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El nuevo antisemitismo

Puede consultarse la versión inglesa de este artículo en The American Scholar, vol. 75, nº 1, invierno de 2006.

Hay un tópico, bastante gastado, que todos hemos escuchado muchas veces: criticar las acciones y políticas del Estado de Israel o las doctrinas del sionismo es perfectamente legítimo, y no tiene por qué haber necesariamente una motivación antisemita. Que se haya repetido hasta la náusea no quita para que sea verdad. No sólo lo acepto, sino que incluso lo llevaría un paso más allá, con otra formulación que tal vez provoque sorpresa, por no decir asombro: es perfectamente posible odiar y hasta perseguir a los judíos sin ser forzosamente antisemita.

Por desgracia, el odio y la persecución son algo normal en la experiencia humana. Sentir aversión, sea ligera o intensa, por la gente que es diferente, por su filiación étnica, su raza, su color, su credo, sus hábitos alimentarios, por no importa qué, es parte de la condición humana. Lo encontramos a lo largo de la historia conocida, y en todo el mundo. Unas veces puede ser algo extraordinariamente virulento; otras, hasta entretenido.

Tras la Segunda Guerra Mundial, los daneses rebosaban resentimiento contra dos de sus vecinos: los alemanes, porque les ocuparon, y los suecos, por haber mantenido una neutralidad inútil. "¿Qué es un sueco? Un alemán con forma humana", decía un dicho danés por aquel entonces. Veamos otro insulto del mismo estilo; éste, empleado por el Ejército británico a finales de los años 30, cuando le inquietaban bastante dos grupos diferentes de terroristas: "¿Qué es un árabe? Un irlandés moreno". Cito estos ejemplos sin intención aprobatoria o elogiosa alguna, sino como muestras del tipo de prejuicio verdaderamente desagradable que se encuentra extendido en nuestro mundo.

El doble rasero

El antisemitismo es algo completamente distinto. Está marcado por dos características especiales. Una de ellas es que se juzga a los judíos con un baremo diferente del que se aplica a otros. La actualidad nos aporta sobradas muestras de ello. Pero incluso en este punto se ha de ser cuidadoso. También pueden emplearse baremos distintos en otros asuntos, en los que a veces pueden estar implicados los judíos, sin que medie el antisemitismo o haya necesariamente una motivación antisemita.

Por ejemplo, a mediados de septiembre de 1975 se condenó en España a muerte a cinco terroristas convictos por asesinar a unos policías. La opinión progresista europea se sentía escandalizada por que, en esta edad moderna, un país de Europa Occidental impusiese condenas a la pena capital. ¡Inaudito! Hubo un clamor de indignación, y se ejercieron fuertes presiones sobre el Gobierno español. Sin embargo, en la Unión Soviética y sus satélites, y durante el mismo período, un número incomparablemente mayor de personas eran condenadas a muerte y ejecutadas; y, en África, Idi Amín mataba a centenares de miles, a buena parte de la población de Uganda. Apenas se registró un murmullo de protesta en el mundo occidental.

La lección es muy clara. A los gobiernos de derechas (el general Francisco Franco aún mandaba en España) no se les permite condenar delincuentes a muerte; a los de izquierdas sí. Otra consecuencia: las matanzas cometidas o causadas por blancos son malas; las perpetradas por gente de color son algo normal. Pueden encontrarse diferencias similares en las respuestas dadas a otras muchas cuestiones, como el trato a las mujeres y a las minorías étnicas o de otro tipo.

Estos ejemplos muestran que incluso la amplia disparidad de patrones de juicio no es necesariamente, en sí misma, una prueba de antisemitismo. Pueden concurrir otros elementos. Atendamos a la comparación que se hace a veces entre la reacción mundial a la matanza de palestinos perpetrada en septiembre de 1982 por milicianos cristianos libaneses en Sabra y Chatila, en la que fueron asesinadas unas 800 personas, y la perpetrada, a comienzos de ese mismo año, en Hama (Siria), donde fueron asesinadas decenas de miles. Por la segunda no ladró ni el perro. La diferencia, por supuesto, estaba en las circunstancias. En ambos casos los autores materiales fueron árabes, pero en el caso de Sabra y Chatila cabía la posibilidad de culpar a los judíos; en Hama no. Por tanto, la gran matanza de árabes a manos de árabes no fue destacada, referida ni contestada. Tal contraste es claramente antijudío; y, en cierto modo, también es antiárabe.

