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Isabel II y la ópera. Del Teatro de Palacio al Palacio Real

La música fue una de las grandes pasiones de Isabel II. A las nueve de la noche del 10 de octubre de 1849, día de su decimonoveno cumpleaños, se levantó el telón del pequeño teatro que acababa de construirse en el recinto del Palacio de Oriente. Sonaron entonces los primeros compases de la obertura de una ópera, nunca antes escuchada en el país, de un joven músico español. Los trescientos invitados recibieron el libreto en una edición de lujo con el texto en italiano y español, y al final de la representación hubo dulces y helados. La fiesta terminó a la una de la madrugada.[1]

La ópera era Ildegonda, y el autor, Emilio Arrieta (1823-1894). La compuso algunos años atrás en Milán, donde estaba estudiando, y había conseguido estrenarla con éxito en la Scala. Por lo que hace al teatro, había sido levantado por orden de la Reina, que siempre quiso tener uno para escuchar sus obras preferidas. Tales representaciones tenían que haberse celebrado en el Teatro de Oriente, el antiguo Teatro de los Caños del Peral, situado enfrente del palacio. Pero las obras llevaban empantanadas mucho tiempo, por las dificultades propias de la construcción y las discusiones entre las Casa Real y el Gobierno a cuenta de su financiación. Así las cosas, en diciembre de 1848 la Reina ordenó al intendente de palacio que se levantara, "sin la más leve dilación ni excusa de ningún género, por plausible que parezca"[2], un teatro en el recinto del mismo.

El arquitecto de palacio, Narciso Pascual y Colomer, decidió erigirlo junto a la esquina suroeste, y que diera a la Plaza de la Armería. Allí estaba situado el archivo. Un sábado de primeros de enero de 1849, sin previo aviso, se presentaron los albañiles. A toda prisa, en parihuelas improvisadas, hubo que llevarse los legajos a otro sitio; concretamente, a las habitaciones del infante Francisco de Paula, el padre del Rey. Y empezaron las obras de desmantelamiento de la librería labrada en tiempos de Fernando VII: según cuenta con pesadumbre un honrado funcionario, los albañiles empezaron a darles de martillazos, hasta que se dieron cuenta de que estaban atornilladas y se podían desmontar.[3]

Cuatro meses se tardó en construir el teatro. Quedó inaugurado el 27 de abril, con una función en la que se representó la comedia Caprichos de la fortuna, de un escritor y periodista de la época. Se cuenta que las papeletas de invitación estaban tan solicitadas, que hubo quien las pidió de rodillas. Después del verano, en octubre, se puso en escena Ildegonda. El recinto tenía un foso para una orquesta sinfónica importante, un palco para los Reyes, trescientas sillas de madera –imitación caoba– forradas de seda carmesí y todos los adelantos técnicos. La construcción y el acondicionamiento costaron algo más de 1.200.000 reales, una auténtica fortuna.[4]

Gustos musicales

El gusto por la música tenía larga data en la Casa Real. Lo había revitalizado María Cristina de Borbón al llegar a Madrid para casarse con Fernando VII. Muy joven, con 23 años, María Cristina procedía de una de las ciudades más musicales de Italia, que era entonces, en particular para los madrileños, el país de la música por excelencia. En Nápoles estaba el San Carlo, uno de los más prestigiosos teatros operísticos del mundo, construido por quien acabó siendo rey de España, Carlos III. María Cristina no era una simple aficionada. Al parecer, también era una "inteligente, profunda conocedora y entusiasta [del] arte divino (...) Cantaba y tocaba el piano como artista verdaderamente consumada"; y tenía una voz de mezzosoprano "de una pastosidad y dulzura incomparable".[5] No es poco.

En Madrid encontró un ambiente propicio. Entre 1830 y 1840, la ópera italiana marcaba el estilo. Larra, entre otros muchos literatos, era un crítico teatral y operístico entusiasta. Se puso de moda el color sombra de Nino, por la Semíramis de Rossini, el tinte corinto, por otra ópera de Rossini (El sitio de Corinto), y las elegantes llevaban unos pañuelos de seda para el bolsillo, muy grandes, estampados de cruces e inspirados en los figurines de Il Crociato in Egitto, una ópera que Meyerbeer acababa de estrenar en Venecia.[6]

María Cristina fundó el Conservatorio de Música, a imagen del que existía en Nápoles. Durante algunos años el Conservatorio, que albergó recitales y alguna representación, fue uno de los centros de la vida social y musical madrileña. También se habló de la posibilidad de tener un teatro de ópera real, como el de Nápoles, pero no había dinero para tanto. A ratos, cuando lo permitía el presupuesto, se iba levantando el Teatro de Oriente.

María Cristina, reina burguesa en sus gustos y en su estilo de vida, cuidó la educación musical de sus dos hijas, Isabel y Luisa Fernanda. Para profesor de canto escogió a Francisco Frontera de Valldemosa (1807-1891), de quien había recibido clases cuando llegó a Madrid. Valldemosa era mallorquín, de familia de comerciantes. Su vocación musical le había llevado a estudiar en París, donde se labró una gran reputación. Se dice que Paganini elogió su hermosa voz de bajo. Luego se estableció en Madrid como profesor y escribió algunos tratados de técnica musical. Para profesor de piano se optó por Pedro Albéniz (1795-1855), pianista, aficionado a la composición y autor de un método de enseñanza de piano que dedicó a Isabel II.

Los gustos de la infanta Luisa Fernanda la llevaron a decantarse por el piano, aunque se dice que tenía una buena escuela de canto, con una voz de soprano pequeña pero "afinada, grata y de excelente timbre".[7] Isabel fue mejor alumna de Valldemosa, aunque el piano no le disgustaba. Albéniz compuso varias obras expresamente para ella, como La barquilla gitana, La sal de Sevilla y El polo nuevo, las tres para piano a cuatro manos. Son obras de inspiración española y, según los entendidos, nada fáciles de tocar, con pasajes que requieren "habilidad y dominio".[8] Isabel II y Luisa Fernanda las interpretaron en varias ocasiones en los conciertos familiares que se daban en palacio, y en los que solían participar otras reales personas. El rey Francisco era alumno del pianista Juan María Guelbenzu (1819-1886), que María Cristina se había traído de París. El infante Sebastián Gabriel de Borbón y Braganza tenía voz de tenor, robusta y bien timbrada, que gustaba de lucir en su propio palacio.[9]

Al parecer, Isabel II tenía voz de mezzosoprano lírica, de tesitura alta y bien educada. Ya desde niña participaba en los pequeños conciertos de palacio, a los que acudían algunos cortesanos del círculo más íntimo pero también el general Espartero, regente a principios de la década de los 40, con su esposa, la Duquesa de la Victoria. La Reina y su hermana lucían sus habilidades al piano. Según los encargados de su enseñanza, así tenían un estímulo para aplicarse al estudio, en particular el de solfeo, que a la Reina le aburría soberanamente.[10]

A veces, Isabel II recurrió al canto en situaciones poco ordinarias. Cuando, en 1847, cayó el Gobierno del Duque de Sotomayor, tras una intriga palaciega en la que no faltaron escenas de sainete, recibió a uno de los protagonistas –Donoso Cortés, ni más ni menos– para anunciarle, cantando, como si estuviera en un escenario de un teatro de ópera: "Esta noche caerá el Ministerio".[11] Era el signo de un profundo desarreglo emocional, de su ansiedad ante el papel de reina constitucional, que había de desempeñar pero para el que no estaba preparada, y también de una extraña confianza en su capacidad para mover los hilos de la política. Años después, en 1858 y en Gijón, se puso a cantar, en el palacio donde a la sazón se alojaba, una romanza acompañada al piano por Valldemosa. La noche era calurosa, y las ventanas estaban abiertas. La gente se paró a escuchar y aplaudió a la artista cuando terminó. Al día siguiente, Valldemosa le dijo en broma que, habiendo sido aplaudida por un público que desconocía su alto rango, podría contratarse para un teatro. "Para un teatro de provincias", contestó ella.[12]

Cuando, en 1844, Liszt vino a Madrid, dio tres conciertos públicos en el Teatro del Circo y otro en palacio. La Reina le obsequió con un alfiler de brillantes. En palacio se coleccionaban partituras. Se compraron las nueve sinfonías de Beethoven –también sus oberturas–, así como las de Schubert, Mendelsshon, Schumann y Berlioz, y música muy variada de Cherubini, Spohr, Boildieu y José Melchor Gomis. Incluso aparece en los documentos el nombre de Wagner, aunque sólo como adaptador. José Subirá, estudioso de la música española del siglo XIX, piensa que a Valldemosa, que solía dirigir la orquesta de palacio, le habría gustado interpretar las obras de Beethoven.[13] Ahí estaban, cuando todavía no se habían estrenado en España. Lo harían en el Teatro Real, a partir de 1866.

