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Turgot

El 21 de enero de 1793 Luis XVI era guillotinado junto con su mujer, María Antonieta. No sabemos cuáles fueron sus últimos pensamientos, pero seguro que ocupó su espacio aquel fiel ministro reformista que tanto hizo por que su país no llegara a la revolución que acabó con él sobre el cadalso.

En el París de 1727 nació Anne Robert Jacques Turgot con su camino marcado: recibiría la mejor educación para hacer carrera dentro de la Iglesia. Para ello le enviaron sus padres a estudiar a la Sorbona. Pero, con gran desilusión de sus compañeros y profesores, decidió no tomar los hábitos. "No podría llevar una máscara toda su vida", explicaría años después su secretario, Dupont de Nemours. En ocasiones tuvo que aferrarse a la franqueza que marcaba su carácter como a un bote salvavidas en medio de una tormenta.

Su madre quiso introducirle en la vida social de la ciudad, y entabló relación con gentes como Montesquieu, D'Alembert o Galiani. Para 1755 ya formaba parte de los economistes (fisiócratas), aunque jamás pudo encajar en el "espíritu de secta", que –en sus propias palabras– "crea enemigos de las verdades útiles". Su inteligencia, clara y penetrante, descolló desde el principio. Conocía los últimos hallazgos científicos, amaba los clásicos, leía a sus contemporáneos. Tradujo a Hume y a Josiah Tucker, a Tácito y a Séneca.

Pero donde más destacó fue en el terreno de la economía, y lo hizo muy pronto. Con 22 años escribió Papel moneda, donde criticaba las ideas inflacionistas de John Law. Dupont señalaría: "Si, más de cuarenta años más tarde, la mayoría de la Asamblea Constitucional hubiese tenido tanto entendimiento sobre esta cuestión como mostró Turgot cuando todavía era un joven, Francia se habría librado de los assignats", unos billetes emitidos contra los bienes confiscados a la Iglesia y que causaron una hiperinflación mórbida[1].

En 1755 y 1756 acompañó a Gournay, intendente de Comercio, en sus viajes por varias provincias del país. Cuando le llegó la hora de la muerte, Turgot hizo un elogio de su maestro y amigo que era a la vez, al decir del historiador Alexander Grey, "un pronunciamiento extremo de laissez faire". Allí, Turgot abogaba por que el Gobierno respetara la libertad natural en lo relacionado con los asuntos comerciales, pues asiste al vendedor y al comprador cuando fijan los términos de su acuerdo. La libertad es tan virtuosa que en última instancia favorece la creación de riqueza, y ni siquiera necesita que la vigilen, pues la libre competencia es garantía suficiente contra los posibles abusos de las partes. Del libre encuentro en el mercado resulta un precio que garantiza al vendedor los ingresos que le llevarán a seguir ofreciendo sus productos y al comprador, buenos precios y productos.

Intendente de Limoges: la 'taille' y la 'corvée'

Cuando escribió esta obra era ya intendente de Limoges, es decir, su recaudador de impuestos. Era ésta una zona empobrecida y notablemente sobreexplotada por la voracidad recaudatoria del Estado. Había dos impuestos que a la sensibilidad de nuestro hombre resultaban especialmente injustos: la taille y la corvée. La primera era una tasa medieval que, como muchas instituciones que horadan la libertad o la hacienda de los ciudadanos, nació como una medida excepcional para, una vez instalada, convertirse en un instrumento secular en manos del Estado. Su cuantía dependía de las necesidades de la Corona; y la recaudación, del ojo del recaudador para calcular la capacidad de pago de campesinos y burgueses.

