los ha hundido. Y cuando le exijan que cumpla su promesa de no privatizar "el sagrado patrimonio de la nación", estarán fomentando la corrupción, pues el volumen y la intensidad de las trampas y las coimas son funciones de las dimensiones del sector público. A mayor aparato estatal inevitablemente se corresponde un mayor índice de negocios turbios. ¿O es que alguien cree que los chavistas son honorables y sus adversarios deshonestos? Lo que sucede es que el Estado venezolano está organizado -o desorganizado- de manera tal que inevitablemente estimula la corrupción, la ineficiencia y el desperdicio, vicios que se alivian o erradican reduciendo el sector público y podando la autoridad de los funcionarios. Es decir, exactamente lo contrario de lo que representa y defiende el señor Hugo Chávez.

¿Qué va a pasar en Venezuela de ahora en adelante? Hasta el 2 de febrero, día de toma de posesión, el pronóstico es obvio: se acelerará la masiva salida de capitales, con una disminución drástica de las reservas. Casi nadie pagará sus deudas, y comenzará una caída en picado del bolívar. La economía, súbitamente, se paralizará, a la espera de ver qué medidas tomará el nuevo gobierno. Esta contracción, a su vez, reducirá sustancialmente los recursos en manos del Estado, que tendrá dificultades para hacer frente a sus obligaciones, pues la banca internacional y los organismos financieros también se mantendrán expectantes. Ante este panorama, el presidente Hugo Chávez, una vez instalado en Miraflores, tiene una clara alternativa: o imprime unas cuantas toneladas de dinero fresco, congela precios, establece controles de cambio y sube los salarios -receta populista que dulcemente conduce a la hiperinflación y al desbarajuste-, o elige el camino de la austeridad monetaria, el equilibrio fiscal, la reducción de los gastos y la disminución del perímetro estatal. Si hace lo primero Venezuela se hunde aún más, pero en medio de una estruendosa salva de aplausos. Si hace lo segundo, comienza el laborioso rescate de una economía que, como todas, sólo puede fortalecerse mediante el trabajoso ciclo de fomentar el ahorro y la inversión en un clima de serenidad, confianza y seguridad jurídica. Sólo que entonces será acusado de "fondomonetarista", de "neoliberal" y de haberse vendido al gran capital. En ese momento millones de venezolanos se sentirán traicionados y otro teniente coronel comenzará a soñar con la revolución "verdadera". Es el cuento de nunca acabar. Es lo que ocurre cuando una sociedad queda atrapada en las redes de la cultura populista. De esa maldición sólo se sale, y a medias, tras una crisis profunda y prolongada que sacuda al país violentamente. Probablemente los venezolanos se mueven en esa dirección.

La democracia contra la libertad

Era predecible que la mayor parte de los venezolanos acabaría respaldando al golpista Hugo Chávez pese a su promesa de freír en aceite las cabezas de sus adversarios. Eso no es frecuente, pero sucede. Los argentinos, cada vez que Perón se presentó a comicios libres, le dieron sus votos abrumadoramente. Hitler y Mussolini también llegaron al poder por la vía electoral.

La democracia, al fin y al cabo, no es más que una sencilla fórmula matemática para tomar decisiones colectivas. No es una libertad en sí misma, sino un método que puede utilizarse equivocadamente. Por eso Borges, que era antiperonista, solía decir que se trataba de "un abuso de la aritmética". Nadie puede garantizar que las decisiones mayoritarias sean correctas o sabias. La idea de que "el pueblo siempre tiene la razón", o de que es "la voz de Dios", no pasa de ser una superstición constantemente desmentida por la realidad. Los brasileños eligieron a Janio Quadros y los ecuatorianos a Bucaram y a los pocos meses tuvieron que lamentarlo. La grandeza de la democracia no está, pues, en su infalibilidad, sino en la humilde posibilidad de rectificar pacíficamente los disparates. Es un sistema de tanteo y error.

Pero para que sea verdaderamente útil y respetable, la democracia tiene que estar al servicio de una superior escala de valores que la precede y condiciona. Esto es lo que se llama democracia liberal o constitucionalista. Es decir, un método concebido no para que la mayoría haga lo que quiera, sino para garantizarles a las personas que sus derechos, tal y como se consagran en la Constitución, no van a ser conculcados. Para que la democracia sea legítima, y para que valga la pena luchar y morir por defenderla, tiene que estar basada en el respeto de los derechos naturales de las personas. Unos derechos convencionalmente atribuidos a la voluntad divina, que nadie les ha otorgado a los seres humanos, y por lo tanto nadie les puede quitar.