Por lo demás, el palacio tenía una orquesta sinfónica muy bien nutrida: dieciséis violines, cuatro violas, cinco violoncellos, cuatro contrabajos, dos flautas, dos oboes, dos clarinetes, dos fagotes, cuatro trompas, cuatro trombones, etcétera.[14] El 16 de enero de 1850 dio un concierto en el que interpretó, entre otras obras, una obertura de Jean François Auber, músico francés favorito del público parisino y europeo por su falta de pretensiones y su inspiración melódica. Al año siguiente, más o menos por las mismas fechas, hubo otro concierto. La segunda parte se dedicó a la música instrumental, y la Reina interpretó dos piezas, un Notturno para arpa y piano, con Pedro Albéniz, y una Fantasía sobre motivos de La Straniera, una ópera de Bellini que le gustaba mucho. En la primera parte se lució la reina María Cristina, cantando piezas exigentes: un Ave María de Verdi, el himno del Profeta, la monumental ópera de Meyerbeer, e incluso el cuarteto de La Cenerentola de Rossini. Isabel II abrió el concierto con una melodía. Cantó luego con su madre un dúo de Alzira, una ópera que Verdi había escrito para el San Carlo de Nápoles; y participó con ella en la interpretación del quinteto de I Capuletti e i Montecchi, la ópera en que Bellini recreó la historia de Romeo y Julieta y dio los dos papeles protagonistas a dos cantantes femeninas. Por lo que sabemos de la tesitura de las dos voces, es probable que María Cristina prestara la suya a Romeo e Isabel a Julieta. I Capuletti es una obra maestra del bel canto, esa forma de declamación elegíaca y canto adornado que Bellini llevó a la más alta expresividad, con sus melodías interminables. La Reina tenía un gusto musical preciso y seguro. Toda su vida sería fiel a la música de sus años jóvenes.

Pocos días después, el 16 de enero de 1851, el salón de columnas del Palacio Real fue escenario de otro concierto, menos privado, en el que la orquesta sinfónica de palacio interpretó, con algunos de los artistas que cantaban en el Teatro Real, obras de Mozart, Verdi, Rossini, Donizetti y Schubert. Lo abrió la obertura de Ildegonda, la ópera con que se inauguró la temporada en el Teatro de Palacio.

Y es que lo que le gustaba de verdad a la Reina era la ópera. En el Palacio de Oriente se guarda todavía la colección de partituras operísticas que se compraron en aquel entonces. Comprende buena parte de la producción del momento, desde Gluck hasta Verdi. Adam, Auber, Boildieu, Grétry, Halévy, Méhul, Thomas, Spontini, Cherubini, Paer, Meyerbeer, Rossini, Bellini, Donizetti y Mercadante son los autores mejor representados, algunos de ellos casi exhaustivamente. De Adam, otro amable músico francés que escribió alguna obra de tema español, como Le Toréador, hay diez óperas; de Auber, veinte; de Verdi, diez; dieciocho de Rossini, y veinte de Donizetti.[15]

A Isabel II le gustaba la misma música que al público madrileño, y quien dice madrileño dice europeo y, enseguida, americano. Lo que le gustaba al público de entonces era la ópera, italiana y francesa.[16] Desde principios de siglo se venía discutiendo sobre el éxito arrollador de la italiana. Para los doctos y los intelectuales –todavía no se llamaban así, pero la especie ya existía–, la ópera italiana venía a ser una invasión, una plaga que impedía la prosperidad del género nacional.

Una ópera nacional

La revista La Iberia Musical y Literaria (1842-1846), fundada por el compositor Joaquín Espín y Guillén, preconizó activamente la creación nacional. Habiendo reflexionado sobre el éxito de la ópera francesa, casi tan grande como el de la italiana, invitaba al Gobierno español a hacer lo mismo que siempre había hecho el francés: fomentar y proteger el género propio. En 1847 un grupo de compositores, entre los que estaban Emilio Arrieta, Hilarión Eslava y Baltasar Saldoni, fundó una sociedad (hoy la llamaríamos asociación) llamada La España Musical. Enviaron un informe a Isabel II sobre la necesidad de crear un teatro para representar ópera en español y solicitaron su protección. La iniciativa fue un fracaso, tal vez porque algunos años antes otro músico un poco aventurero, Dionisio Scarlatti de Aldama, había fundado una Academia Real de Música y Declamación con fines muy parecidos a los de La España Musical. El modelo de mecenazgo de Scarlatti fue, ni más ni menos, el de Luis XIV. Scarlatti quería hacerse con la gestión del Teatro de Oriente, todavía en construcción, y empezó a recoger fondos para su labor de defensa de la cultura española. Isabel II aceptó en 1844 el cargo de protectora de la entidad y donó 10.000 duros.[17] Al final, todo resultó un fraude. [18]

Los propios compositores no se ponían de acuerdo. Algunos, como Gomis, Fernando Sor o Manuel García –también cantante, y de los de más grandes–, se habían marchado fuera, a triunfar donde se escribía la música que ellos querían componer. Los que se quedaron intentaron, con más o menos convicción, escribir esa ópera española que tanto echaban de menos algunos círculos letrados, aunque no el público, al que toda aquella discusión le importaba poco. Tomás Genovés estrenó en 1832 El rapto, con libreto en verso de Larra, aunque también acabó yéndose a vivir a Italia. Baltasar Saldoni escribió dos obras de tema español: Boabdil y Guzmán el Bueno, pero las dos quedaron sin estrenar. Joaquín Espín y Beltrán estrenó en 1842 Padilla o el asedio de Medina, de tema español, pero luego se fue a Italia, donde conoció a Verdi y a Rossini, aunque Narváez le nombró director de la compañía de ópera del Teatro de la Cruz y forzó su vuelta a Madrid

En general, lo que les salía a los compositores españoles que aspiraban a vivir de su trabajo eran óperas italianas, con libreto escrito en italiano y temas sacados del repertorio italianizante. Ramón Carnicer (1789-1855), uno de los músicos más brillantes de su generación, estrenó obras de título tan significativo, es decir tan poco castizo, como Elena e Malvina (con libreto de Francesco Romani, que trabajaba para Bellini, Donizetti y Verdi), Elena e Constantino[19] o Eufemio di Messina. Saldoni, que no pudo estrenar sus óperas españolas, logró en cambio grandes éxitos con títulos tan exóticos como Ipermestra y Cleonice, regina di Siria.

Otras veces los músicos llegaban a alguna clase de compromiso entre las aspiraciones de los doctos y el gusto del público. Hilarión Eslava, antes de pasar al servicio de la Real Capilla del Palacio de Oriente, consiguió el favor del público con obras de tema español pero de formato e idioma italianos, como Il Solitario, que fue su primer estreno, y Pietro il Crudele, sobre don Pedro el Cruel, rey de Castilla y tema operístico bastante explotado en esos años. También se escribía ópera en español, pero con tema internacional y estilo italianizante, como hizo el propio Eslava en una obra de título tan exótico como los arriba referidos: Las treguas de Ptolemaida.

Las razones que se adujeron para este fracaso fueron de muy diversa índole: los teatros no eran buenos; no se educaba a los cantantes en el uso del español; no había formación musical; el Gobierno no fomentaba la creación musical; incluso –éste es el más pintoresco– que no había música popular española, diseminada como estaba en tradiciones regionales imposibles de reducir a un patrón nacional común.[20] En realidad, casi nada de eso se echaba en falta, y lo que faltaba se fue consiguiendo con el tiempo. La música española acabó cuajando en la zarzuela, el género propiamente nacional, aunque quizá no el que tanto echaban de menos los intelectuales de la primera mitad del siglo. En cuanto a los teatros, pronto empezaron a abundar, y la inauguración del Real, en 1850, solucionó cualquier problema. Tampoco faltó apoyo por parte de las instituciones. La reina María Cristina había fundado el Real Conservatorio: estuvo cerrado durante la guerra carlista, por falta de fondos, pero se reabrió en cuanto fue posible hacerlo. Isabel II protegió algunas de las asociaciones creadas por la iniciativa privada, y, como ya se ha visto, en alguna ocasión salió escaldada.

