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El diálogo según el cardenal Rouco

La consistencia del liderazgo del cardenal Rouco Varela en la Iglesia en España es proporcional a su capacidad de desentrañar las raíces de los problemas con los que se enfrenta esta institución en este momento de la historia.

Con el discurso inaugural de la Asamblea Plenaria de los obispos ha roto la espiral de la elocuencia de quienes han pretendido encerrar a la Iglesia Católica en los falsos sofismas de la dialéctica entre contrarios, de los conflictos de naturaleza sólo política y de las trampas de la reducción del mensaje cristiano a una mera propuesta social y cultural. Este texto, aplaudido entusiastamente por el episcopado, supone una salida hacia delante en las relaciones entre la Iglesia y el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.
 
El arzobispo de Madrid ha tenido el acierto de romper con el ritmo cansino de los titulares sobre la Iglesia –activos en conjugar la confrontación, la movilización, la persecución–, para marcar el ritmo del protagonismo en la iniciativa pública, con una sincera y equilibrada propuesta de diálogo en y desde la Verdad. Una salida que arranca del principio cristiano del realismo y que hay que interpretar desde el horizonte de la teología de las relaciones Iglesia-mundo, Iglesia-sociedad, Iglesia-Estado, a las que el entonces profesor Rouco Varela dedicó parte de sus más granados años de docencia e investigación. Muestra de ello es la referencia al principio instrumental del diálogo que escribió en un artículo de los primeros años noventa sobre la relación entre la Iglesia y el Estado en España: "La experiencia histórica nunca interrumpida del instrumento concordatario y el desarrollo interno del propio estado democrático parecen exigir, al unísono, la utilización del diálogo y del acuerdo mutuo como el cauce normal del planteamiento y regulación de las relaciones Iglesia-Estado" (Teología y Derecho, p. 636).
 
El cardenal Rouco es un fiel heredero de la más certera tradición de los obispos que llevaron a la Iglesia, y a la sociedad, al camino de la concordia y de la reconciliación, asentando firmemente las bases sobre las que construir un consenso constitucional que respetara la realidad del pulso vital y religioso del pueblo español. La artificial contraposición entre las figuras protagonistas de la historia eclesial contemporánea de España no es más que una artimaña destinada a la minusvaloración del presente por la idealización del pasado. El principio de la generosidad social e institucional de la Iglesia, como garantía del futuro de la nación, quedó muy pronto sellado con la rúbrica del documento "Iglesia y comunidad política", firmado, nada más y nada menos, que en 1972. Ahora, la Iglesia nos ha recordado que los cimientos sobre los que establece el diálogo con el Gobierno y con la sociedad son los mismos que desarrollara en la Transición, aunque los escenarios hayan cambiado, y los procesos de laicismo, antes parcialmente denominados secularización, se hayan agudizado.
 
El diálogo, por tanto, no forma parte de un plazo en la estrategia política de los obispos, es consustancial a la naturaleza de la misión de la Iglesia en la sociedad, de ahí la fundamentación a pie de página del discurso del cardenal Rouco en la Encíclica de Pablo VI "Ecclesiam suam". Un diálogo que se basa en el respeto sincero de las reglas de juego jurídicas e institucionales; y en los procesos, y en las palabras "inspiradas por la lealtad, la benevolencia y, en su caso, la disposición al perdón".
 
Nadie que sea sincero dirá que la Iglesia en España, en la actual coyuntura política, ha levantado antes la mano para lanzar las piedras de la discordia, convocar a una cruzada con métodos no aceptados socialmente, o poner en duda la legitimidad del sistema democrático o de la pluralidad social. La Iglesia no tiene miedo a la interlocución, ni al diálogo, como no tiene miedo a la libertad, ni frente a los gobiernos laicistas de turno, ni frente a los Estados opresores.
 
La Iglesia no es una mera asociación voluntaria de ciudadanos privados; es una realidad histórica, de naturaleza carismática e institucional, con una propuesta de salvación y liberación del hombre que trasciende el orden de la eficacia política, el orden de lo coyuntural. Sus juicios sobre el presente, y sus puntos de partida con los interlocutores en el diálogo social, están sostenidos sobre una verdad accesible a todos: la Verdad sobre Dios y sobre el hombre en la persona de Jesucristo. El diálogo al que la Iglesia ha invitado al gobierno va más allá de la oportunidad del cumplimiento de los más que volátiles programas políticos, o de la satisfacción de los intereses de los grupos de poder; se asienta sobre las bases del bien común de los ciudadanos y en la trascendente dignidad de la persona humana. Que nadie se lleve a engaño, por tanto, sobre lo que la Iglesia es y pretende en este tiempo "recio".
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