Veamos otros casos de doble rasero, más próximos y quizá menos alarmantes. Así, a menudo oímos hablar del lobby judío y de las diversas acusaciones que de vez en cuando se vierten contra él, en el sentido de que sus integrantes son de alguna manera desleales a Estados Unidos y están al servicio de una potencia extranjera.

El judío no es, por supuesto, el único lobby de su clase. Consideremos otros tres: el irlandés, el griego y el armenio. El irlandés, que hizo campaña contra el Reino Unido, el más estrecho aliado de América, y el griego y el armenio, que hicieron campaña contra Turquía cuando ésta era un aliado crucial de la OTAN, fueron vistos como lobbies que bregaban por intereses legítimos. No recuerdo que se hicieran acusaciones de deslealtad, o de lealtad dividida, contra ninguno de ellos.

La otra característica especial del antisemitismo, mucho más importante que la del doble rasero, es la acusación de maldad universal que se vierte contra los judíos. Los reproches contra otros grupos raramente la incluyen. La atribución a los judíos de maldad universal, satánica, en diferentes partes del mundo y en diversas formas, es lo que se ha conocido como antisemitismo en la época moderna.

En el mundo occidental el antisemitismo ha tenido tres fases claramente diferenciadas. Algunas personas han escrito y hablado del antisemitismo en la Antigüedad, pero el término en ese contexto es engañoso. Sí encontramos textos en el Mundo Antiguo en que se ataca y denuncia a los judíos, a veces con gran virulencia, pero también encontramos observaciones groseras sobre sirios, egipcios, griegos, persas, etcétera. No hay gran diferencia entre las observaciones antijudías y los prejuicios étnicos y religiosos expresados contra otros pueblos, y por lo general los dirigidos contra los judíos no son los más virulentos. Por ejemplo, el historiador romano de origen sirio Ammianus Marcellinus dice, a propósito de los sarracenos, que no son deseados ni como amigos ni como enemigos. No recuerdo que se dijera nada tan desagradable acerca de los judíos en el Mundo Antiguo.

El politeísmo era esencialmente tolerante: cada grupo adoraba a su propio dios (o dioses), y no ponía objeción alguna al culto de otros. De hecho, uno podía estar dispuesto a ofrecer al menos una varilla de incienso a un dios ajeno, como gesto de cortesía, cuando se encontraba de visita en otro lugar, o incluso en su propia tierra, como deferencia a un soberano. En la Antigüedad sólo los judíos insistían –absurdamente, según la opinión imperante en la época– en que el suyo era el único dios y en que los demás no existían.

Esto les dio problemas con sus vecinos y con sus diversos señores imperiales, especialmente con los romanos. En ocasiones provocó comentarios hostiles e incluso persecuciones, pero no la clase de demonización que ha llegado a ser conocida como antisemitismo. La tendencia era, más bien, a ridiculizar a los judíos, por su dios que estaba en las nubes, sin rostro ni forma, y por esas costumbres tan absurdas y bárbaras, como la circuncisión, el rechazo de la carne de cerdo y, lo más absurdo de todo, el Sabbath. Varios autores griegos y romanos anotaban que, debido a esta práctica risible, los judíos perdían un séptimo de sus vidas.

Del antisemitismo religioso al racista

La demonización, a diferencia del prejuicio o la hostilidad comunes, comenzó con el advenimiento del cristianismo y el rol especial asignado en los Evangelios a los judíos en la crucifixión de Cristo. El cristianismo empezó siendo un movimiento dentro del judaísmo, y el conflicto entre cristianos y judíos tuvo esa amargura especial que a menudo hace más mortíferos los conflictos intrarreligiosos que los interreligiosos. El mensaje cristiano era presentado como el cumplimiento de las promesas de Dios a los judíos inscritas en lo que los cristianos llamaron el Viejo Testamento. El rechazo de dicho mensaje por parte de los custodios judíos del Viejo Testamento fue especialmente hiriente.

Una preocupación importante de los primeros cristianos fue no tanto culpar a los judíos como, por razones comprensibles, exculpar a los romanos. La culpabilidad judía y la inocencia romana, ambas interdependientes, se convirtieron en partes importantes del mensaje cristiano, primero en dirección a Roma y después hasta más allá, con devastadores efectos sobre las actitudes populares hacia los judíos, especialmente en tiempo de Pascua.

Durante muchos siglos, el odio y la persecución a los judíos, y la ideología y la terminología utilizadas para expresarlos, se basaban en la religión. Después llegó la fase en que el prejuicio religioso quedó desacreditado, por discordante con las ideas de la Ilustración. Se consideraba como cosa de fanáticos; peor: como algo pasado de moda, caduco. Eso significaba que se necesitaban nuevas razones para odiar a los judíos. Y se encontraron.

