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EL ESTADO INSOSTENIBLE

¿Y si la crisis fuera aún más profunda?

¡Cómo ha cambiado el panorama respecto de hace un año! (y no digamos nada de aquel lejano 21 de febrero de 2008 en el que Solbes explicaba a Pizarro que la economía española estaba fuerte y las arcas públicas, llenas). El pasado fue el año del keynesianismo de estar por casa, traducido en aquel Plan E que llenó los pueblos de España de obras absurdas y enormes carteles que avisaban de que el dinero provenía de la generosidad de Zapatero.


	¡Cómo ha cambiado el panorama respecto de hace un año! (y no digamos nada de aquel lejano 21 de febrero de 2008 en el que Solbes explicaba a Pizarro que la economía española estaba fuerte y las arcas públicas, llenas). El pasado fue el año del keynesianismo de estar por casa, traducido en aquel Plan E que llenó los pueblos de España de obras absurdas y enormes carteles que avisaban de que el dinero provenía de la generosidad de Zapatero.

Se llegó a escuchar que cada euro gastado por el Estado generaría un euro y medio en la sociedad gracias a la cadena que un consumo reactivado iba a producir (si eso fuera cierto, no se comprende por qué el Estado no gastaba aún más), y quienes, tímidamente, decíamos que si existía un problema de excesivo endeudamiento entre los particulares no entendíamos cómo la solución era potenciar que el Estado se endeudara aún más éramos tildados de obtusos neoliberales. Es lo que explica con claridad meridiana el profesor Videla en los Comentarios de Coyuntura Económica del IESE del pasado junio:

La respuesta a la crisis financiera de quienes formulan las políticas ha sido socializar las pérdidas y gastar el dinero de los contribuyentes como si fuera ilimitado. Bajo la apariencia de salvadores, han tirado el dinero para ayudar a las empresas privadas y han tratado de solucionar una crisis basada en la deuda incurriendo en más deuda. Al final, el resultado ha sido el mayor déficit fiscal en tiempos de paz.

El Plan E se ha demostrado un fracaso, y el mensaje, ahora, es el contrario: recorte a toda costa, restricciones en el gasto, que el Estado ahorre. De Keynes a un discurso de austeridad cuartelaria en poco más de un año y sin que nadie nos explique estas piruetas, más allá de las famosas llamadas de Merkel y Obama a Zapatero. España sigue siendo un país, como poco, curioso.

El recorte y la austeridad predicados son selectivos, claro. Bajada salarial para los funcionarios, congelaciones varias, recortes dolorosos, pero al mismo tiempo que conocemos los detalles del tijeretazo (el primero: habrá más), incluida la congelación de las pensiones, nos enteramos de que el Ministerio de Trabajo ha decidido subvencionar con varios millones de euros a sindicatos latinoamericanos con cargo a la Tesorería General de la Seguridad Social. Así pues, la maquinaria estatal sigue engrasando a los amigos políticos, en una actuación que sólo se me ocurre calificar como obscena. Es sólo un ejemplo. Se dirá que es un caso singular y que su impacto es pequeño en el conjunto de las cuentas públicas, pero no es así. El caso no es singular, pues las vías de despilfarro son numerosísimas y podríamos llenar páginas y páginas con casos similares. En mi Cataluña natal, nos enteramos de que Carod Rovira, un cadáver político pero con acceso al presupuesto, ha decidido destinar 6,5 millones a entidades próximas a su partido, Esquerra Republicana. Mientras tanto, y sin salir de Cataluña, las veladoras que ayudan en clase a los niños con discapacidades disminuyen cada año, lo cual dificulta la integración de éstos, exige a los profesores algo humanamente imposible y perjudica a los demás alumnos. Y esto cuando el conseller competente, Ernest Maragall, confiesa que los niños catalanes tienen cada vez más dificultades para leer y escribir correctamente. Un despropósito más, y de los gordos, pero aquí no pasa nada, ni dimisiones ni rectificaciones.

Todo esto perfila un escenario de venalidad política muy enraizado (hablamos de usos y costumbres que han ido calando durante al menos tres décadas y que ahora, sencillamente, se han convertido en lo normal) y en el que la mayoría de los políticos y cargos de la Administración considera que el dinero público les pertenece. Esta falta de austeridad en lo pequeño ya fue en su día censurada por Samuel Johnson, quien, en un texto recogido en El patriota y otros ensayos, escribió:

Siempre he creído que quien se habitúa a cometer fraudes en las pequeñas cosas sólo espera la oportunidad para poder cometerlas en otras más importantes.

Así es, y es justamente por ello que estos casos sin importancia revelan un problema de mucho mayor calado. Por otra parte, el político en el poder que considera el erario público de su propiedad no puede dejar de hacerse la siguiente pregunta: ¿quién está legitimado a fiscalizar lo que es mío? Y, actuando en buena lógica, reacciona airado cuando se le echan en cara sus prácticas; y cuando el dinero se acaba sube los impuestos sin pestañear y reduce el gasto en las partidas que no afectan al gran entramado de origen político que soportamos entre todos los contribuyentes, y que supone, en muchos casos, el principal motivo por el que está en política.