El Teatro de Palacio

En el Teatro de Palacio se dieron varias funciones de teatro hablado, con obras de Ramón de Navarrete, conocido periodista de la época, Lope de Vega (Si no vieran las mujeres) y Calderón (El astrólogo fingido). En 1850 Isabel II nombró director de su Real Teatro al actor más famoso del momento: Julián Romea.[21] La auténtica inauguración del recinto tuvo lugar, como vimos, el 10 de octubre de 1849, con la Ildegonda de Arrieta.[22] Éste era siete años mayor que la Reina, y cuando se instaló en Madrid, en 1846, venía con el prestigio de haber estrenado en Milán. Se cuenta que Isabel II lo conoció durante una función del Teatro Circo. También pudo haberlo conocido en 1848, durante la celebración, en el Palacio de Villahermosa, de la reapertura del Liceo Artístico y Literario, una sociedad fundada en 1837 a la que pertenecían todos los grandes artistas de la época. La fiesta de reapertura, en la que se escuchó un himno compuesto para la ocasión por Arrieta, contó con la asistencia de Isabel II y de su esposo, el rey Francisco.

La Reina sabía sin duda que Arrieta, en Milán, había sido alumno del célebre compositor Nicola Vaccai. Vaccai había compuesto, antes que Bellini, una ópera sobre los desgraciados amores de Romeo y Julieta. En 1832 la gran diva María Malibrán, hija de Manuel García, se empeñó en cantar, en la ópera de Bellini, la escena final de Vaccai, que le ofrecía más ocasión de lucimiento. Ya sabemos que Isabel II llegó a interpretar un fragmento de esa obra en palacio. Habiendo sido alumno de Vaccai, Arrieta llevaba a Isabel II algo de la vida y la presencia de los creadores de aquella música que tanto le gustaba. Era apuesto, el músico de moda en Madrid, y bien recibido en todas partes como el talento musical más prometedor de España. El 17 de abril de 1848 la Reina lo nombró su maestro de canto, apartando al veterano Valldemosa. Arrieta escribió para ella varias canciones italianas: Il pargoletto spento, Chiusa all’alba, La beltá y La mestizia, esta última con acompañamiento de arpa.[23] El joven compositor habló entonces de "la infinita bondad de Su Majestad", su protectora, que le había editado su música y financiado con esplendidez el estreno en Madrid de su primera ópera.[24] Luego, cuando la Gloriosa Revolución de 1868, Arrieta escribió un himno titulado Abajo los Borbones...

La Reina siguió de cerca todo el proceso de puesta en escena, en el que también colaboró, como traductor y apuntador, el madrileño Francisco Asenjo Barbieri (1823-1894), otro gran músico, que alcanzaría una popularidad extraordinaria tras dar forma al género propiamente español de la zarzuela en obras como Pan y toros o El barberillo de Lavapiés.

Durante el verano de 1849 la Reina pedía informes de cómo iban los ensayos, y se ocupó personalmente de los decorados de la función. Se conservan las anotaciones que hizo para los telones pintados.[25] Aquél era su teatro. Era su música, su propio proyecto. No sólo había mandado construir el teatro, también había escogido al personal. Restableció la Real Cámara en la parte vocal, que llevaba suspendida desde 1835, con plazas de tiple, contralto, "tenor de medio carácter", "tenor serio", barítono y bajo: por decreto, este grupo de cantantes debía asistir a la Real Cámara y cantar en los conciertos y óperas que la Reina considerara oportuno.[26]

Ellos fueron los encargados de estrenar Ildegonda, ligeramente adaptada, en Madrid. Se dieron tres funciones más de esta obra ultrarromántica; a una de ellas, la del 21 de febrero de 1850, asistió la Reina vestida de negro y pálida, junto con su médico. Estaba en los meses iniciales de su primer embarazo. Su absurdo matrimonio estaba hecho trizas, incluso ante la opinión pública, desde 1847, cuando la real pareja estuvo a punto de separarse después de los amoríos de Isabel con el general Serrano. Aquél fue, según algunos historiadores, el año más difícil de su reinado. Mucha gente del círculo real, empezando por los moderados y por su propia familia –cabría hacer una mención especial a su padrastro, el Duque de Riánsares–, comprendió que sería fácil manipular a la Reina utilizando su desarreglo sentimental y su desorden sexual...[27] A sus 19 años, Isabel II se hacía pocas ilusiones, salvo, quizá, en cuanto a la diversión y las evasiones.

La segunda ópera que se montó en el Teatro de Palacio fue La Straniera, de Bellini, con libreto de Felice Romani. Eso fue el 23 de abril de 1850. Bellini la había estrenado en Milán en 1829. Tuvo un éxito monumental, y se mantuvo en el repertorio más o menos hasta 1870.[28] A mediados de siglo no era ninguna novedad. Incluso se consideraba ya algo superada. La ópera era entonces un género vivo. El público seguía a los nuevos artistas, estaba al tanto de las tendencias y esperaba impaciente los nuevos estrenos. Se parecía más a la música popular de hoy que a lo que ahora entendemos por música clásica. Stendhal lo dice en una carta que escribió al propio Romani desde Milán, por las mismas fechas del estreno de La Straniera: el único arte que resistía la competencia de la política, en aquellos tiempos tan tumultuosos, era la ópera.[29]

La puesta en escena de La Straniera en el Teatro de Palacio, como la de Ildegonda, fue una elección personal de la Reina. En este caso se trataba del rescate de una obra por la que sentía una predilección particular. Cuando su estreno, un crítico escribió que estaba inundada de esa "sombría y suave melancolía que, al extenderse por todo el drama, llega al alma y os hace derramar lágrimas". El drama y la música de La Straniera no exaltaban los "sentimientos generosos y patrióticos", como era común en otras óperas del momento, sino que despertaba, seguía diciendo el mismo crítico, "la más querida y la más poderosa de las pasiones humanas, es decir el sentimiento del amor por una virtud desdichada o por un ser privilegiado y sublime".[30]

Los protagonistas de La Straniera son Arturo, a punto de casarse con una inocente muchacha, y Alaide, una mujer muy hermosa que vive sola, de incógnito, retirada del mundo, en una casa al borde de un lago. El joven Arturo se enamora de la misteriosa mujer, y ella le corresponde con la misma pasión. Pero es un amor imposible. Alaide hace jurar a Arturo que, si quiere volver a verla, debe casarse con su prometida. Ella misma fuerza la ceremonia. Sólo entonces sabremos que Alaide es la reina de Francia y está llamada a volver a ocupar el trono. Pero el esfuerzo que se hace a sí misma para violentar su amor le cuesta la vida. Arturo, por su parte, se suicida.

La Straniera es una obra maestra de Bellini. Está entre sus obras más apasionadas, más profundamente románticas. La Reina debió de escuchar con una atención muy particular el singular dúo de amor del primer acto, cuando Alaide, la reina enamorada, se niega una y otra vez a aceptar el afecto de Arturo, cada vez más apremiante. Y se emocionaría, tal vez incluso hasta las lágrimas, como sugería el crítico, con la gran melodía final de la protagonista: la mujer maldita, la extranjera del título, invoca la muerte en una larga cantinela cargada de fuerza dramática, explosión de todas las emociones contenidas a lo largo de la obra.

Un año después, el 21 de abril de 1851, Isabel II asistió en su Teatro de Palacio al estreno de Luisa Miller, una ópera que Verdi había estrenado en el San Carlo de Nápoles a finales de 1849. Verdi era bien conocido por sus opiniones políticas progresistas: era partidario de la unificación e independencia de Italia bajo un rey de la casa de Saboya, y no le había gustado la intervención en Italia del ejército español para devolver al Papa los Estados Pontificios. También estaba contribuyendo a cambiar la música de su época. El público de Madrid, donde ya se habían representado casi todas sus obras, por ejemplo Ernani, Nabucco, Attila y Macbeth, sabía bien que el genio de Verdi marcaba un nuevo rumbo en el gusto, con una música más dramática, de mayor aliento y más popular, menos aristocrática.