El proceso de cambio comenzó en España, cuando una gran cantidad de judíos –y de musulmanes– fueron convertidos por la fuerza al cristianismo. Con las conversiones fue inevitable que surgieran ciertas dudas, especialmente entre quienes las forzaban, acerca de la sinceridad de los conversos. Esa duda estaba bien fundada, como sabemos por el fenómeno de los marranos y los moriscos, los a veces dudosos conversos del judaísmo y el islam. Fue entonces cuando surgió la práctica de examinar los orígenes raciales de los denominados "cristianos nuevos". Encontramos estatutos sobre la limpieza de sangre en la España del siglo XVI. Sólo quien pudiera demostrar tener ascendencia cristiana en un determinado número de generaciones podría ser considerado un genuino cristiano. La "pureza de sangre" se exigía para ocupar ciertas posiciones y desempeñar determinados cargos.

Así nació la forma racial del antisemitismo. Fue sistematizada en Alemania en el siglo XIX, cuando se inventó y adoptó el término "antisemitismo".

En un principio el término "semita" fue empleado con criterios lingüísticos, no étnicos o raciales. Al igual que el de "ario", fue acuñado por los filólogos para designar un grupo de lenguas relacionadas. Entre los arios se contaban idiomas tan diversos como el sánscrito, el persa y, por extensión, el griego, el latín y la mayor parte de los europeos. De igual modo, entre los semitas estaban el siríaco, el árabe, el hebreo y el etíope. Ya en 1872 el gran filólogo alemán Max Müller precisaba que "ario" y "semita" eran términos filológicos, no etnológicos, y que hablar de una raza aria o semita era tan absurdo como hablar de una lengua dolicocéfala (de cabeza alargada). "Qué malentendidos, qué controversias se plantearían", dijo, si se confundieran ambas cosas; una precisión correcta pero que fue subestimada.

A pesar de estas advertencias, se transfirió el concepto "semita" del campo lingüístico al racial, y pasó a ser el pilar de un fanatismo nuevo y diferente. Quienes abogaban por este fanatismo despreciaban el prejuicio religioso porque se tenían por gente moderna y científica. Su hostilidad hacia los judíos, afirmaban, se basaba en diferencias e inferioridades observadas y documentadas.

De la misma manera que la hostilidad religiosa fue despreciada por la Ilustración y sustituida por la hostilidad racial, moderna y "científica", ésta cayó en el descrédito con el Tercer Reich y sus crímenes, a raíz de las revelaciones de los hechos espantosos que había perpetrado. Tal descrédito del racismo dejó un vacío, un vacío de dolor.

Es entonces que se presenta la tercera fase del antisemitismo, para la cual precisamos de un término más apropiado; podríamos hablar de "judeofobia político-ideológica". ¿Y la raza? Oh, no, no tendríamos nada que ver con eso. ¿Y el prejuicio religioso? Oh, no, nosotros vamos mucho más allá. Esto es político e ideológico, y provee de un disfraz moderno, social e intelectualmente aceptable a unos sentimientos que se remontan unos 2.000 años en el tiempo.

El mundo islámico

Al pasar del mundo cristiano al islámico nos encontramos una historia muy distinta. Si consultamos la considerable literatura disponible sobre la situación de los judíos en el mundo islámico encontramos dos mitos bien arraigados: el de la Edad Dorada, de igualdad, respeto y cooperación mutua –especial pero no exclusivamente en la España mora–, y el de la dhimmitud, de subsistencia, persecución y maltrato. Ambos son mitos. Y, como muchos mitos, ambos contienen elementos significativos de verdad. La verdad histórica se encuentra en su lugar habitual, en alguna parte intermedia de los dos extremos.

Hay ciertas diferencias importantes entre el tratamiento, la posición y la percepción de los judíos en el mundo islámico premoderno y en los mundos cristianos premoderno y moderno.

La historia de una Edad de Oro de completa igualdad es, por supuesto, disparatada. No fue posible, ni siquiera concebible. De hecho, tanto entre cristianos como entre musulmanes el conceder los mismos derechos o, más exactamente, iguales oportunidades a los infieles no habría sido visto como un mérito, sino como una dejación del deber. No obstante, hasta épocas bastante recientes en la mayor parte de las tierras islámicas hubo un grado de tolerancia mucho mayor que el que prevalecía en el mundo cristiano. Durante siglos, y en la mayor parte de Europa, los cristianos estuvieron muy ocupados persiguiéndose; en su tiempo libre perseguían a los judíos y expulsaban a los musulmanes. Mientras tanto, en el Imperio Otomano, y en ciertos estados islámicos, judíos y cristianos de diverso signo vivían juntos bastante libre y confortablemente.

