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Jaime Ignacio del Burgo

Centrismo popular

La maquinaria de la propaganda gubernamental es poderosa y eficaz. Cuando dispara, su artillería mediática es temible y más si el blanco es débil, temeroso, pacato o mojigato

La izquierda española siempre tiene suerte. Esté en el poder o en la oposición, su discurso y aun su praxis puede ser radical hasta límites difícilmente defendibles pero nadie le formula reproche alguno ni se ve obligada a dar explicaciones. Al Partido Popular, en cambio, se le exige a cada instante demostrar su idoneidad para formar parte del privilegiado club de los demócratas. Con ocasión de la guerra de Irak esto se puso claramente de manifiesto. La dirección de la política exterior corresponde al Gobierno. Sus decisiones fueron además respaldadas por la mayoría del Parlamento. La izquierda se movilizó contra el Gobierno y a punto estuvo de llevar al Partido Popular a la clandestinidad ante la imposibilidad de llevar a cabo su actuación con plena libertad. Más tarde, en la madrugada del 14 de marzo, la Junta Electoral Central declaró ilegales las concentraciones ante las sedes del Partido Popular promovidas por gentes de la autollamada progresía con la aquiescencia complaciente de los partidos de izquierda. No pasó nada. Al contrario, se llegó a acusar al PP de intentar un golpe de Estado, al propiciar la suspensión de las elecciones en una iniciativa inconstitucional felizmente abortada por el rey. Y no pasó nada. Nadie exige a la izquierda patente de democracia. A nosotros se nos exige a cada instante resistir la prueba del algodón democrático.
 
En cualquier caso, tiene razón Eduardo Zaplana cuando ha abogado en el Club Liberal de Cádiz por mantener al PP en una posición de centro-reformista. Así se definió por cierto el partido en su último Congreso. Su ideología no cambió en relación con los postulados defendidos por Aznar cuando accedió a la presidencia del partido. Nada de cuanto ha dicho y hecho en este año de oposición se ha apartado un ápice de aquéllos. Al frente del partido se encuentra un político caracterizado por una gran moderación en la forma, que es característica esencial del centrismo. A mayor abundamiento, en el Congreso de los Diputados, principal escaparate de la actuación de los grupos políticos, la dirección del Grupo Popular está encomendada a quien con tanto acierto defiende el centrismo-reformista. Estamos, pues, lejos de cualquier involución conservadora, por más que se empeñen quienes distribuyen tales calificativos a personas que hasta ahora han tirado del carro popular con mejor o peor fortuna, pero con total fidelidad a su proyecto político.
 
Los ciudadanos –y el 11-M– nos llevaron a la oposición. Esto obliga, por pura necesidad, a la confrontación política, pues ser centrista no significa carecer de ideas ni de convicciones. El centrismo requiere practicar el buen talante, y por lo tanto estar siempre dispuesto al diálogo y a la concertación, con renuncia a cualquier intento de imposición dogmática. Algo que no practica en demasía quien tanto presume de tenerlo hasta el punto de autodefinirse como “Gobierno talante”. El centrista respeta las reglas del juego y acata las decisiones de la mayoría, y si no le gustan trabajará sin desmayo, democráticamente por supuesto, hasta conseguir su revisión.
 
Pero ser centrista no significa permanecer impasible frente a la corrupción y los abusos del poder, o mirar hacia otro lado cuando se ofende sin necesidad ni causa a sectores y colectivos dignos del mayor respeto y consideración,  o cuando se practica una política sectaria al hacer tabla rasa de lo anterior, pisoteando el amplio consenso político y social alcanzado en el pasado, o, sobre todo, cuando se promueven de forma irresponsable reformas capaces de poner patas arriba todo el edificio constitucional español para dar satisfacción, por mantenerse en el poder, a quienes no tienen otra obsesión que conseguir la destrucción de España. 
 
El centrista no es un ser ambiguo, amorfo, voluble, pragmático, amigo de la componenda y del “qué más da” para evitar complicaciones. Ha de defender con firmeza sus principios, buscando siempre la verdad y la justicia, y rechazar cualquier comportamiento políticamente indigno y éticamente reprobable.
 
Pertenecer al Partido Popular o colaborar con él, sobre todo en la oposición, es comprometido. La maquinaria de la propaganda gubernamental es poderosa y eficaz. Cuando dispara, su artillería mediática es temible y más si el blanco es débil, temeroso, pacato o mojigato.
 
Ahora esa maquinaria está empeñada en dar cobertura al cierre de la Comisión del 11-M. La postura del PP, dicen, es errónea y además suicida. Sólo intenta lavar la cara de su mentira e imprevisión. Pues bien, ser centrista no puede consistir en recibir palo tras palo sin dar respuesta adecuada y aceptar, sin parpadear, el triunfo de la falsedad y de la mentira. Negarse a investigar es un escándalo que no puede contar con la complicidad del PP.
 
El Partido Popular hará mal en desviarse de la trayectoria centrista y reformista impulsada en su día por José María Aznar. Por este motivo debe defender en todo momento y ocasión la unidad de la nación y la soberanía del pueblo español;  propugnar la existencia de un Estado fuerte y eficaz –la frase es de Jordi Pujol-, capaz de garantizar la igualdad básica de todos los españoles; y huir de todo planteamiento jacobino al apostar sin reserva alguna por el derecho al autogobierno de las Comunidades Autónomas y de la solidaridad entre todas ellas. Si por sostener todo eso, es decir, por proclamar la validez de una de las Constituciones más progresistas y avanzadas del mundo, a quienes compartimos su proyecto político nos llaman conservadores habremos de soportar tan injusta acusación con nuestro mejor talante, pero sin complejo alguno, como corresponde al centrismo popular.

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