A la Reina le gustaban poco las ideas políticas de Verdi sobre la unificación de Italia. Pero su elección, porque sin duda fue ella la que escogió Luisa Miller, indica que por encima de las opiniones del compositor estaba su música. También indica que le interesaba la que se estaba haciendo por entonces.

Luisa Miller está basada en la obra de Friedrich Schiller Intrigas y amor, una historia de amor entre una joven plebeya y un aristócrata frustrada por las conspiraciones y las ambiciones políticas de la corte de un príncipe alemán. Verdi y su libretista habían tenido que trasladar la historia, por imposición de la censura napolitana, a un castillo aislado. Así se reducía el peso de la intriga política. El amor de Luisa y Rodolfo no se enfrentaba al ambiente de la corte, que Isabel II conocía tan bien. Ahora debía superar la presión familiar, un poco a La Traviata, con el padre de Rodolfo radicalmente opuesto a un amor poco conveniente, dada la posición social de la joven enamorada. En la última escena los espectadores contemplan el triste destino de Luisa y su amante, que prefieren suicidarse con un bebedizo antes que renunciar a su pasión.

La música de Verdi, como correspondía a aquella adaptación intimista, era más lírica, más introvertida que la que había compuesto para sus obras anteriores, tan heroicas y exaltadas. Luisa Miller estaba impregnaba de evocaciones amables y bucólicas, como inspirada por la efusión melódica interior, ensimismada, tan propia de Bellini. La Reina no rechazaba las novedades, pero seguía fiel a un gusto definitivamente formado en la melodía belcantista.

Entre tanto, y en vista del éxito de Ildegonda, Isabel II había encargado una nueva ópera al joven Arrieta. La Reina, ahora, con su propio Teatro de Palacio, estaba en condiciones de ayudar a la creación de una ópera propiamente española. Y así lo hizo.

La que encargó a Arrieta no podía ser más nacional. Se titularía La conquista de Granada. Bien es verdad que no fue un español quien escribió el libreto: el propio Arrieta, sin duda con autorización de la Reina, se lo encargó a uno de los escritores dramáticos más prestigiosos del momento, que andaba por España desde 1845: Temistocle Solera (1815-1878), autor de los libretos de algunas de las óperas de mayor éxito de Verdi, como Nabucco y Attila; también era empresario de teatro y director de orquesta; incluso había respondido a las inquietudes de los españoles doctos con la composición de una ópera española, La hermana de Pelayo, estrenada en Madrid en 1845. Era un auténtico aventurero, como muchos de los empresarios teatrales de la época. Se encargó de la gestión del Teatro Real durante la segunda temporada y dejó un agujero financiero imponente. Llegó a ejercer de espía para Napoleón III, y de agente secreto en algunas de las grandes intrigas políticas de su tiempo. Murió como correspondía a la vida intensa que había elegido, arruinado y solo. Siempre tuvo un fabuloso instinto teatral.

Sin duda, a la Reina le divertía, y le gustaba, Solera. Le concedió, cuando la aventura de su Teatro de Palacio, un título honorífico y evocador, digno del Valle-Inclán menos oportunista: "Poeta Italiano de mi Cámara y Teatro".[31] Con La conquista de Granada Solera tuvo ocasión de responder a esa fineza y escribir para ella un libreto romántico y nacional. La historia relata las aventuras del joven Gonzalo de Córdoba, un noble soldado castellano enamorado, en tiempos del asedio final a la ciudad andaluza, de una muchacha mora llamada Zulema. Las familias, la religión, el enfrentamiento bélico... todo está en contra de este amor tan puro como desinteresado. Pero, en contra de lo que se podía esperar, Zulema y Gonzalo consiguen vencer cualquier obstáculo y, en un final apoteósico, Isabel de Castilla, la Reina Católica, en el escenario de la Alhambra recién conquistada sanciona el triunfo del amor y autoriza la boda de los felices amantes.

La Reina conversó largo rato con el autor y con Juan María Guelbenzu, músico de palacio que colaboró en el estreno.[32] Regaló a Solera unos botones de brillantes que luego el artista fue vendiendo en las malas rachas. Pero, aparte del tema, La conquista de Granada –cantada en italiano y titulada, en realidad, La conquista di Granata– era una obra de puro belcantismo, género del que Arrieta se había embebido en sus años milaneses. La prensa destacó precisamente la brillante inspiración melódica del autor. Isabel II, tan consciente de su papel y de su función de reina, acostumbrada desde pequeña a ser una figura pública, no era indiferente a una música y un tipo de canto en que la emoción se exterioriza con brillantez y virtuosismo, como ocurre en la primera gran aria de la reina, después de que un coro de soldados y aldeanos castellanos alabe las glorias del ejército cristiano y reniegue del "vil siervo de Mahoma".[33] Años más tarde, en 1855, La conquista de Granada se repuso en el Teatro Real; con un nuevo título: La Reina Católica. Era una alusión aduladora a quien la había patrocinado.

Tuvo éxito, y llegaron a darse nueve representaciones. Con el estreno público rebrotaron las preocupaciones patrióticas de los músicos de la época. Ese mismo año se convocó una reunión de artistas en el Conservatorio, y éstos aprobaron "por unanimidad llevar a cabo la creación de la ópera nacional". Se envió un memorial a las Cortes para requerir "la protección del Gobierno de Su Majestad". Se pedía que se destinara a tal efecto el Teatro Real y, como no podía ser menos, "una conveniente subvención anual".

También en 1855, la Reina asistió, junto con el rey Francisco, al estreno de otra ópera de tema español: Cruces y medias lunas, de Scarlatti, en el Teatro de la Princesa. No tuvo éxito. Tampoco lo tuvo el mismo Scarlatti con una traducción al español de Dom Sébastien, roi de Portugal,la última ópera de Donizetti, de estilo francés: ni siquiera llegó a estrenarse.[34] Había excelentes músicos y algunas obras de primera clase, pero el intento de crear una ópera española había fracasado, al menos por el momento, aunque no por falta de apoyo de la Reina.

Antes de esto, Isabel II siguió pensando en otros proyectos para su Teatro de Palacio. Temistocle Solera empezó a escribir un nuevo libreto para Arrieta. Se iba a titular Pergolese, y estaría basado en la vida de ese músico italiano, muerto a los 26 años, tras una fulgurante carrera en Nápoles. También pensó en poner en escena La sonámbula de Bellini, para la que se empezaron a pintar los decorados. Y una obra más, titulada Il Regente, del gran operista Saverio Mercadante, que en tiempos de Fernando VII había triunfado en Madrid al frente de su compañía. La Reina volvía a su querencia por la melodía belcantista.

Para entonces (estamos en 1851), el Teatro de Palacio se había convertido en uno de los centros sociales más importantes de Madrid. Su pequeño tamaño y la segura presencia de la Reina hacían de él el más exclusivo, el más solicitado de todos. Su lujo, además, llegó a ser legendario. Los mejores maestros se encargaban de las decoraciones, los trajes se encargaban a París, las ediciones de los libretos –en italiano y español– se convertían en objetos de coleccionista. No se escatimaba nada. Ninguna corte europea de mediados del siglo XIX se permitía un teatro como aquél. Así que muy pronto empezaron las críticas acerca de quién estaba invitado y quién no, cómo se elegían las obras y a qué artistas se encargaban. Los monarcas ya no dictaban los gustos sin que nadie osara decir una palabra, así que las decisiones de Isabel II gustaban a unos e irritaban a otros. ¿Por qué La Straniera y no una obra más moderna? ¿Por qué Arrieta y no Eslava, o cualquier otro compositor? ¿Quizá porque era joven y apuesto? La prensa y las tertulias, tan abundantes en ese Madrid de mediados de siglo, se encargaron, como era de esperar, de dar pábulo a los chismes, nada inverosímiles, por otra parte.