A menudo se compara la Guerra Fría del siglo XX con la confrontación entre la Cristiandad y el Islam en los siglos XV, XVI y XVII. En muchos sentidos, la comparación es buena. Pero uno debe recordar que, en la confrontación entre Cristiandad e Islam, el movimiento de refugiados –aquellos que, en la famosa frase de Lenin, "votan con los pies"– fue abrumadoramente de Oeste a Este, y no a la inversa.

Eso fue tolerancia, y nada más. La tolerancia, según los estándares modernos, es una idea esencialmente intolerante. Tolerancia significa que yo estoy al mando. Te concederé algunos de los derechos y privilegios que yo disfruto, aunque no todos, siempre que te comportes según las normas que yo fijo y aplico. Ésta parece una definición justa de tolerancia, tal como se suele entender y aplicar. Es, por supuesto, una idea intolerante, pero es mucho mejor que la intolerancia, y la tolerancia limitada pero sustancial concedida a los judíos y a otras comunidades no musulmanas en los estados islámicos hasta principios de la Edad Contemporánea fue, ciertamente, mucho mejor que lo que había en la Cristiandad.

Hubo prejuicios en el mundo islámico, así como hostilidad ocasional, pero no lo que podría llamarse antisemitismo, puesto que no hubo atribución de maldad universal. Y por lo general los judíos salieron mejor parados bajo mandato musulmán que los cristianos. Esto es lo contrario de lo que uno cabría esperar. En la historia canónica, en el Corán y en la biografía del Profeta, los judíos salen perdiendo. El Profeta tuvo más encuentros con los judíos que con los cristianos, de modo que encontramos más declaraciones negativas sobre los primeros que sobre los segundos. La biografía del Profeta registra enfrentamientos armados con los judíos, y en esos encuentros fueron los judíos los asesinados. Los musulmanes podían permitirse, por tanto, una actitud más relajada hacia ellos en las generaciones posteriores.

La otra ventaja para los judíos era que no se les consideraba peligrosos. Se tenía a la Cristiandad como una religión rival a escala mundial y un competidor en la lucha planetaria por llevar la luz (y con ella, inevitablemente, la dominación) a toda la humanidad. Tal competición tuvo consecuencias importantes. Los cristianos locales eran peligrosos porque eran una quinta columna potencial para las potencias cristianas de Europa, el principal adversario del mundo islámico. Los judíos no eran sospechosos de ser procristianos. Antes al contrario, fueron vistos como fiables, incluso útiles.

No fue simplemente la tolerancia o la buena voluntad –aunque éstas, ciertamente, eran requisitos previos– lo que llevó a los sultanes otomanos a admitir tanto refugiado judío de España, Portugal, Italia, etcétera. Los judíos, especialmente los de origen europeo, eran diestros en el comercio y la industria, y por numerosos documentos de los archivos otomanos queda claro que fueron valorados como activos que producían beneficios. No sólo se les toleraba: se les alentaba –incluso, en algunas ocasiones, se les obligaba– a asentarse en tierras otomanas, especialmente en provincias recién conquistadas.

Obviamente, esto no es igualdad, pero tampoco antisemitismo, en ningún sentido de la palabra. El tratamiento dado por los otomanos a los judíos hasta incluyó una especie de respeto. Por supuesto que encontramos expresiones de prejuicio contra los judíos, como contra cualquier grupo de gente que es diferente, pero la actitud general era de superioridad amena y tolerante.

Por lo que hace a los estereotipos hostiles, podemos encontrar una diferencia interesante en las anécdotas, chistes y similares. La principal característica negativa atribuida a los judíos en el folclore árabe y turco es que eran cobardes y nada militaristas, algo muy desdeñado en una sociedad marcial. Una chanza de finales del Imperio Otomano puede servir de ilustración. En 1912, tiempo de guerra en los Balcanes, cuando la Sublime Puerta, ya en sus estertores, afrontaba una grave amenaza, los judíos, llenos de ardor patriótico, decidieron que también ellos querían servir a la defensa de su país, así que pidieron permiso para formar una brigada especial de voluntarios. Se concedió el permiso, y se enviaron oficiales y suboficiales para entrenarlos y equiparlos. Cuando la brigada estaba ya armada, equipada, entrenada y lista para marchar al frente, los judíos enviaron un mensaje en el que preguntaban si podían contar con escolta policial, porque contaban con informaciones de que había bandoleros por el camino.