En una carta que envió al Rey para suplicarle que rebajase el impuesto que pesaba sobre el campesinado, Turgot decía: "Antes, los habitantes extraían de su suelo y por su industria considerables beneficios, que les permitían hacer frente con facilidad a las demandas del Estado. Es más que probable que la excesiva carga que se les asignó haya sido, más que cualquier otra cosa, la causa de sus presentes miserias". En todos y cada uno de sus años como intendente pidió, en sus informes, que se rebajara la taille, pero sus peticiones jamás obtuvieron la respuesta deseada. Para aliviar las penalidades de los campesinos, Turgot hizo lo único que estaba en su mano: recabar toda la información que le fue posible y crear con ella un censo amplio, gracias al cual pudo hacer un mejor reparto de la carga tributaria.

Otro de los impuestos a los que se enfrentó fue, como hemos adelantado, la corvée, una forma de esclavitud que, por tener el marchamo del Estado, no era considerada como tal. Se trataba de la imposición de trabajos forzados y no remunerados para la construcción y mantenimiento de carreteras y caminos. La corvée recaía en los campesinos, ya cargados de trabajo y de impuestos, que además apenas sacaban provecho de su esfuerzo.

Turgot, que conocía bien el papel del dinero en una economía, pensó que sería más beneficioso eliminar la contribución directa del trabajo forzado y sustituirla por un impuesto, con el cual se pagaría a una cuadrilla dedicada por entero a esa labor. "Las cargas en dinero se reparten entre todos los súbditos del Rey, en proporción a sus medios –explicaba Turgot–. La carga en especie recae de forma excepcionalmente dura sobre los individuos y ataca la libertad, que es ciertamente la más preciada propiedad de todas". Además, los campesinos, liberados de la corvée, podrían dedicar ese tiempo a sus labores, más productivas. Mirabeau, en unas cartas dedicadas a esta institución, había explicado que los campesinos no tenían la pericia ni, sobre todo, las ganas para hacer un buen trabajo. Todo ello cambió con la reforma de Turgot, que logró mejorar el estado de los caminos en Limoges con la introducción de las cuadrillas especializadas y ahorrar el trabajo forzado a los campesinos, a cambio de un impuesto leve.

La libertad de granos

Limoges sufría con más frecuencia que otras regiones el azote del hambre. Turgot sabía bien cómo vencerlo, y era permitiendo la "libertad de granos", como se decía entonces; es decir, liberalizando su comercialización. No lo podía hacer por sí mismo, pero logró convencer al Rey, que emitió un par de decretos en ese sentido (mayo de 1763 y julio de 1764).

Nuestro hombre hizo suya la idea de que, en plena libertad, el grano iría de donde es abundante y barato hasta donde es escaso y caro. El comercio, además, favorece la empresarialidad. "Cuando hayamos disfrutado durante unos años de esta preciosa libertad, cuando el comercio de maíz se convierta en la empresa de un alto número de mercaderes, cuando se establezcan las agencias, cuando se multipliquen los almacenes de granos, entonces disfrutaremos de todas las ventajas de este nuevo comercio, y entonces las reconoceremos". Palabra de Turgot.

En una carta dirigida en 1769 al Rey, Turgot incidía en el riesgo de que la taille pudiese provocar una hambruna, como de hecho sucedió al año siguiente. Turgot obtuvo finalmente para su región una rebaja en el impuesto y una asignación de dinero para obras benéficas. Pero era característico de la época y de nuestro hombre que esas obras no se limitaran a repartir dinero o bienes básicos: se iniciaron obras y se dio a los más necesitados la oportunidad de trabajar, siempre que su trabajo fuera verdaderamente útil. Nada que ver, pues, con el actual Estado del Bienestar. El pago del trabajo no se hacía en dinero, sino en bonos, que sólo se podían intercambiar en los establecimientos de la oficina de caridad por bienes básicos, para evitar que parte de lo ganado se gastase en lo que no se debía.

Ministro de Finanzas

Turgot llegó al Gobierno de Luis XVI en las condiciones más favorables. Era ya un intelectual reconocido y contaba con la exitosa experiencia de su paso por la intendencia de Limoges. Y tuvo la suerte de que ocupaba el trono un buen rey, joven y reformista, que sentía por él un aprecio y una admiración que desbordaban las líneas que le escribía. El 20 de julio de 1774 fue nombrado ministro de Marina, donde enseguida dio en poner en práctica sus ideas. Así, mandó comprar nuevos barcos a Suecia, con lo que consiguió reducir los costes en dos quintos (en comparación con lo que hubiera supuesto armarlos en Francia).