Lo que había empezado como un deseo personal, un intento de Isabel II por evadirse, estaba a punto de convertirse en un problema. La Reina, la primera reina constitucional de España, no podía tener su propio teatro como si fuera una persona particular o un monarca del antiguo régimen. En cuestiones de pintura, por ejemplo, Isabel seguía una línea de conducta menos audaz: los pintores de cámara, como Vicente López, su hijo Bernardo o Federico de Madrazo, siempre alcanzaron tal condición luego de haberse ganado el reconocimiento público durante largos años de trabajo.[35] Además, el teatro costaba una fortuna. Sólo en los preparativos para La Sonámbula, que no se llegó a representar, se gastaron algo más de 64.000 reales. Ninguna de las óperas había costado menos de 300.000 reales. La Straniera costó algo más de 301.000, y el estreno de La conquista de Granada, la más cara, 349.061. Ildegonda había costado un poco más de 312.000, y Luisa Miller casi 323.000.[36]

Pero los problemas no sólo venían de los costes, sino de la dificultad de encajar una actividad como aquélla, sujeta a las ocurrencias de los artistas y al gusto de la Reina, en una administración profesional, que requería criterios comprensibles a la hora de justificar los gastos.

Un solo ejemplo. El vestuario de Luisa Miller debía ser, como todo en el Teatro de Palacio, de lo más caro. En aquel escenario no valían los trucos: el lujo era real. Así que para la protagonista se encargó un traje de terciopelo verde –el color de la reina– con bordado de oro y piedras. Por las prisas, o porque el gasto resultaba a todas luces excesivo, se encargó el bordado directamente, sin pasar por la administración de palacio, gestionada por funcionarios que sin duda habrían puesto más de un reparo a aquel dispendio. El caso es que el propietario del taller tuvo el traje listo para la primera función, el 27 de abril de 1851, aunque para eso tuvo que poner a trabajar a sus artesanos en plena Semana Santa. También remitió la factura, como es natural, pero ahí empezaron los problemas. Sólo el bordado costaba 3.500 reales. La discusión, las reclamaciones y las negociaciones duraron mucho tiempo, hasta que el del taller se conformó con 2.000 reales.[37]

Hasta 1853 continuaron los problemas con los pagos. Las decoraciones para algunos proyectos habían sido encargadas a uno de los profesionales más prestigiosos: Humanité Philastre, parisino, que también trabajaría para el Teatro Real. Las reclamaciones llegaron hasta el embajador español en París, que tramitó los expedientes a Madrid.[38] Bien es verdad que un retraso de dos años en un pago por parte de la administración del Estado no resulta demasiado alarmante; el caso es que a principios del verano de 1851 el intendente de palacio, Agustín de Armendáriz, explicó la situación a la Reina. Ésta debió de comprender que sólo le quedaba una cosa por hacer; además, ya había conseguido otro escenario, mucho más espectacular: así que el 30 de junio de 1851 firmó un decreto por el cual –"atendiendo a las razones que me ha expuesto mi Intendente general"– suprimía su cámara de música y canto y el teatro del palacio.[39]

Para cerrar el episodio, se puso en marcha la contabilidad. Según los informes de los servicios administrativos de palacio, el coste ascendió a 3.449.308 reales, sin contar los trajes traídos de París, las alhajas regaladas por la Reina, la iluminación, los sueldos extraordinarios de los criados y los trabajos encargados para funciones que no se llegaron a realizar. El Teatro de Palacio acabó demolido, y los legajos del archivo volvieron a su antiguo recinto. Algunos de los decorados fueron tasados en 200.000 reales y enviados al Conservatorio, es decir al Teatro Real, donde desaparecieron en un incendio. De aquel capricho no quedó nada.

El teatro de la Reina

O bien quedó otra cosa, distinta. Porque para entonces la Reina ya tenía otro teatro, éste sí verdaderamente regio, donde poder satisfacer sus aficiones musicales sin problemas de presupuesto ni suspicacias personales. El 19 de noviembre (Santa Isabel) de 1850, el mismo año en que se terminó el actual edificio del Congreso de los Diputados, se inauguró el Teatro Real, justo enfrente del Palacio de Oriente. Llovía a mares, y a las ocho de la tarde, cuando se abrieron las puertas, la fila de coches llegaba hasta la Puerta del Sol.[40] Se entraba por el arco de la Calle de Carlos III, y la salida estaba señalada por el de la Calle Felipe V. Allí se agolpaba la multitud, que contemplaba a los asistentes al gran acontecimiento.

El teatro estaba adornado con hachones de cera y colgaduras. Los Reyes, la real familia y el séquito entraron a las nueve en punto por la puerta que les estaba reservada, la central de la Plaza de Oriente. En esta fachada ondeaban multitud de gallardetes y una bandera española. La Reina, con 20 años recién cumplidos, iba vestida con un traje de color caña con cintas de raso blanco y aderezo y lucía una diadema de brillantes. A los acordes de la Marcha Real, tomó asiento en el palco regio, forrado de raso blanco y carmesí, adornado con una gran colgadura de terciopelo también carmesí, con escudo y franjas doradas, y en el techo una estrella de terciopelo. El teatro, con sus cuatro órdenes de palcos, relumbraba, recién pintado de marfil y oro, con toda la tapicería en rojo: las colgaduras, de damasco, y de terciopelo las butacas y las balaustradas. El techo había sido pintado por el discípulo de Goya Eugenio Lucas. Había representadas escenas mitológicas y retratos de algunos artistas, entre ellos Moratín, Calderón, Velázquez... y Vincenzo Bellini, un homenaje al compositor favorito de la Reina. Aquél sería para siempre su teatro, el teatro con que probablemente soñaba cuando ordenó construir el de palacio. El telón de boca –obra de Philastre– "simulaba un pabellón de terciopelo recogido hacia un lado para mostrar otra cortina de color amarillo claro, bordada caprichosamente en oro y colores. En el centro, sobre fondo blanco, un medallón con las iniciales de la reina, sostenido por ángeles, y en la parte superior las armas de España".[41] Parecían de vuelta los años en que Isabel II era el "iris de paz", la esperanza de la nación.

Mientras hacían su entrada los Reyes, "sobre el patio de butacas caía una lluvia de papelitos de colores con poesías de los mejores literatos del momento": Gertrudis Gómez de Avellaneda, Juan Eugenio Hartzenbusch, Manuel Bretón de los Herreros y, como no podía ser de otra manera, Temistocle Solera.[42] En el palco llamado "de diario", que ocuparía la Familia Real cuando no acudiera en funciones oficiales o de gala, se sentaba la Reina Madre, María Cristina, con el Duque de Riánsares. Justo enfrente, ocupaban el palco del Gobierno el general Narváez, presidente del mismo, Juan Bravo Murillo, ministro de Hacienda, y otros miembros del Consejo. El ministro de Gobernación, Luis José Sartorius, ocupaba su propio palco. Como pronto veremos, Sartorius fue uno de los protagonistas de esa gran noche.

El teatro, con sus 2.800 plazas, era uno de los más grandes del mundo, y estaba a rebosar. En la reventa se habían llegado a pagar 320 reales por una entrada que costaba originalmente 24. Los cantantes estaban entre los mejores del momento: Barrouilhet, el más prestigioso de los barítonos, que cobró casi 230.000 reales por cantar dos meses, el tenor Gardoni (menos famoso: sus honorarios no llegaron a 14.000 reales) y, como protagonista absoluta, una superdiva, la contralto Marietta Alboni, que, según se asegura, cobró la fabulosa cantidad de 55.200 francos por 24 funciones, a 10.000 reales cada una.[43] Alboni era una mujer joven, hermosa a pesar de su irrefrenable amor por los dulces y las golosinas. Galdós cuenta, por boca de uno de sus personajes, que en su camerino siempre había dos mesas, "una con las cosas de tocador y otra con el recado de golosinas, platos de sustento, como jamón con huevo hilado y bartolillos de tantísimas clases".[44] Sea como fuere, aquella mujer tenía una voz extraordinaria y era una gran artista. Sólo María Malibrán pudo hacerle sombra.

Se dice que fue la Alboni quien impuso la obra con que se inauguraría el Real. La elección recayó en una ópera estrenada diez años en París, La favorita, de Donizetti. Es posible, aunque la Reina no de debió ser ajena a la elección. La favorita cuenta –de forma particularmente complicada, y casi ininteligible en la versión italiana, que fue la que se representó en Madrid– los amores desdichados de Leonor de Guzmán, favorita de Alfonso XI de Castilla, con el joven Fernando, que abandona por ella su carrera eclesiástica y luego su prometedora carrera militar. El asunto, español, romántico y con amores casi tan enrevesados como los que ella misma protagonizaba, era sin duda del gusto de Isabel II, como lo era también la música, de una inspiración melódica inagotable.

La favorita fue siempre una obra popular, especialmente en Madrid. El estreno fue un éxito memorable, y consagró el Teatro Real como lo que debía ser, según los gustos de la Reina y del público madrileño: una joya al servicio de la ópera italiana.