El panorama es poco esperanzador; pero, como decía hace poco Rafael Bardají en una cena de la Fundación Burke después de pintar un sombrío futuro para España, hasta aquí la parte optimista de mi intervención. Porque incluso si aparecieran nuevos gobernantes con nuevos hábitos, el escenario no iba a mejorar de la noche a la mañana. En primer lugar, porque la capacidad de gastar se encuentra tan distribuida que recuperar el control de esta enloquecida maquinaria se antoja tarea titánica. En un país en el que el 36% del gasto público lo generan los gobiernos autonómicos y un 15% los gobiernos locales (aquí, el número uno, de calle, es el manirroto y endeudado hasta las cejas Ayuntamiento de Madrid), las posibilidades de atajar el despilfarro son muy escasas. Con un déficit autonómico previsto para 2011 de más del 4% del PIB (o sea, que se duplica con respecto a 2009) y el reciente fracaso a la hora de impedir que los ayuntamientos sigan endeudándose, el entramado institucional español está demostrando que, sin una profunda reforma, es insostenible, y nos arrastra a todos en su dinámica deficitaria (por si alguno no era consciente: esos déficits los tendremos que pagar con nuestros impuestos en un futuro no tan lejano).

Oímos discursos a diario, como aquellos que insisten en el impacto del calentamiento global, que parecen movidos por la preocupación sobre el mundo que dejaremos a nuestros hijos; pero, contemplando la despreocupación con la que asumimos el déficit público, uno sospecha que son hipócritas. Hay opiniones dispares sobre el cambio climático, pero de lo que no hay duda es de que dejaremos a nuestros hijos una deuda que les pesará como una losa. Alguien, algún día, tendrá que decir que lo que están haciendo los políticos que alimentan el déficit es gastarse primero nuestro dinero y luego, cuando nos dejan exhaustos, el de nuestros hijos; y, al paso que vamos, el de nuestros nietos.

Por si no fuera suficiente, la distorsión política en la toma de decisiones se ha contagiado al sistema financiero español, cuyos agujeros nadie sabe medir con exactitud. No se trata sólo de muchas de las cajas de ahorros (Caja Castilla-La Mancha y Caja Sur, pero también Caixa Girona o Caixa Catalunya), sino del conjunto de un sistema que es demasiado grande para caer (el famoso too big to fail de los americanos) y que sufre constantes interferencias desde las esferas del poder. El problema es que los requisitos para ser considerado demasiado grande para caer son cada vez más pequeños: el Estado, aquí, sólo deja caer a las pymes, a los autónomos y los menguantes ingresos que ganamos con cada vez con mayor esfuerzo los asalariados.

Pero aún no hemos llegado a lo peor. Cuando Ettore Gotti Tedeschi afirmaba que el origen de la crisis estaba en la baja natalidad, pocos le tomaron en serio. Pero hablar de baja natalidad es hablar de un sistema de pensiones inviable en un futuro próximo. Seguirán los globos sonda y los ajustes para pagar menos a menos pensionistas y durante menos años, pero, se pongan como se pongan, nuestro sistema de pensiones se parece cada vez más a una estafa piramidal. Es falso que el Estado guarde nuestras aportaciones a la Seguridad Social para pagarnos cuando llegue el día de nuestra jubilación; todo lo que nos detrae va destinado a pagar a los actuales pensionistas. La misma Seguridad Social, en su campaña de comunicación de este año, reconoce que el Fondo de Reserva alcanzó los 60.022 millones de euros el 31 de diciembre de 2009, mientras que el pago de prestaciones absorbió 97.338,22 millones; o sea, que la famosa hucha en la que guarda nuestro dinero, el que disfrutaremos cuando seamos viejecitos, no cubre ni un año. Si atendemos a la proporción entre pensionistas y trabajadores, en 2010 el ratio es ya preocupante: por cada pensionista hay 2,3 empleados cotizando.

Cuando leemos que el número de jubilados ya iguala al de niños, y que España tendrá el doble de jubilados en cuarenta años, no hace falta hacer muchos cálculos para comprender que nuestro futuro va a ser muy complicado. Con los datos de la Proyección de la Población de España a Largo Plazo (2009-2049) del propio INE, vamos a llegar en 2049 a casi un empleado por persona inactiva, y eso que la proyección calcula que habrá un flujo inmigratorio anual constante de 400.000 personas. Si, como se dice, la demografía es el destino, el nuestro está en entredicho.

¿Qué tiene que ocurrir para que esto cambie? Muchas cosas, quizás demasiadas. Y por ahora, las importantes, las de verdadero calado, se resisten a cambiar. Parece que nos empeñamos en permanecer ciegos y sordos ante lo que se viene encima, que cualquiera puede adivinar, pues hasta los informes del propio Gobierno lo anuncian (aunque eso no significa nada: un informe encargado por la Generalitat de Cataluña aconsejaba eliminar 63 empresas públicas deficitarias y prescindibles; el informe se ha pagado religiosamente y ni una sola de esas empresas ha sido eliminada); pero seguimos empeñados en negar contra toda evidencia que la fiesta se ha terminado.

Nos hemos acostumbrado a creer que al final habrá una salida, una solución, como en las películas en las que todo se complica sólo para que la resolución sea más emocionante. No sucede así con la vida de las naciones, ningún determinismo estipulará que al final nuestro país encuentre la solución mágica a sus problemas estructurales.

T. S. Eliot escribía: "Así es como el mundo acaba./ No con una explosión sino con un gemido". Nuestro mundo aún no ha acabado, pero sus gemidos son cada vez más estruendosos.

 

© Fundación Burke

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