Las victorias de Israel

He aquí un documento humano muy interesante. ¿Es hostil? En realidad, no. Muestra el tipo de tolerancia divertida, despectiva y bienhumorada a la vez, que puede ayudar a entender el horror y el desconcierto provocados por las victorias israelíes de 1948 en adelante. Disponemos de algunas vívidas descripciones sobre las expectativas y reacciones desatadas por el conflicto de 1948. Se suele citar la frase de Azzam Pasha, por entonces secretario general de la Liga Árabe: "Esto será como las invasiones mogolas. Los destruiremos por completo. Los echaremos al mar". Las expectativas eran que sería cosa rápida y fácil, y que no habría problema alguno con ese medio millón de judíos. De ahí el tremendo shock que produjo la derrota de cinco ejércitos árabes a manos de ese medio millón de judíos, con un armamento muy limitado. Sigue siendo algo vergonzoso y humillante. Así se consideró entonces y así se sigue considerando. Un escritor dijo: "Ya fue bastante malo ser conquistados y ocupados por las poderosas potencias occidentales, el Imperio Británico, el Imperio Francés, pero sufrir este destino a manos de unos cuantos centenares de miles de judíos fue intolerable".

La forma occidental de antisemitismo –la versión universal y satánica del odio al judío– procuró consuelo a los sentimientos heridos. Llegó a Oriente Medio en varias etapas. La primera, casi por completo cristiana, fue comandada por misioneros y diplomáticos europeos. Tuvo impacto, principalmente, entre las minorías cristianas, donde encontramos repeticiones ocasionales del libelo de sangre, previamente poco conocido y explícitamente rechazado, durante los siglos XV y XVI, mediante órdenes dictadas por los sultanes otomanos. Ahora se resucitaba a gran escala. El primer libelo de sangre relevante fue el divulgado en Damasco en 1840.

Este tipo de antisemitismo fue ganando terreno, de a pocos en un primer momento, durante el siglo XIX y a principios del siglo XX. En el caso Dreyfus la opinión musulmana se mostró dividida, unos a favor y otros en contra del acusado. Un destacado pensador musulmán de la época, el egipcio Rashid Rida, escribía en defensa de Dreyfus y atacaba a sus perseguidores; no les acusaba de fanatismo, puesto que no eran verdaderamente religiosos, sino de albergar prejuicios y envidia. En todo caso, una de las consecuencias del célebre affaire fue que se tradujo por primera vez al árabe un ramillete de escritos antisemitas europeos.

Después llegó el Tercer Reich, con conexiones con el mundo árabe y, más tarde, con otros países musulmanes. Ahora que los archivos alemanes están abiertos sabemos que, al poco de llegar Hitler al poder, en 1933, el Gran Muftí de Jerusalén se puso en contacto con el cónsul general alemán en Jerusalén, el doctor Heinrich Wolff, y le ofreció sus servicios.

He aquí algo interesante: la imagen de los alemanes buscando a los árabes es lo contrario de lo que sucedió. Eran los árabes quienes buscaban a los alemanes, pero éstos se mostraron muy reticentes. El Dr. Wolff recomendó (y su Gobierno convino en ello) que, mientras hubiera alguna esperanza de lograr un acuerdo con el Imperio Británico y establecer una especie de Eje Nórdico-Ario en Occidente, no tenía sentido enemistarse con los británicos apoyando a los árabes.

Después, las cosas cambiaron gradualmente, particularmente tras la Conferencia de Múnich de 1938. Ése fue el punto de inflexión: el Gobierno alemán decidió, finalmente, que no había acuerdo alguno que hacer con Gran Bretaña, ningún eje ario. Entonces los alemanes prestaron más atención a los árabes, y respondieron a sus acercamientos. En adelante la relación se desarrolló rápidamente.