El Real se levantaba en el mismo solar que durante el siglo XVIII había ocupado el Teatro de los Caños del Peral, que también estuvo dedicado, por afición de los monarcas y de los madrileños, a la ópera y a la música de estilo italiano. Fue demolido en1818 por el mal estado del edificio. Cuando, en tiempos de Fernando VII, se trazó el diseño de la nueva Plaza de Oriente, quedó sin llenar el solar del antiguo teatro, y en abril de ese mismo año empezaron las obras de cimentación del nuevo. Al año siguiente, también por orden de Fernando VII, se abrió el Museo Real de Pinturas, instalado en lo que acabaría siendo el Museo del Prado. El nuevo teatro se fue construyendo poco a poco, a impulsos de alguna decisión de la Corona, o cuando la Real Casa encontraba dinero para ello. Mucho antes de terminarse, en 1836, se abrió una parte del edificio, la que hoy da a la Plaza de Isabel II. Se destinó a salón de baile, con gran éxito de público. Hubo más bailes cuando por fin se terminó la guerra carlista, y con ellos aumentaron los ingresos que la Casa Real cobraba al empresario que arrendaba el local.

Ahí empezaron otros problemas, porque en 1840 el Gobierno del general Espartero decidió mudar las Cortes desde local que ocupaban en el ruinoso convento del Espíritu Santo hasta el salón del Teatro de Oriente, como se le llamaba entonces. La Casa Real protestó porque se quedaría sin unos ingresos que compensaban un poco los enormes gastos que le habían supuesto las obras del teatro. Esta polémica entre el Gobierno y la Casa Real lastró durante algunos años el proyecto. En 1845 el Marqués de Salamanca propuso hacerse cargo del teatro a sus expensas. El general Narváez se negó. De ese año data el enfrentamiento del Marqués de Salamanca con los liberales conservadores, en particular con Narváez.

En 1849 se llegó a un acuerdo sobre lo que las diversas instituciones habían gastado en las obras. Empezaba a quedar despejado el panorama. A partir de ahí el Gobierno se haría con las deudas y los gastos. El 7 de mayo de 1850 se publicará la famosa Real Orden en que la Reina manda, con la urgencia que ya conocemos, que se proceda inmediatamente a "terminar las obras del Teatro de Oriente, bajo los planos que se hallan aprobados". Firma el ministro de Gobernación, Luis José Sartorius.

El 25 de mayo la Casa Real da oficialmente por terminado el conflicto que mantenía con el Gobierno acerca del coste de las obras. No se sabe la naturaleza del pacto, porque han desaparecido los documentos referidos al asunto[45], pero es de suponer que la Casa Real, por indicación de Isabel II, renunció a cobrar el dinero invertido hasta entonces y que, a cambio, el Gobierno se hizo cargo de los gastos. Seis meses después, en un tiempo récord –las prisas se pagarían en la calidad de la obra–, el nuevo teatro estaba terminado. Ya no era el Teatro de Oriente, ni era patrimonio de la Casa Real. Pero desde ese mismo día, 25 de mayo de 1850, se llamó Teatro Real.

El gesto de reconocimiento era más que merecido. La puesta en marcha del Teatro de Palacio podía interpretarse como un gesto de inconsciencia, nada inverosímil en Isabel II, o como una indicación de que la Reina no aguantaba ya más demora en la construcción de un teatro de ópera como Dios mandaba. Ya que la Casa Real no podía hacerse cargo de éste, y como el Gobierno no se decidía a terminarlo, Isabel II tendría el suyo. Así fue, de hecho, y el Teatro de Palacio, abierto poco antes de la inauguración del Real, cerró cuando éste se encontraba en su segunda temporada. Hubo quien interpretó que la Reina quería un gran teatro para ella, para su ciudad y para su país: Luis José Sartorius, conde de San Luis.

Sartorius estaba destinado a alcanzar la presidencia del Gobierno en 1853. La inauguración del Teatro Real fue para él una noche de gloria y un paso más en su carrera. Había nacido en Sevilla en 1820, en una familia humilde de origen polaco. Hijo de la revolución y del nuevo régimen, hombre práctico por excelencia, no vivía la libertad como una cuestión abstracta: quería la libertad que da el poder; quería hacerse un nombre, influir, hacer cosas.[46] Para eso debía incorporarse al partido de los moderados, los liberales conservadores, más prácticos y menos ideologizados que los liberales progresistas. Nada más llegar a Madrid entró en El Español, uno de los mejores periódicos del momento. Se cuenta que su director, Andrés Borrego, en vista de lo despierto que era su protegido... y de los pocos medios que tenía, le alojó en una habitación de su propia casa, amueblada con un catre de tijera, dos sillas, un baúl, una mesa y una percha. También le dio algo de ropa buena, para que no le dejara en mal lugar cuando hubiera invitados en la casa.[47]

Era todo lo que necesitaba Sartorius. Con el apoyo de Andrés Borrego, logró ir creándose un grupo propio, que acabaron llamando el de los polacos por el origen de su jefe. Pronto logró acercarse a Narváez. Y aunque éste no se fiaba de los periodistas, le convenció el dinamismo y la energía de aquel hombre dispuesto siempre a trabajar y a mejorar lo que tuviera entre manos: en 1847, cuando Sartorius contaba 27 años, lo nombró ministro de la Gobernación.

La medida causó asombro. Parecía que habían vuelto los tiempos de la regencia de María Cristina, cuando todo el que contaba, como se decía entonces, tenía menos de 30 años. Verdad que la Reina tenía 17, diez menos que su ministro. Dos años más tarde, Sartorius obtuvo el condado de San Luis y empezó una vida fastuosa en su casa de la Calle del Prado, esquina con la del León. Era un auténtico escaparate.[48]

Sus años en el Ministerio de la Gobernación fueron de los más fecundos de todos los gobiernos de Narváez, en parte por la cohesión que impuso al partido moderado y en parte por la actividad que desplegó "en bien de la patria", según dice Juan Valera, que lo trata con condescendencia pero reconoce su categoría.[49] Sartorius creó la Escuela de Ingenieros de Montes, y a él se debe casi todo lo que en el siglo XIX se hizo de reforestación en España. Reorganizó su ministerio para evitar las cesantías y las arbitrariedades políticas. Introdujo el franqueo previo de las cartas, es decir el sello, lo que abarató las comunicaciones y popularizó para siempre el perfil inconfundible de la Reina, que aparecía en las estampillas. Protegió a los poetas y a los escritores desde su periódico, El Heraldo, y desde el ministerio. Lo hizo de una forma en la que se nota su estilo: poco ortodoxo, pero eficaz. Ya habían pasado los tiempos de los grandes mecenas, pero los escritores no podían vivir todavía de las grandes tiradas, que llegarían poco después. Como no podía garantizar la propiedad intelectual, que es lo que requería la situación, Sartorius reglamentó y tasó el pago de una tarifa a los autores dramáticos. Los poetas y literatos, agradecidos, le dedicaron un volumen de escritos laudatorios.[50]

Ya Conde de San Luis, alcanzó la cumbre de su carrera en 1853. Demasiado confiado, cometió entonces la torpeza de creer que se podía enfrentar a los militares que llevaban gobernando el país desde 1840. Aquello le costó el puesto y la casa, que unos cuantos sublevados quemaron en la revolución de julio. Pero eso ocurrió después de lo que ahora nos ocupa. Entre finales de 1849 y principios de 1851, además, el Gobierno de Narváez había logrado apartar a Isabel II de la primera línea del debate político, después del monumental escándalo que había protagonizado el Rey y sus intrigas con el Conde de Cleonard y su ministerio relámpago, que duró un día (19 de octubre de 1849), crisis que se tramitó durante una de las primeras funciones celebradas en el Teatro de Palacio, durante la cual los asistentes pudieron ver a la Reina preocupada.[51]

Siendo ministro de la Gobernación, Sartorius se dio cuenta de lo que tal vez quería decir la Reina con el capricho del Teatro de Palacio, que tanto estaba dando que hablar. Como gustaba de favorecer a los literatos y a los artistas, y como sin duda vio una oportunidad de acercarse a Isabel II, cogió la cosa como suya. Tanto, que cuando Narváez le dejó bien claro que el Gobierno no tenía dinero para pagar la monumental obra del Teatro Real, la financió él mismo de su bolsillo.