Apenas llevaba un mes al frente de Marina cuando se le designó titular de Finanzas, puesto para el que estaba más preparado que ningún otro hombre del país. Su nuevo cometido –escribirá Alexis de Tocqueville en El Antiguo Régimen y la Revolución Francesa– le llevó a hacerse cargo de "todos los asuntos que tenían que ver con el dinero, es decir, de prácticamente toda la Administración (...) llevaba (...) a cabo (...) las tareas de ministro de Finanzas, ministro de Interior, ministro de Obras Públicas y ministro de Comercio".

Llegó a su Finanzas enarbolando tres principios, que expuso cumplidamente en una carta a Luis XVI: "No a la quiebra, no al aumento de impuestos, no a los préstamos". Su rechazo a la quiebra incluía la "disfrazada por reducciones ilegales". En cuanto a los impuestos, estaba en contra de subirlos porque empeoraban la condición de la gente. Por lo que hace a los préstamos, entendía que tenían como consecuencia "ora la bancarrota, ora el incremento de los impuestos". En esas condiciones, la única solución pasaba por "reducir los gastos por debajo de los ingresos".

El 13 de septiembre de 1774 emitió un decreto por el que se restablecía la declaración de mayo de 1763, suspendida por Terray. Turgot había restablecido la libertad de granos. Voltaire escribió sobre este decreto: "Durante sesenta años he estado leyendo esos edictos que, en un lenguaje ininteligible, siempre nos han desnudado de nuestra libertad natural. Ahora llega éste, que nos devuelve la libertad y del cual puedo entender cada palabra sin dificultad. Es la primera vez que el Rey razona con su gente". Era la primera vez que alguien, en nombre del Rey, legislaba pensando de veras en la gente. Y lo hacía para devolverle la libertad robada.

Turgot estaba dispuesto a luchar también contra los privilegios de la Corte, lo que en última instancia acabaría con su carrera política. Había un cuerpo, llamado Fermiers Généraux, encargado de la recolección de una parte muy importante de los impuestos. Sus gestores tenían bastante libertad para fijar sus propias remuneraciones, a todas luces escandalosas, y repartían lo robado entre los miembros más influyentes de la Corte. Turgot convenció al Rey de la lacerante injusticia y ordenó, con su apoyo, que cesaran esas dádivas con dinero ajeno. Él mismo renunció a las 300.000 libras que le correspondían como ministro de Finanzas, y cerró el grifo, del que manaban casi dos millones de libras, a la Corte.

El mismo 1775, año de frenética actividad para nuestro hombre, éste escribió una carta al Rey en la que describía las insoportables cargas que suponían las regulaciones agrarias, muchas veces contradictorias y en conjunto "casi imposibles" de cumplir, y que otorgaban a la Administración un poder enorme sobre la clase productora. Éste, como tantos otros informes de Turgot sobre la necesidad de reformar la economía nacional, recibió la firma de Luis XVI con la palabra "aprobado" sobre ella.

La reacción

En abril una multitud de campesinos se lanzó sobre las calles de Dijon para protestar por los precios del pan, que habían subido como consecuencia de la mala cosecha. En su violenta marcha destrozaron un molino, a cuyo dueño acusaban de monopolista. Acto seguido pusieron rumbo a la capital.

Los campesinos constituían un ejército disciplinado, nada parecido a un tumulto espontáneo y caótico. Entraron en París maldiciendo el hambre y los monopolios, y fueron de mercado en mercado comprando el género con oro y plata o robándolo, pero para después destruirlo. Exigían a los comerciantes que bajaran sus precios, reivindicación con la que evidentemente simpatizaban los urbanitas. Una vez hubieron sembrado el caos en toda la ciudad, se dirigieron a Versalles, donde cuatro almacenes fueron objeto de pillaje. Los campesinos quemaban los campos a su paso, dejando un rastro de terror y destrucción. El Rey se asustó y decretó la reducción de los precios de los alimentos. Más tarde, en una carta enviada a París, reconocería a su fiel ministro: "Temo haber cometido un error político".

