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LA NOVEDAD CRISTIANA

El Papa de una revolución pendiente

Por más que no empeñemos –culturalmente, al menos– no podemos no llamarnos cristianos. Fue Benedetto Croce quien, a la hora de hablar de la conciencia, de la moderna para más señas, nos recordó que el cristianismo es "la mayor revolución que haya llevado a cabo la humanidad; tan grande, tan completa y tan profunda, tan fecunda en sus consecuencias, tan inesperada e irresistible en su realización, que no es sorprendente que haya parecido y/o pueda parecer todavía un milagro".

Por más que no empeñemos –culturalmente, al menos– no podemos no llamarnos cristianos. Fue Benedetto Croce quien, a la hora de hablar de la conciencia, de la moderna para más señas, nos recordó que el cristianismo es "la mayor revolución que haya llevado a cabo la humanidad; tan grande, tan completa y tan profunda, tan fecunda en sus consecuencias, tan inesperada e irresistible en su realización, que no es sorprendente que haya parecido y/o pueda parecer todavía un milagro".

Benedicto XVI no es precisamente un discípulo de Crocce. Pero durante estos días pasados, en los que removemos los viejos trastos de nuestra ciencia y de nuestra conciencia, nos ha recordado lo esencial del cristianismo y las consecuencias que éste ha traído a lo largo de la historia; el acontecimiento más cualitativo que mente humana pudiera imaginar.

Tenemos un Papa que está empeñado, santa osadía, en mostrar al mundo el rostro joven del cristianismo, de la Iglesia, de la fe, en un tiempo en el que, aunque parece que se hayan superado las sospechas sistemáticas sobre la trascendencia, no se ha acallado la cantinela de que creer es una forma de afrontar la realidad que pertenece al pasado, pretérita, una rémora para la vida. La Iglesia está joven, y viva, afirmó Joseph Ratzinger nada más ser elegido sucesor de Pedro. Dentro de los grandes temas de este pontificado, junto al del progreso, junto al de la centralidad de Dios en el testimonio de los creyentes, junto a la vuelta a lo sagrado y al misterio, nos encontramos con el de la novedad del cristianismo y su aventurada calificación de revolucionario: una revolución pacífica.

No hay mejores fechas que éstas que hemos vivido para recordarnos que el cristianismo es la revolución que más ha influido en la historia, no sólo en las conciencias, también en las formas de vida, en la dignificación del hombre. Hemos transitado por tiempos convulsos en los que pensábamos que el progreso de las sociedades, de la historia, se hacía al compás de los cambios revolucionarios de orden político, económico o social. Hay quien consideró que las ideas eran el motor de esas transformaciones y que, después de que cristalizara el proceso de la ilustración, la revolución francesa suponía el principio de una nueva historia, de una nueva humanidad, en la que la diosa razón pontificaría desde la cátedra de la ideología. La revolución francesa era, sin duda, el modelo de la ruptura, del antes y del después. Mientras, la fecunda revolución americana entendía que la religión formaba parte de lo esencial humano e integraba la creencia en el sistema.

Dos momentos que apuntaban a un futuro de esperanza. Sin embargo, ¿qué ha pasado en la historia? Los siglos anteriores nos han ayudado a entender que las revoluciones basadas en ideologías sólo traen destrucción y muerte. Las ideas se vuelven en contra del hombre, no son impunes. Nosotros, sin embargo, aún seguimos recordando un nacimiento. Sacamos las consecuencias de una auténtica revolución, como diría en días pasados Benedicto XVI, que no se alcanzó en las plazas y en las calles de las urbes más desarrolladas, ni en las capitales del imperio, sino en una cueva de Belén, en donde no la idea, la Palabra de Dios se hizo carne, existencia terrena. Una revolución no ideológica, sino espiritual, no utópica, sino real, "y, por esto necesitada de infinita paciencia, de tiempos quizás larguísimos, evitando toda ruptura y recorriendo el camino más difícil: la vía de la maduración de la responsabilidad de las conciencias".

La revolución cristiana siempre es una novedad, no ha pasado, está hecha, pero no concluida, ni finalizada. La novedad de la revolución cristiana consiste en que Cristo está presente en la historia y su Iglesia, también.
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