Tal vez se figuró que le devolverían las cantidades adelantadas. Pero Narváez no quiso darse por enterado y la deuda, de 1.650.000 reales, quedó sin saldar.[52] Poco después, Narváez y el Conde de San Luis, hasta entonces compañeros de partido, se enfrentarían en una lucha implacable por el Gobierno. El conde también figura en la lista de voluntarios que contribuyeron a enjugar el déficit de la primera temporada del Real, entonces administrado por los servicios del propio Gobierno. Luego pasaría a ser una concesión en manos de un empresario privado. Pero entonces la propia Reina, el Duque de Riánsares, Narváez y el Duque de Osuna –todavía una de las mayores fortunas del mundo– pusieron cantidades que oscilaron entre los 40.000 y los 120.000 reales. El Conde de San Luis puso 200.000. Sin el capricho y la tozudez de la Reina, sin la ambición de Sartorius y, tal vez, sin la nonchalance de Narváez, que dejó hacer a su joven ministro, el telón del Real no se habría levantado la noche de Santa Isabel de 1850.

Un escenario nuevo

Entre 1840 y 1843, en que gobernaron los liberales progresistas bajo la regencia de Espartero, la Reina –nacida en 1830– estuvo bajo la férula de Quintana y de la Condesa de Espoz y Mina, siempre vestida de luto en recuerdo de su marido, el guerrillero y general liberal progresista. En cuanto entraron a gobernar los conservadores, con Luis González Bravo y luego con Narváez a la cabeza, en 1843, cambiaron las cosas y el tono de la época. Espartero y su equipo seguían soñando con la revolución; pero esa revolución ya era cosa del pasado: ahora tocaba construir sobre unos cimientos que ya estaban ahí. La llegada de los liberales conservadores al poder clausuró unos años traumáticos de esfuerzos y sacrificios.

Los años que van desde 1845 hasta 1848 conocen el primer momento de auge económico de España en todo el siglo, luego del derrumbe de la dinastía, la Guerra de la Independencia, la tensión del reinado de Fernando VII, la guerra civil carlista y los años revolucionarios de entre 1830 y 1840. Empiezan a funcionar las instituciones, se toman medidas para el saneamiento de la hacienda, se crean las condiciones para que se estabilice el mercado y la gente, que poco a poco va perdiendo el miedo, se pone a invertir. Se dice que sólo entonces empezaron a ponerse en circulación las monedas de oro que mucha gente tenía a buen resguardo, enterradas o tapiadas, desde los tiempos de Carlos IV, antes de la guerra con los franceses.

Los conservadores que llegan al poder han vivido un largo exilio en París a consecuencia de la dictadura impuesta por Espartero. En la capital francesa se dedicaron a conspirar, como antes habían hecho los progresistas en Londres, y a estudiar las instituciones liberales de la monarquía burguesa de Luis Felipe. También tomaron buena nota de la consigna que el ministro Guizot dio a los franceses: "A hacerse ricos".[53] Pensaron que era una buena fórmula, para ellos y para su país. Y además supieron divertirse. La reina María Cristina, exiliada en el Hexágono desde 1840, había comprado la Malmaison, el palacio próximo a París que Napoleón había regalado a Josefina de Beauharnais. Le gustaba dar recepciones y bailes. Frecuentaba los paseos y tenía un palco en la ópera, en el que lucía a aquellos exiliados, todavía jóvenes, que descubrieron en esos años lo que era la dulzura de vivir. Los restaurantes, los cafés, las tiendas, los coches, la ropa, el teatro, la música, la sociedad...; prosperidad y abundancia: aquello era lo que los liberales conservadores querían para cuando volvieran a España.[54]

Madrid tenía por entonces una vida teatral pujante. En 1840, sus dos teatros, el del Príncipe y el de la Cruz, competían por dar al público los espectáculos que quería ver. En el de la Cruz, que era del Gobierno y luego fue vendido para financiar las obras del Real, actuaba una importante compañía de ópera italiana, que interpretaba los grandes éxitos del momento, como Guillermo Tell, Los puritanos o La muette de Portici, de Auber, cuya representación en Bruselas, en 1830, provocó la sublevación que culminó en la independencia del reino de Bélgica. Cuando la sublevación de La Granja (1834), los militares que conspiraban en Madrid contra el Gobierno de María Cristina pusieron por pretexto, para poder reunirse impunemente, una representación del último éxito de Donizetti, una ópera titulada L’Esule di Roma.[55]

El Teatro del Circo se hizo con el favor del público cuando el Marqués de Salamanca lo compró y lo convirtió en la sala más moderna y lujosa de la ciudad.[56] Se gastó una fortuna en la iluminación de gas, la gran lámpara central, las tapicerías, los decorados. Allí también se daba ópera italiana. Se reinauguró el 2 de octubre de 1844, con I Lombardi alla Prima Crociata, de Verdi: al final de la temporada Salamanca regaló al primer violín 10.000 reales en recompensa por su interpretación del famoso solo de esa ópera. Pero también había espectáculos de baile, que enloquecían al público y suscitaban rivalidades que podían llegar a los terrenos más insospechados. El Marqués de Salamanca protegía a una famosa bailarina, Guy Stephan, a la que cubría en cada espectáculo de regalos, flores y joyas. Narváez lo intentó también, pero con menos éxito.

Narváez evitó que Salamanca se hiciera con el Real, como éste había propuesto, haciéndose cargo de todos los gastos de construcción. La competencia para ganarse el favor musical de Isabel II era grande. En este caso fue Salamanca el que ganó la partida: consiguió que la Reina asistiera a su teatro, el 17 de febrero de 1844, a ver a Stephan bailar El lago de las hadas. Isabel pidió que la artista bisara el último número, y al día siguiente le mandó una alhaja para agradecérselo. Al parecer, fue esa noche cuando Salamanca conoció a la Reina, con quien tanta relación habría de mantener a partir de ahí. A Isabel, evidentemente, le sedujo el espléndido banquero, porque volvió al Teatro del Circo antes de terminar la temporada, cuando iba a salir a tomar los baños, y Salamanca obsequió a todos los asistentes con lo que hoy llamaríamos un generoso buffet. Pero Narváez no se rendía fácilmente. Ya sabemos que hizo volver de Italia al joven compositor Joaquín Espín y Beltrán para que se hiciera cargo de la compañía de ópera del Teatro de la Cruz.

Como ya hemos comentado, en la capital sólo había dos teatros en 1840: el de la Cruz y el del Príncipe. Pero enseguida empezaron a funcionar otros: el Variedades, el Buenavista, el del Museo, el Instituto, el Simó.[57] Pronto se inaugurará el Teatro Español, en el local del Teatro del Príncipe, por iniciativa de nuestro amigo Sartorius. Unos años más tarde, los números son aún más sorprendentes. Entre 1859 y 1861, cuando volvió la prosperidad, con la estabilidad política que proporcionó el Gobierno Largo de la Unión Liberal, España pasó de 162 a 293 teatros.[58]

La Casa Real no fue ajena a ese gran movimiento de expansión de la vida social y teatral. En palacio se pagaba el abono a uno o dos palcos en casi todos los teatros de Madrid: en el Real, por supuesto, pero también en el del Príncipe, en el Circo, en el de la Cruz, en el de la Zarzuela, en el Variedades, en el Novedades y en el Français, en el que se daban funciones en lengua francesa y al que solía acudir el nada castizo rey Francisco. Al mes, la Casa Real gastaba en abonos entre 7.000 y 10.000 reales.[59]

El principal escenario de la vida social y musical madrileña sería durante muchos años el Teatro Real. En 1863 Verdi acudió a Madrid al estreno de su ópera La forza del destino, basada en una obra del Duque de Rivas, y los Reyes quisieron saludarlo al final del tercer acto. Allí rivalizaban las grandes familias aristocráticas, como ocurría con los famosos palcos de proscenio de los Alba y los Medinaceli. En el proscenio tenía su palco el Veloz Club, un club de solteros ante los que la buena sociedad madrileña fingía escandalizarse. María Buschental, casada un gran banquero, invitaba al suyo a los poetas, a los artistas, a los ambiciosos, a los triunfadores. Se cuenta que el Marqués de Salamanca tenía dos palcos, uno encima de otro, para que sus amantes –siempre tenía más de una– no pudieran verse. Narváez, que dejó de competir con el marqués en este terreno, tenía el suyo propio y se quedaba absorto cuando alguna gran cantante desgranaba las melodías infinitas de la Norma de Bellini. A Narváez, como a Isabel II, le gustó siempre el bel canto, melancólico y elegante, que conoció en su juventud.

