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DIGRESIONES HISTÓRICAS

Una tradición a superar de una vez

Si repasamos los siglos XIX y XX españoles, observamos que su principal fuente de estancamiento y de epilepsia política fue la falta de respeto a las reglas del juego. Y esa falta provino, en la inmensa mayoría de los casos, de la izquierda.

Ésta consideró en todo momento que las reglas establecidas, incluso las establecidas por ella misma, no le concernían si no era ella la que disfrutaba del poder. Desde los pronunciamientos militares o la chifladura institucionalizada de la I República, hasta el sistemático sabotaje contra el régimen liberal de la Restauración, la huelga revolucionaria del 17 o al levantamiento de 1934, nunca falta la misma disposición de fondo.

Este fenómeno tan persistente obedece al carácter mesiánico que en España siempre tuvo la izquierda. Ella se consideró, sin necesidad de mayor prueba, la defensora de los pobres, de los trabajadores, contra las injusticias y la explotación de los ricos, o bien la encarnación de la “libertad”, en abstracto, frente al oscurantismo y la opresión de los “cavernícolas” y de la Iglesia. Encarnaba los intereses “del pueblo”, y ese hecho, para ella indiscutible, la situaba por encima de cualesquiera reglas o formalidades. Le daba derecho a promover disturbios, a calumniar, a organizar partidas de la porra o milicias, a quemar las iglesias y los centros políticos enemigos, o incluso a asesinar. La represión de sus actividades, en cambio, la veían como un crimen inenarrable, como la prueba de la necesidad de liquidar por la fuerza a la “reacción”.

Esta manera de pensar fue la que concitó a anarquistas, socialistas, nacionalistas catalanes, republicanos, y a diversos miembros del partido llamado Liberal, para socavar y echar abajo el régimen de la Restauración. En este régimen, abierto a las reformas, que se iba democratizando progresivamente y lo habría hecho más sin las violencias de los mesiánicos, no sólo había una gran libertad política, sino que el país comenzó a progresar económicamente de manera sostenida, y se fueron corrigiendo las taras que arrastraba del siglo XIX. Pero esos progresos no bastaban a aquellos partidos y sindicatos, ni tampoco a numerosos intelectuales, tan bien calificados de “gárrulos sofistas” por Menéndez Pelayo. Todos ellos estaban convencidos de la existencia de una especie de varita mágica que eliminaría los atrasos e injusticias en un abrir y cerrar de ojos. Todos ellos habían identificado perfectamente a los causantes de los males del país, y sabían muy bien que bastaba con suprimir a esos causantes, políticamente y en muchos casos físicamente, para que se resolvieran los problemas. A todos ellos los caracterizaba una inmensa vacuidad intelectual, acompañada de una furia y habilidad propagandística muy notables, nacidas de su propia fiebre mesiánica.

Entre todos pudieron finalmente echar por tierra la Restauración, para encontrarse con su propia incapacidad política. Si podían amargar la existencia del régimen liberal, en cambio no podían sustituirlo, y el resultado fue la dictadura de Primo, extraordinaria, casi increíblemente suave, por otra parte. Su delirio les impidió, sin embargo, aprender de la experiencia, y apenas se fue el dictador, contra el cual ninguno demostró el más ligero esbozo de heroísmo en defensa de sus ideas, volvieron a la carga con más furia que nunca, y consiguieron, ¡por fin!, un régimen a su imagen y semejanza, la II República.

Que no habían aprendido, lo puso de manifiesto la quema de iglesias, bibliotecas y centros de enseñanza apenas un mes después de que los claudicantes monárquicos les entregaran el poder. Lo puso de manifiesto una Constitución impuesta por rodillo, no laica, sino antirreligiosa, que hería los sentimientos de la mayoría de la población y, como dijo con bastante acierto Alcalá-Zamora, invitaba a la guerra civil. Por cierto, el deseo y la incitación a la guerra civil, o a revoluciones “sangrientas”, forman parte de la tradición “intelectual” de las izquierdas en España desde mucho tiempo atrás.