La rendición francesa (1940) brindó a los nazis nuevas oportunidades de acción en el mundo árabe. En la Siria controlada por Vichy fueron capaces de montar, durante un tiempo, una base de inteligencia y propaganda en el corazón del Oriente árabe. Desde Siria extendieron sus actividades hasta Irak, donde ayudaron a establecer un régimen pronazi, encabezado por Rashid Alí al Gailani. Derrocado por los británicos, Rashid Alí se reunió con su amigo el Gran Muftí de Jerusalén en Berlín, donde permaneció como invitado de Hitler hasta el final de la guerra. En los últimos días del régimen de Rashid Alí, el 1 y el 2 de junio de 1941, soldados y civiles perpetraron ataques contra la ancestral comunidad judía de Bagdad, a los que sucedieron una serie de ataques similares en otras ciudades árabes, tanto en Oriente Medio como en el norte de África.

En Berlín, Rashid Alí se mostró aparentemente inquieto por el lenguaje y, más específicamente, la terminología del antisemitismo. Sus preocupaciones desaparecieron a raíz de un intercambio epistolar con un portavoz del Partido Nazi. En respuesta a una pregunta de Rashid Alí acerca de si el antisemitismo también se dirigía contra los árabes, ya que formaban parte de la familia semita, el profesor Walter Gross, director de la Oficina de Política Racial del Partido Nazi, explicó con gran énfasis, en una carta fechada el 17 de octubre de 1942, que no, que el antisemitismo iba dirigido exclusivamente contra los judíos. Es más, añadía, los nazis siempre habían mostrado gran simpatía y apoyo a la lucha árabe contra los judíos. Incluso destacaba que la expresión antisemitismo, "que ha sido utilizada durante décadas en Europa por el movimiento antijudío, era incorrecta, puesto que dicho movimiento se dirigía exclusivamente contra la comunidad judía, no contra los restantes pueblos que hablan lenguas semitas".

Esto provocó, aparentemente, cierta preocupación en los círculos nazis, y poco después se constituyó un comité que sugirió que los discursos del Führer y su libro Mein Kampf se revisaran, con el fin de adoptar el término "antijudío" en lugar de "antisemita" y no ofender a "nuestros amigos árabes". El Führer no estuvo de acuerdo, y la propuesta no fue aceptada. Aun así, no hubo grandes problemas en las relaciones germano-árabes ni antes ni durante la guerra, ni siquiera durante un tiempo después de la guerra.

Antisemitismo europeo en el mundo árabe y silencios clamorosos

El impacto de la propaganda nazi fue inmenso. Lo vemos en las memorias árabes del período y, por supuesto, en la fundación del partido Baaz. Al hablar del Baaz se utiliza la palabra "partido" en el mismo sentido en que uno habla de los partidos fascistas, nazis o comunistas; es decir, no como un partido en el sentido occidental, una organización que busca votos y ganar elecciones, sino como parte del aparato gubernamental, particularmente preocupado con el adoctrinamiento y la represión. Y el antisemitismo de estilo europeo pasó a ser una parte muy importante de dicho adoctrinamiento.

Los cimientos ya estaban puestos. Ya había una cierta cantidad de literatura traducida. Se convirtió en algo mucho más importante después de los sucesos de 1948, cuando los humillados árabes obtuvieron consuelo en la doctrina de que los judíos son la fuente del mal universal. Y creció con las derrotas árabes posteriores, particularmente después de la suprema humillación de la guerra de 1967, que Israel ganó en menos de una semana.

El auge del antisemitismo de corte europeo en el mundo árabe derivó sobre todo de estos sentimientos de humillación y de la necesidad, por tanto, de adjudicar a los judíos un papel muy distinto, y mucho más próximo al de los prototipos antisemitas, del que tradicionalmente se les reservaba en el folclore árabe. Los tópicos del antisemitismo europeo –el libelo de sangre, los Protocolos de Sión, la conspiración judía internacional, etcétera– se han convertido en moneda de cambio en gran parte del mundo árabe, en las aulas, los púlpitos, los medios, incluso en internet. Es amargamente irónico que estos tópicos hayan sido adoptados por los musulmanes, antes inmunes, justo cuando en Europa se han convertido en embarazosos incluso para los antisemitas.

Todo esto cobró impulso con lo que sólo puede describirse como el visto bueno de la ONU y, aparentemente, de la opinión ilustrada occidental. Déjenme citar algunos ejemplos. El 29 de noviembre de 1947 la Asamblea General de Naciones Unidas aprobaba la conocida resolución en que se abogaba por la partición de Palestina en un Estado judío, otro árabe y una zona internacional para Jerusalén. Naciones Unidas aprobó esta resolución sin tomar ninguna disposición para su ejecución. Apenas dos semanas después, en una reunión pública celebrada el 17 diciembre, la Liga Árabe aprobó una resolución que rechazaba tajantemente la de la ONU y en la cual proclamaba que utilizaría todos los medios a su alcance, incluso la intervención armada, para anularla; un desafío abierto a Naciones Unidas que quedó sin respuesta y que sigue sin ser respondido. No se hizo ningún intento por evitar la intervención armada que, puntualmente, lanzó la Liga Árabe.