Por encima de toda esa sociedad brillante y poderosa estaba el paraíso, los 1.500 asientos más baratos, que el Real ofrecía con más generosidad que cualquier otro teatro de su tiempo. Más aún, en la práctica estaban subvencionados, porque el precio de las entradas más caras subía cada año y el de las del paraíso no. Allí iban los estudiantes, los tenderos, los militares, los funcionarios y las señoras y muchachas de la clase media. Era un público poco disciplinado y levantisco, como el de los toros: cuando prohibieron fumar dentro del teatro, hubo que insistir mucho para que arriba secumpliera la nueva ordenanza; pero también sabía de música, y no dudaba en montar grandes escándalos, incluso en presencia de Isabel II, cuando algún cantante no cumplía las expectativas.

Muchos escritores, incluido Galdós, hicieron moralina barata a costa de este público de medio pelo. Se burlaron de su afán por conseguir una entrada y vestirse decentemente para "ir al Real" a contemplar la gran función social y musical, e incluso, con un poco de suerte, ver de cerca a la reina. Es una actitud mezquina. El público del paraíso del Real entendía de ópera y quería participar de un sueño: el de una vida mejor, más próspera y brillante. Más de uno lo conseguía, y después de pasarse buena parte de su juventud en el paraíso se hacía con un abono de butaca o de platea, incluso con un palco. Era el signo indiscutible del éxito y la prueba de que en España había empezado a abrirse un mundo de oportunidades nuevas para quien estuviera dispuesto a trabajar y aprovecharlas. Buena parte del público que noche tras noche llenaba el paraíso estaba convencido que la Reina no era ajena a aquella transformación.



[1] José Subirá, El Teatro del Real Palacio (1849-1851), CSIC, Madrid, 1950, pp. 203 y ss.
[2] Ibid., p. 171.
[3] Conrado Morterero Simón, Archivo General del Palacio Real de Madrid, Patrimonio Nacional, Madrid, 1977.
[4] "Nota de gastos causados por la construcción del Teatro del Real Palacio y funciones", 12 de julio de 1851, Archivo General de Palacio, Sección Administración, Legajo 668.
[5] Baltasar Saldoni, citado en José Subirá, op. cit., p. 145.
[6] Antonio Peña y Goñi, España, desde la ópera a la zarzuela, edición y prólogo de Eduardo Rincón, Alianza Editorial, Madrid, 1967, pp. 42-43.
[7] Baltasar Saldoni, citado en José Subirá, op. cit., p. 146.
[8] Ibid., p. 150.
[9] Ibid., p. 147.
[10] Condesa de Espoz y Mina, Memorias, Tebas, Madrid, 1977, p. 292. El aburrimiento en las clases de solfeo, ibid., p. 222.
[11] Jorge Vilches, Isabel II. Imágenes de una reina, Síntesis, Madrid, 2007, p. 102.
[12] Carlos Cambronero, Isabel II, íntima, Montaner y Simón, Barcelona, p. 243.
[13] José Subirá, op. cit., p. 154.
[14] Ibid., p. 156. Para los conciertos en palacio, ibid., pp. 157 y ss.
[15] Ibid., p. 159.
[16] V. el clásico de Luis Carmena y Millán, Crónica de la ópera italiana en Madrid desde 1738 hasta nuestros días, ICCMU, Madrid, 2002.
[17] José Subirá, op. cit., p. 179.
[18] María Encina Cortizo Rodríguez, "La ópera española hasta la apertura del Teatro Real (1800-1853)", en Emilio Casares Rodicio y Álvaro Torrente (editores), La ópera en España e Hispanoamérica, 2 vols., ICCMU, Madrid, 2000, vol. 2, pp. 22-29.
[19] Repuesta en el Teatro Real los días 12 y 14 de marzo de 2005.
[20] Este último argumento, en María Encina Cortizo Rodríguez, op. cit., vol. 2, p. 13.
[21] Archivo General de Palacio, Sección Administración, Legajo 669.
[22] Repuesta en el Teatro Real y grabada para RTVE Música el 10 de junio de 2004.
[23] María Encina Cortizo, Emilio Arrieta. De la ópera a la zarzuela, ICCMU, Madrid, 1998, pp. 90-91.
[24] José Subirá, op. cit., p. 210.
[25] María Encina Cortizo, Emilio Arrieta..., ed. cit., p. 96.
[26] Archivo General de Palacio, Sección Administración, Legajo 668.
[27] Jorge Vilches, op. cit., pp. 130-131.
[28] John Rosselli, The Life of Bellini, Cambridge, 1996, p. 59.
[29] Citado en Pierre Brunel, Bellini, París, Fayard, 1981, p. 128.
[30] Citado en ibid., p. 129.
[31] Nombramiento de 26 de agosto de 1850, Archivo General de Palacio, Sección Administración, Legajo 668.
[32] José Subirá, op. cit., p. 223.
[33] V. el libreto, con el estudio de María Encina Cortizo y Ramón Sobrino, editado por el Teatro Real de Madrid, con ocasión de la reposición de la obra, el 7 de julio de 2006.
[34] Los datos de este párrafo y del anterior, en Ramón Sobrino, "La ópera española entre 1850 y 1874: bases para una revisión crítica", en Emilio Casares Rodicio y Álvaro Torrente (editores), op. cit., vol. 2, pp. 96-99.
[35] Carlos Reyero, "Isabel II y la pintura de historia", Reales Sitios, año XXVIII, nº 107.
[36] Nota de gastos causados por la construcción del Teatro del Real Palacio y funciones, 12 de julio de 1851. Archivo General de Palacio, Sección Administración, Legajo 668.
[37] Archivo General de Palacio, Sección Administración, Legajo 668.
[38]Archivo General de Palacio, Sección Administración, Legajo 668.
[39] Decreto de cancelación, 30 de junio de 1851. Archivo de Palacio, Sección Administración, Legajo 668.
[40] León Roch (Francisco Pérez Mateos), La villa y corte de Madrid en 1850, citado en Joaquín Turina Gómez, Historia del Teatro Real, Alianza Editorial, Madrid, p. 78. Para el resto de las noticias sobre la inauguración del Teatro Real, v. este mismo libro de Joaquín Turina, pp. 75-81.
[41] Joaquín Turina Gómez, op. cit., p. 76.
[42] Ibid., p. 78.
[43] Ibid., p. 80.
[44] Benito Pérez Galdós, Los duendes de la camarilla, en Obras Completas, t. IV, Aguilar, Madrid, 1990, p. 235.
[45] Joaquín Turina Gómez, op. cit., p. 72.
[46] Juan Valera, Historia General de España, t. XXIII de la de Modesto Lafuente, Montaner y Simón, Barcelona, 1890, p. 59.
[47] Ildefonso Bermejo, La Estafeta de Palacio, Imprenta de R. Labajos, Madrid, 1870-1873, vol. II, pp. 830-831.
[48] José Luis Comellas, Los moderados en el poder 1844-1854, CSIC, Madrid, 1970, p. 217.
[49] Juan Valera, op. cit., p. 59.
[50] Ibid., pp. 133-134.
[51] Jorge Vilches, op. cit., pp. 149-150.
[52] Marqués de Lema, De la revolución a la Restauración, Voluntad, Madrid, 1927, t. I, p. 164.
[53] Enrichissez-vous, en francés.
[54] Sobre el exilio de los liberales conservadores en París, v. Fernando Fernández de Córdova, Mis memorias íntimas, Atlas, Madrid, 1966, vol. 2, pp. 84-95.
[55] Pierre de Luz, Isabel II, Reina de España, Juventud, Madrid, 1942, p. 50.
[56] Los datos sobre el Teatro Price, en F. Hernández-Girbal, El marqués de Salamanca (El Montecristo español), Lira, Madrid, 1963, pp. 219 y ss.
[57]José Luis Comellas, Isabel II. Una reina y un reinado, Ariel, Madrid, 1999, p. 179.
[58] Ibid., p. 268.
[59]Archivo General de Palacio, Sección Administración, Legajo 668.

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