El Parlamento emitió un decreto en el que prohibía los disturbios, pero a la vez exigía que el precio del pan se redujese a "una tasa proporcional a las necesidades de la gente". Era un ataque directo a Turgot, que no tardaría en reaccionar. Siempre con la autoridad real de su lado, envió el Ejército a las panaderías de París impedir que la gente pidiese el pan a un precio inferior al del mercado. Asimismo, destituyó al intendente de la ciudad, que se había aliado con los insurgentes, a los que llevó a juicio. El Estado restituyó el valor de varias propiedades malogradas.

Turgot siempre pensó que aquellas protestas estaban orquestadas y engrasadas por la Corte, que le detestaba sin apenas disimular. La cosecha de 1774 fue mala, pero había sido mucho peor otros años y no se habían registrado protestas. Él creía que sus fuentes, que le confirmaban la existencia del complot, eran suficientemente fiables. Nosotros no tenemos más información que él. Lo que es seguro es que este asunto pudo acabar con su carrera, pero que no sólo no fue así, sino que salió reforzado del envite. Es más, aprovechó la coyuntura para profundizar en la libertad de granos. Ya había reconocido la libertad de precios y ahora actuaría contra los monopolios locales, con gran éxito.

Sobre la tolerancia

Las contribuciones de Turgot a la libertad de sus compatriotas no se agotaron con los asuntos económicos. El 15 de junio de aquel convulso 1775 Luis XVI fue coronado rey en Reims. Imbuido del espíritu de su súbdito preferido, cuando se disponía a pronunciar las ceremoniales palabras por las que se comprometía a "exterminar" de sus Estados a "los herejes condenados por la Iglesia" su voz se apagó: de su boca sólo salieron unos sonidos ininteligibles. Tan es así, que tres meses más tarde el clero le exhortó a recordar por escrito su juramento, que hablaba de "barrer a los calvinistas de su reino (…) dispersar a los protestantes (…) excluir a los sectarios sin distinción de la Administración…".

Esas exigencias quedaron sin más respuesta que las líneas que poco antes había escrito Turgot en su ensayo Sobre la tolerancia. En su segunda "Carta sobre la tolerancia" proponía nuestro hombre "volver al origen de las cosas": "Veremos la religión, como debiera ser, separada del Gobierno". Y es que forzar a la gente a adoptar una opinión sólo porque nos parece verdadera es, advertía, "imponerse sobre las conciencias". Y añadía que la tolerancia favorece la armonía social: "Los hombres, para sus opiniones, sólo demandan libertad; si les privas de ella, les habrás puesto las armas en sus manos. Dales libertad y serán pacíficos".

María Antonieta y los Seis Edictos

Turgot era odiado por la Corte, donde le llamaban "monstruo", y por el Parlamento, su enemigo público y declarado. Tampoco le quería la mujer del monarca, María Antonieta, el centro de la Corte. María Antonieta acostumbraba, además, a meterse en los asuntos de Estado con nombramientos caprichosos, ajenos a cualquier consideración que no fuese la de hacer hueco a sus amistades. Un biógrafo de Turgot escribe: "No había armonía posible entre el austero ministro de Finanzas y una reina que consideraba su principal deber repartir favores y dinero entre sus amigos"[2]. La madre de María Antonieta, la emperatriz María Teresa, estaba informada puntualmente de todos sus desmanes gracias a su embajador en la Corte. Probablemente fuera por su consejo que su hijo, el emperador José II, escribiese una durísima carta a la susodicha: "[Deja de] entrometerte en infinidad de asuntos que, en primer lugar, no te conciernen y de los que, además, no tienes ni idea".

