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Ignacio Moncada

Ahora me toca a mí

Los políticos de ambos partidos se relamen ante este enredo, pues les permite seguir despilfarrando sin que nadie les llame la atención. Aunque en público digan lo contrario, en realidad les interesa que la gente no vaya a votar, que no se implique.

Las últimas encuestas electorales revelan un mapa político más azul que nunca. El Partido Popular no sólo se reforzaría en sus feudos, sino que además ganaría en regiones históricas del socialismo como Castilla-La Mancha, y amenaza otras, como Extremadura. Es comprensible que mucha gente, después de décadas de apoyo al PP, de afinidad emocional a sus colores, estén entusiasmados ante las expectativas. Pero me da la sensación de que bajo este previsible revolcón electoral se esconde un gran peligro: que esto no sea el remedio contra la pérdida de calidad democrática que vivimos, sino que contribuya a la misma.

Este vuelco se va a producir, en buena parte, por la abstención de millones de españoles que no ven gran diferencia entre el PSOE y el PP. Los socialistas, con Zapatero al timón, lo han hecho tan mal, ha quedado el desastre tan nítido en la retina de los españoles, que de facto se borran del mapa electoral. Cada vez menos votantes socialistas de toda la vida quedan entre los incondicionales. Ante este regalo en bandeja de plata, el PP, arrullado por el sedante del arriolismo, ha optado por echarse una larga siesta política. Frente a la posibilidad de equivocarse, de decir algo incorrecto y ser criticado, ha preferido no mojarse. No hacer política. El problema es que, con los socialistas fuera de juego y los populares tumbados a la bartola, las elecciones no van a ser una eficiente elección de los gestores más aptos y preparados en cada localidad y región. En muchos lugares va a ser un partido ganado por incomparecencia. Es decir, un partido que se gana sin jugarlo. Y por tanto, un partido en el que no se sabe si el que gana juega bien o mal.

Sin duda, éste es un mecanismo de emergencia de la democracia que aparta del poder de forma casi automática a quien está haciendo demasiado daño. Pero también adormece el espíritu crítico de los ciudadanos y les evita el esfuerzo de decidir. Y lo más peligroso: sepulta la batalla de las ideas. En una grave situación económica, sumada a una subyacente depresión política, es un desastre que no se debata por qué hemos llegado a este punto, y qué debemos hacer para no volver a repetirlo. Los políticos de ambos partidos se relamen ante este enredo, pues les permite seguir despilfarrando sin que nadie les llame la atención. Aunque en público digan lo contrario, en realidad les interesa que la gente no vaya a votar, que no se implique. Que no se movilicen. Que se queden en casa lamentándose por el fiasco de sistema político en que ha devenido la joven democracia española. Y a seguir gastando, que ahora me toca a mí.

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