La II República demostró a su vez cuánto valían las varitas mágicas de aquellos “defensores de los pobres”: la coalición jacobino-socialista intentó algunas reformas chapuceras y mal enfocadas, que agravaron el impacto de la crisis económica mundial e hicieron saltar el hambre en España hasta los niveles de principios del siglo XX. Los anarquistas, que ayudaron a traer la república, organizaron constantes insurrecciones contra ella. Las libertades, mal estructuradas en la Constitución, se vieron de hecho anuladas por la Ley de Defensa de la República: nunca en tan poco tiempo se habían cerrado tantos periódicos, se había encarcelado sin acusación o deportado sin juicio a tanta gente, y estaban a la orden del día las denuncias (unas ciertas y otras falsas) de torturas y brutalidades, culminadas en Casas Viejas.

La consecuencia natural de tales hechos fue la victoria del centro derecha en las elecciones de noviembre del 33. Pues bien, aumentando un grado su delirio mesiánico, las izquierdas decidieron que tal cosa era inadmisible, y se sublevaron contra la legalidad establecida, o mejor dicho impuesta, por ellas mismas. No bastaba, por lo visto, la experiencia de las recetas jacobinas del primer bienio, ahora querían demostrar que la solución estaba en una revolución de corte soviético acompañada de fuertes tensiones separatistas en Cataluña y Vascongadas. Sus principales partidos se lanzaron a la guerra civil y, al fracasar ésta en octubre del 34, persistieron en las mismas ideas y empeños. La consecuencia fue la reanudación de la guerra en 1936, cuando las izquierdas, desde el doble poder instaurado tras las elecciones de febrero de dicho año, intentaron aplastar definitivamente a las derechas.

La guerra civil y sus efectos supusieron una lección tremenda, y en la transición democrática el PSOE abandonó el marxismo, el PCE el leninismo, el anarquismo prácticamente había desaparecido y también los republicanos. Resurgieron en cambio con vigor los nacionalismos vasco y catalán, en un principio bastante moderados (salvo la ETA), pero radicalizándose progresivamente. También el PSOE, al perder el poder, ha seguido una carrera de radicalización política y de entendimiento con unos nacionalismos a cada paso más amenazantes. Está en marcha una campaña de embellecimiento alucinado de la alucinada II República, y de descrédito de la transición, con el propósito de volver a un pasado siniestro.

El pretexto último ha sido la guerra contra Sadam Husein, en que todos esos partidos están cultivando una línea de acción desestabilizadora y antidemocrática. Su objetivo es acabar con la Constitución democrática y la unidad de España. ¿Hasta dónde pueden llegar por ese camino? Justamente hasta donde se lo permitan el miedo o la complacencia o la ignorancia del pasado por parte de quienes tienen el deber de oponerse –no sólo los órganos del estado, sino la ciudadanía consciente–. La actual campaña no va contra la guerra, sino que busca favorecer, inconscientemente en muchos de sus seguidores, las guerras de los tiranos; no defiende la democracia, sino que ataca a las democracias, empezando por la mayor de ellas, y apoya de hecho a Sadam; no proviene de la impresión causada por las víctimas, sino que explota impúdicamente la imagen de las víctimas para obtener de ellas una rentabilidad política.

¿Acaso a Llamazares puede consentírsele su obscena demagogia sin recordarle su carácter de representante de la tradición del GULAG, de la represión castrista, de los genocidios en China, Camboya, etc, de los regímenes más belicosos y totalitarios del siglo XX? ¿O a Anasagasti, protector, aliado y beneficiario del terrorismo, que enarbole el Guernica para confundir a Bush con Hitler y a Sadam con las víctimas? ¿Y a Zapatero del brazo de todos ellos, confundible y confundido con tales demócratas y pacifistas? Mientras nuestra democracia no consiga identificar claramente esas demagogias, será inmadura y estará en peligro. Por lo mismo, las fuerzas constitucionales deben aprovechar la ocasión para desenmascararlas sin tapujos, antes de que la ola de la histeria cause males mayores.
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