La gestión por parte de Naciones Unidas de la guerra de 1948 y los problemas resultantes muestran algunas disparidades curiosas; tomemos como ejemplo la cuestión de los refugiados. Al término de la confrontación inicial, parte de Palestina se encontraba bajo el gobierno del recién creado Estado judío y parte bajo el de los gobiernos árabes vecinos. Una cifra significativa de árabes se quedó en los territorios bajo control judío. Entonces se consideró axiomático, y nunca se ha puesto en duda, que ningún judío podía permanecer en las zonas de Palestina bajo mandato árabe. Igual que hubo refugiados árabes de las zonas de control judío, hubo refugiados judíos de las zonas controladas por los árabes; no sólo colonos, sino grupos establecidos desde antiguo, entre los que destaca la comunidad judía de Jerusalén Oriental, que fue expulsada, y sus monumentos profanados y derruidos. Naciones Unidas no pareció tener problemas con esto; tampoco la opinión pública internacional. Cuando los judíos son expulsados no se hace ninguna provisión para ellos, no se ofrece ayuda y no se hace protesta alguna. Seguramente esto envió un mensaje muy claro al mundo árabe, y otro menos claro a los judíos.

Los refugiados judíos no sólo llegaron de las partes de Palestina bajo mandato árabe, también de los países árabes, donde las comunidades hebreas o huyeron o fueron expulsadas, en cifras idénticas, a grandes rasgos, a las de los refugiados árabes de Israel. De nuevo, la respuesta de Naciones Unidas a los dos grupos de refugiados fue muy distinta. Para los refugiados árabes de Palestina se hicieron acuerdos muy elaborados, y se proporcionó una financiación muy extensa. Esto contrasta no sólo con el trato dado a los judíos procedentes de países árabes, sino con el dado a todos los demás refugiados de la época. La partición de Palestina en 1948 fue un tema trivial en comparación con la partición de la India, el año anterior, que redundó en millones de refugiados: hindúes que huían o eran expulsados de Pakistán a la India y musulmanes que huían o eran expulsados de la India a Pakistán. Y esto tuvo lugar sin que Naciones Unidas prestara ayuda alguna; quizá por eso todos los refugiados fueron reasentados.

Uno puede remontarse un poco en el tiempo y hablar de los millones de refugiados del este y el centro de Europa, de los polacos que huyeron de las zonas del oeste de Polonia anexionadas a la Unión Soviética y de los alemanes que huyeron de las áreas del este de Alemania anexionadas a Polonia. Millones de personas, de ambas nacionalidades, fueron abandonadas por completo a sus propios pueblos y a sus propios recursos.

Puede que valga la pena anotar otras medidas adoptadas en la época. Los gobiernos árabes implicados en el conflicto anunciaron dos cosas. En primer lugar, no reconocerían a Israel. Se les permitió hacerlo. En segundo lugar, no admitirían israelíes, fuera cual fuese su religión, en sus territorios, lo que significó vedar la entrada a Jerusalén Este no sólo a los judíos, tampoco a los israelíes musulmanes o cristianos. A los cristianos católicos y protestantes se les permitió acceder una vez al año, el día de Navidad, durante unas cuantas horas, pero de otra forma no había manera de que judíos y cristianos accedieran a los Santos Lugares de Jerusalén. Y lo que es peor, los musulmanes de Israel no podían peregrinar a La Meca y a Medina. Para los cristianos, la peregrinación es opcional. Para los musulmanes, es una obligación fundamental. Un musulmán está obligado a acudir en peregrinación a La Meca y a Medina al menos una vez en la vida. El Gobierno saudí de la época decretó que los musulmanes con ciudadanía israelí no podían ir. Algunos años después modificaron esta norma.

Al mismo tiempo, los gobiernos árabes anunciaron que no concederían visados a los judíos, tuvieran la nacionalidad que tuvieran. No lo hicieron a hurtadillas; fue hecho público, proclamado en los formularios de visado y en los folletos turísticos. Dejaron muy claro que no se concedería el visado a gentes de religión judía, con independencia de su nacionalidad, ni se les permitiría la entrada a cualquier país árabe independiente. De nuevo, ni una palabra de protesta en sitio alguno. Uno puede imaginarse el estallido de ira si Israel hubiera declarado que no concedería visados a los musulmanes; o, más aún, si lo hubiera hecho Estados Unidos. Pero como se dirigía contra los judíos, esta prohibición era vista como perfectamente natural y normal. En algunos sitios tal prohibición sigue en vigor, aunque en la práctica la mayor parte de los países árabes han arrojado la toalla.