Pudiera, pues, "ser democrático" que la mayoría eligiera eliminar a los judíos, a los negros, a los homosexuales o a los musulmanes, barbaridades que más de una vez han contado con el respaldo de las mayorías, pero unas decisiones de esa naturaleza no son legales ni éticamente aceptables porque violan los derechos naturales de los individuos. Son antiliberales. Es a este conflicto al que se refería Jeferson cuando afirmaba que "prefería una prensa libre sin nación independiente que una nación independiente sin prensa libre". Más trascendente que la democracia es el respeto a los derechos fundamentales de las personas.

El asunto no es un debate abstracto sino un problema de vida o muerte. ¿Se acepta como verdaderamente democrático al régimen iraní, cuyo parlamento, elegido en comicios libres, decide ordenar el asesinato de un escritor paquistaní por las supuestas blasfemias escritas en una novela? ¿Se admite en la familia democrática a los integristas argelinos, degolladores de niños, capaces de obtener más del cincuenta por ciento de los sufragios, o a los talibanes afganos, posiblemente apoyados por la mayoría, pese a que las primeras medidas dictadas por el gobierno fueron prohibir la presencia de las mujeres en las universidades, lapidar a los adúlteros y cancelar las emisiones de televisión? ¿Qué se hace con los Chávez de este mundo cuando se valen del sistema democrático para aplastar las libertades si es que tal cosa llegara a ocurrir?

Amargamente sencillo: se pelea. Frente a la tiranía, ya sea de un hombre, de un grupo, o de la mayoría, hay que resistir. Hay que pelear. Y si existe algo que pertenece a la mejor tradición intelectual hispana, es precisamente eso, el legado de la Escuela de Salamanca: la doctrina de los Derechos Naturales, defendida por Francisco Vitoria en el siglo xvi, uno de los juristas mayores de su época, y su indirecto colofón, el "derecho a la resistencia", elocuentemente proclamado por el padre Juan de Mariana, un vigoroso jesuita, víctima él mismo de las persecuciones de la Inquisición, pese a que su obra magna, Del Rey y de la institución real fue escrita a pedido de Felipe II.

Cuentan las crónicas que en el siglo pasado una compañía de lanceros ingleses llegó a una polvorienta aldea hindú justo en el momento en que la autoridad local, un personaje que fungía de Alcalde y Juez, procedía a encender la pira en la que una joven mujer, atada junto al cadáver de su marido, lloraba espantada ante su inminente martirio. El capitán de los lanceros, un joven escocés apellidado McMurray, descendió de su caballo y ordenó se detuviera el bárbaro rito funerario. El jefe de la aldea, indignado, le dijo que no podía impedir la cremación de la viuda, porque ésa era la costumbre de su sociedad, y, además, la voluntad de la mayoría. "Lo siento, señor, dijo el Capitán mientras con una seña ordenaba a sus soldados que se dispusieran al ataque, pero la costumbre de mi sociedad es la de ahorcar a quienes asesinan mujeres indefensas, incluso si lo hacen con el respaldo de la mayoría".

Siempre he pensado que la viuda huyó de su cruel destino y de sus salvajes compueblanos en la cabalgadura del soldado inglés. Quién sabe si hasta llegaron a formar una familia felizmente liberal y gloriosamente mestiza, aunque no precisamente sujeta a los caprichos de la mayoría.

¿Y ahora qué viene?

Venezuela está paralizada. La advertencia la hizo Antonio Herrera Vaillant, el secretario de la Cámara de Comercio venezolano-americana. Pero la cosa es aún más grave: ya comenzó la estampida. Nadie en Venezuela quiere hablar de ello, pero son muchos los venezolanos que están empacando sus "peroles" de una manera discreta y silenciosa. Al fin y al cabo, los venezolanos con buena memoria no olvidan la consigna de Chávez cuando lanzó sus tropas contra la democracia venezolana en 1992: "cara de perro, ojo de vidrio y pecho de acero". Con esos truenos el que se quede dormido es un imbécil.

Primero, naturalmente, comenzó el flujo de capitales hacia el exterior. El rasgo más notable del dinero es su facultad para oler los desastres y su agilidad para escapar de los peligros. El destierro, con plata, es menos destierro. Hasta puede ser una oportunidad de explorar otros horizontes y multiplicar el capital. No es mala idea vender las propiedades inmuebles y adquirir divisas. La liquidez es importante. Tampoco resulta descaminado invertir en diamantes o en obras de arte con prestigio internacional. Un picasso, un diego rivera o una escultura de Brancusi siempre encuentran comprador. El bolívar, que se cambia a más de quinientos por dólar, si gana Chávez no tardará en alcanzar los mil. Y una vez comenzada la caída ya nadie puede calcular el final del camino. Cuando comenzó el sandinismo un dólar se compraba con siete córdobas. Cuando terminó, había que abonar siete millones. O incluso más, porque eran tantos ceros que ya nadie recuerda exactamente hasta qué remoto punto llegó esa asombrosa devaluación. El valor del dinero es, en primer término, el resultado de la confianza de quien lo posee en la estabilidad del país emisor. Y con Chávez en Miraflores esa confianza no existe.