El enfrentamiento estallaría precisamente cuando Turgot presentó ante el Rey el mayor de todos sus proyectos, por el que iba a introducir la reforma liberal más profunda que hubiera visto Francia. Hablamos de los Seis Edictos, destinados a la supresión de la corvée, los jurandes –una suerte de gremios–, las empresas privilegiadas del Estado y numerosas regulaciones, impuestos y cargos relacionados con el aprovisionamiento de París. Era el mayor ataque de Turgot contra los privilegios e intereses de la Corte y en defensa de los franceses sin voz ni representación y sin esperanza de tenerlas.

En Limoges, Turgot había eliminado el trabajo forzado. Ahora, en línea con la teoría de la renta fisiócrata y con la que él mismo había expuesto en su discurso sobre el origen de las riquezas, propuso que se contratase esos servicios en el mercado, y que su coste recayera en los propietarios de tierras.

Todo el Consejo, con la excepción del ministro Malesherbes, estaba en contra de la eliminación de la corvée, por lo que llevaron el primer edicto al Guardián de los Sellos, para que lo examinase. Claro está que éste tampoco estaba dispuesto a dar por bueno un texto que perjudicaba tan claramente a las clases privilegiadas. En su enfrentamiento con Turgot, le dijo: "No puedo vacilar al decir que en Francia los privilegios de la nobleza deben ser respetados, y que es el interés del Rey mantenerlos". Luis XVI leyó el intercambio entre los dos y, como siempre, tomó partido por Turgot. El edicto se firmó el 6 de enero de 1776, y con él los otros cinco. Merece la pena leer la primera cláusula del relacionado con los jurandes:

Habrá libertad para todas las personas, de cualquier calidado condición, incluso para los extranjeros, de emprender y ejercer en todo nuestro reino, y particularmente en nuestra buena ciudad de París, cualquier tipo de negocio o cualquier profesión o arte o industria que les parezcan buenos. Para tal propósito, extinguimos y suprimimos todas las corporaciones y comunidades de mercaderes y artistas, tales como las maîtres y los jurandes.

Pero no todo estaba ganado con la firma del Rey. Todavía quedaba una batalla por librar, contra el enemigo declarado de Turgot, el Parlamento, que se negó a pasar el edicto contra la corvée aludiendo a la necesidad de preservar lo que pertenecía a ciertas personas "por la prerrogativa del nacimiento y la posición".Pero cuando la diputación acudió a Versalles a mostrarle sus razones a Luis XVI, éste replicó que no contenían "nada que no se hubiese previsto antes y sobre lo cual no se haya reflexionado con madurez". Tan imbuido estaba el Rey de la filosofía liberal de Turgot, que en una carta escrita a su ministro reconocía que la corvée era "equivalente a un impuesto", y que era "la mayor injusticia quitarle tiempo [al campesino] sin pagarle por él". Terminaba la misiva de esta guisa: "Cuanto más pienso en ello, mi querido Turgot, más me repito a mí mismo que estamos solos tú y yo entre quienes realmente aman a la gente".

El Parlamento llevó los edictos a los tribunales, donde el abogado general se mostró horrorizado por que "cualquier productor, todo artesano, cualquier trabajador pudiera decidir por sí mismo", lo que llevaría a la destrucción de "toda subordinación". "[La] libertad infinita evaporaría esa perfección de nuestros productos, la única causa de que obtengan esa preferencia", adujo también, en su continuo ensartamiento de falacias. Finalmente, presa de la estupefacción, la misma que experimentaban los que se sentían representados por sus palabras, clamó: "¿Y por qué estas innovaciones? ¿No estamos suficientemente bien como estamos?".

Ellos sí, desde luego. Y no estaban dispuestos a que un político con extrañas ideas acabara con todos los privilegios que disfrutaban sólo porque hubiese hechizado al Rey con sus "extravagancias económicas". El temor a su influjo alimentaba el odio que le profesaban, a él, a sus ideas y a sus políticas. Había que minar la confianza que le tenía Luis XVI, un monarca que albergaba las mejores intenciones, sí, pero de carácter moldeable.