Ni Naciones Unidas ni la opinión pública protestaron por nada de esto, así que a duras penas sorprende que los gobiernos árabes concluyeran que tenían licencia para este tipo de acciones, o incluso peores. Otro ejemplo: al contrario que los restantes países árabes, Jordania se mostró dispuesta entonces a aceptar refugiados palestinos como ciudadanos, y la ley de nacionalidad del 4 de febrero de 1954 ofrece la ciudadanía jordana a los palestinos, definidos como naturales de y residentes en el territorio del mandato de Palestina. "Excepto los judíos". Esto se deja claramente establecido. Ni un murmullo de protesta, en ninguna parte.

Estos ejemplos pueden servir para ilustrar la atmósfera en que creció y floreció el nuevo antisemitismo árabe. Tras la guerra de 1967, los israelíes entraron en posesión de los territorios palestinos previamente ocupados por los árabes, incluso de un buen número de colegios gestionados por la UNRWA, la agencia de Naciones Unidas para los refugiados. Estas escuelas estaban financiadas por la ONU. Cuando los israelíes tuvieron la oportunidad de examinar los libros de texto sirios, jordanos o egipcios que se utilizaban en ellas, descubrieron muchas pruebas de antisemitismo.

Aunque los israelíes no podían hacer nada con el antisemitismo de los libros de texto utilizados en los países árabes, pensaron poder hacer algo con el de los empleados en las escuelas financiadas y mantenidas por Naciones Unidas. El asunto fue remitido a la ONU, que lo remitió a la Unesco, que nombró una comisión de tres profesores de árabe: un turco, un francés y un americano. Éstos examinaron los libros y redactaron un extenso informe; en él decían que algunos eran aceptables, otros estaban más allá de revisión alguna y debían ser abandonados y otros debían ser corregidos. El informe fue presentado a la Unesco el 4 de abril de 1969. No fue publicado.

Para quienes lo necesitaban, todo esto proporcionaba una motivación actualizada, intelectual y socialmente aceptable, a lo que se debería llamar antisemitismo, pero que, desde que tal palabra no es aceptable, podría denominarse odio al judío, ataque al judío o, generalmente, ser desagradable con los judíos.

De semejante razonamiento se han podido servir tanto los judíos como sus enemigos. En la primera etapa del antisemitismo, cuando la hostilidad se basaba en la religión y se expresaba en términos religiosos, el judío siempre tenía la opción de cambiar de bando. Durante los periodos medieval y moderno temprano, los judíos perseguidos por los cristianos podían convertirse. No sólo podían escapar de la persecución, sino unirse a los perseguidores, y de hecho algunos ascendieron en la jerarquía de la Iglesia y de la Inquisición. El antisemitismo racial eliminó esa opción. El antisemitismo ideológico actual la ha recuperado, y hoy, como en la Edad Media, parece haber quien está dispuesto a servirse de ella.

Para los no judíos, procuró una clase distinta de liberación. Durante más de medio siglo, cualquier debate sobre los judíos y sus problemas ha estado marcado por la desagradable memoria de los crímenes de los nazis y la complicidad, la tolerancia o la indiferencia de tantos otros. Pero, inevitablemente, el recuerdo de aquellos días se marchita, y ahora Israel y sus problemas representan una oportunidad para abandonar esa situación desagradable e insólita, marcada por la culpa y la contrición, y recuperar la más familiar y confortable del reprobador severo que juzga desde la superioridad moral. No resulta sorprendente que sea tan utilizada y celebrada.

El nuevo antisemitismo tiene poco o nada que ver con lo que está bien o mal en el conflicto palestino, pero con certeza tiene cierto efecto en las percepciones del problema, y por tanto en el comportamiento y quizá hasta en las políticas de propios y extraños. Por otro lado, las ofensas no recaen por entero sobre una sola parte. Uno podría argumentar que cuando los árabes son medidos con un rasero inferior al que se emplea con los judíos –pensemos en la mínima atención prestada a los atroces crímenes perpetrados en Darfur–, la ofensa es mayor para los árabes que para los judíos. El desprecio es, de hecho, más degradante que el odio. Pero es menos peligroso.

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