Pero no son sólo los potentados venezolanos quienes están liando sus petates. Centenares de los mejores ejecutivos, profesionales e intelectuales ya han empezado a enviar "resumés" u hojas de vida a diversas empresas, entidades y amigos. Primero, cuando se trata de multinacionales, hay que comprobar si las casas matrices tienen espacio laboral en otra capital más serena del mundo hispánico. Si no lo tienen, es hora de tomar contacto con la competencia. Los "head hunter" no dan abasto. Llegó el momento de revisar los archivos y retomar las relaciones con aquel colega conocido en un simposio, con el director de un seminario en el que participamos, con el compañero de la infancia que hace años tuvo la feliz ocurrencia de avecindarse en el extranjero, y hasta con aquella novia de la adolescencia que terca y amablemente no deja de enviarnos tarjetas navideñas y fotos que dan testimonio de los estragos que causan los años y la celulitis.

¿Quién otorga visas de residentes? No es sencillo. La Unión Europea, que tiene la tasa de fertilidad más baja del planeta, cada vez pone más restricciones. Es desconcertante hasta dónde puede llegar la estupidez humana. Canadá y Australia son más racionales y hospitalarios. En todo caso, es bueno comprobar con las Embajadas de Italia, Portugal y España las posibilidades de adquirir un nuevo pasaporte en virtud de la ascendencia familiar. No es hora de hacer "chistes de gallegos" sino de averiguar en qué aldea parieron a ese padre o a ese abuelo para poder reclamar la partida de nacimiento.

¿Adónde emigrar? Buenos Aires, Santiago de Chile o Montevideo pueden ser sitios agradables para plantar la tienda. También Río o hasta São Paulo, pese a su monstruosa dimensión. Quito, curiosamente, ofrece la mejor calidad de vida por el menor precio. México D.F. se ha vuelto inhabitable. En Centroamérica hay que pensar en Panamá o en San José. Sin embargo, ciudad Guatemala, si consigue solucionar el problema de la delincuencia violenta, también puede ser un gratísimo lugar para residir. Lo que no impide que mudar a la familia sea una complicada operación logística y el inicio de otro desgarramiento. Cuando no hay continuidad entre la cultura hogareña y la que los muchachos encuentran en la calle, se produce una incómoda disonancia familiar. Ser extranjero siempre es una forma artificial de convivir. Qué le vamos a hacer.

Las universidades norteamericanas suelen ser un buen destino. Son más de tres mil y cultivan un ambiente cosmopolita en el que los extraños son generalmente bienvenidos. Creo que ahí se da la más cálida atmósfera emocional de Estados Unidos. El salario es razonable, pero la mayor ventaja es el tiempo de ocio disponible. Nueve meses de escaso trabajo -seis horas por día como promedio- y tres gloriosos meses de vacaciones pagadas. ¿Inconvenientes? Los campus suelen ser lugares idílicos, mas sin ninguna gran ciudad en la cercanía. Desgraciadamente, los norteamericanos son urbanófobos. Odian las aglomeraciones. Les parecen un castigo divino. El mall es la mayor cantidad de ciudad que resisten. El sueño americano sigue siendo una casa en la pradera, solitaria y agreste, bañada por la brisa y el olor de los pinares. Una opción intermedia puede ser Puerto Rico. Es una bella y acogedora isla caribeña con todas las comodidades de los Estados Unidos y todas las características de América Latina. Se trabaja en español y se cobra en inglés. Posee el más alto per cápita de América Latina (pero la mitad de Mississippi, el estado más pobre de la Unión). Allí fondearon muchos españoles republicanos y muchos cubanos exiliados. No es un mal sitio para esperar que pase la tormenta. Si pasa.

Todo esto es muy triste. Los países no existen. Existen las gentes. Y cuando algunas de las mejores gentes emigran, todos sufren. Los que se quedaron, porque pierden la inteligencia, el empuje y la vitalidad de los que se fueron. Los que se van, porque la adaptación a otro suelo y a otro cielo, siempre es dolorosa y conflictiva. Por eso entre los griegos el "ostracismo", el destierro, era el peor de los castigos. ¿Será verdad, Dios mío, que los pueblos tienen los gobernantes que se merecen? ¿Qué cosa terrible han hecho los venezolanos para merecer a Chávez?

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