La manifestación del pasado sábado recordaba tanto la última visita del Papa a España que podría perfectamente hablarse de un nuevo eje de presencia cultural que nace en la plaza de Colón y termina en la Puerta del Sol. Un eje que se ha renovado con el colorido de una generación a la que los embates laicistas están, quiéralo o no, fortaleciendo. Esta nueva forma de presencia de los cristianos y de lo cristiano en la sociedad se realiza con nuevas categorías. Aquellos nostálgicos de la deslegitimación de la realidad, por causa de la ideología, que han hablado del retorno del nacionalcatolicismo no se han dado cuenta de que los padres jóvenes que llevaban a sus hijos en los carritos y en los coches de bebé han nacido y vivido en pleno Concilio Vaticano II y, por tanto, son hijos de la transición política y eclesial. A esta generación le van poco los cuentos de terror, y menos que nadie les meta miedo. Esta generación es hija no sólo de la libertad sino de los que están de vuelta del libertinaje.
Es verdad que hay una generación perdida: la protagonista del mayo del 68, que está representada, perfectamente, por el tipo medio de vicepresidenta de gobierno socialista, especialista en arrumacos con minorías minoritarias. Las categorías de la presencia de los católicos hoy en la sociedad están más centradas en lo esencial de la propuesta cristiana. Han sufrido ya la distorsión de lo que suponía la adaptación a la modernidad y se han adentrado lentamente en un tiempo, el de la postmodernidad, necesitado de símbolos, de formas y de medios con los que reconocerse. Llamaba poderosamente la atención, durante la manifestación del pasado sábado, que muchas de las personas se conocían, y se reconocían, no sólo en la reivindicación común sino en la forma de expresar y de vivir su fe.
En Madrid, el pasado sábado, aprendimos que el laicismo irredento del gobierno de Zapatero I, el Empecinado, no distingue entre poder y autoridad. Como nos ha recordado recientemente el profesor Andrés Ollero, el poder elegido democráticamente no es el único legitimado para establecer los criterios de la convivencia social. La autoridad nunca es poder sino prestigio. La autoridad es un saber socialmente reconocido que mantiene a distancia a los que conquistan el poder con la apariencia y, también, es memoria de lo esencial: el bien común.
En Madrid, el pasado sábado, aprendimos que no conviene confundir lo público con lo estatal y que hay algunos alumnos aventajados que sí han pasado el examen de la historia, porque saben ser y estar democráticamente.
En Madrid, el pasado sábado, aprendimos que el laicismo del gobierno socialista no es una opción legislativa neutra, sino neutralizadora de lo que viven no sólo millones de personas sino generaciones y generaciones en la historia.
En Madrid, el pasado sábado, aprendimos que España está durmiendo con su enemigo o que el enemigo intenta que España duerma en el sueño de una razón, la del laicismo, que crea monstruos.
En Madrid, el pasado sábado, la sociedad civil, que existe, se manifestó en la normalidad de lo que y representa.