Necker descubrió lo que le parecieron unos errores de cálculo en sus últimos presupuestos. Se los presentaron a Luis XVI como si se tratara del peor de los crímenes. El primer ministro, que había sido captado por María Antonieta y que veía en nuestro hombre su principal rival, se unió a la corriente antiturgotiana.

"Solos tú y yo", le había escrito Luis XVI en aquella carta. Pronto sobraría el "yo", porque el monarca empezó a cambiar de postura. Turgot le escribió cuatro cartas en las que le exigía que le explicara las razones de su cambio, pero no supo nada de él hasta que un ex ministro le comunicó en su nombre que ya no estaba a cargo de las finanzas. Fue el 12 de mayo de 1776.

Cuando se enteró de la noticia, Voltaire escribió a D'Argental: "Creo no estar muerto, pues aún escribo con esta mano falible, pero verdaderamente lo estoy, desde que Turgot ha sido expulsado del poder". Todavía le quedaban vida e ímpetus para dedicarle su "Épître à un Homme". Condorcet le escribiría el 15 de mayo: "¡Adiós! Hemos vivido un hermoso sueño".

En la primera carta que escribió a Luis XVI como ministro de Finanzas, Turgot expresaba ya todos sus temores y adelantaba qué fuerzas se iban a desatar en su contra:

Percibo ya todo el peligro a que me expongo. Preveo que me encontraré solo luchando contra abusos de toda condición; contra el poder de aquellos que se benefician de esos abusos; contra la multitud de gente prejuiciosa que se opone a cualquier reforma. Tendré que luchar incluso contra la bondad natural y la generosidad de Su Majestad y contra las personas que más aprecia. Seré temido, odiado incluso por toda la Corte, por todos aquellos que piden favores. Su Majestad recordará que es por la fe en su promesa de apoyarme por lo que hago mía una carga que va más allá de mis fuerzas.

La corvée volvió por sus fueros el 11 de agosto. Se dice que Turgot no pudo reprimir unas lágrimas al saber de la noticia. Los jurandes, el 19 de agosto. En septiembre se puso fin a la libertad de granos.

Hubo quien vio en la vuelta a los privilegios la vuelta definitiva a un orden de cosas que jamás debió haberse perturbado, pero no pocos de ellos fueron testigos, trece años más tarde, de la abolición definitiva de los jurandes (4 de agosto de 1789) y otros muchos privilegios del Ancien Regime. El 2 de marzo de 1791 se restituyó la libertad de la industria en los mismos términos en que había sido reconocida por Turgot. Asimismo, la Convención Nacional eliminó la corvée, como parte de una labor legislativa que también acabó con la Monarquía.

Turgot no llegó a ver nada de ello: murió el 18 de marzo de 1781, de un ataque de gota. "Me reprendéis por querer conseguir demasiadas cosas –solía decir a sus amigos–, pero sabéis que en mi familia morimos de gota a los cincuenta".

Quién sabe. De haber escapado del mal familiar, igual hubiese sido encumbrado como un héroe durante la Revolución Francesa. O hubiese perdido la cabeza por mantenerse fiel al Rey, como le ocurrió a su único amigo en el Gabinete, Malesherbes, quien dimitió cuando vio que las reformas embarrancaban. Malesherbes aceptó ser el abogado de Luis XVI en el juicio a que le sometió la Convención. Ambos corrieron la misma suerte. Y sí, seguro que los dos se acordaron en sus últimos momentos de Anne Robert Jacques Turgot.



[1] V. Andrew Dickinson White, Fiat Inflation in France, The Foundation For Economic Education, Irvington on Hudson, New York, 1959.
[2] Foncin, Essay sur le Ministère de Turgot, París, 1877, cap. XIV. Citado por W. Walker Stephens, The Life and Writings of Turgot: Comptroller General of France, 1774-76, Kessinger Publishing.

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