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Jaime Ignacio del Burgo

España y el desarrollo autonómico

Treinta años es un periodo de tiempo suficiente como para hacer una evaluación del proceso autonómico. Y el panorama actual no puede ser muy alentador desde el punto de vista de la cohesión nacional.

Publicamos en cuatro entregas el documento elaborado por Jaime Ignacio del Burgo, diputado de UPN-PP, con motivo de la celebración de la Conferencia Política del Partido Popular celebrada en Madrid para tratar del modelo de Estado y la reforma constitucional los días 29 y 30 de noviembre de 2007.

Lo primero que se debe hacer, y será lo primero que hagamos en el Gobierno: Construir un Nuevo Consenso que nos devuelva la estabilidad perdida.

Este Nuevo Consenso debe dejar establecido:

  • Lo primero de todo, que España no alberga más que una sola nación, una gran nación de ciudadanos libres e iguales en derechos y obligaciones.
  • Que el Estado de las Autonomías es el que recoge la Constitución, no sólo en su Título VIII, sino en toda ella, especialmente en lo que se refiere a los derechos de los ciudadanos y a los principios constitucionales de unidad, de igualdad y de solidaridad.
  • Que urge una reforma constitucional limitada para corregir los defectos de funcionamiento de nuestro sistema. Necesitamos que concluya esta subasta de transferencias que no tiene más razón de ser que las conveniencias políticas del momento ni más objetivos que el desmantelamiento del Estado. El modelo autonómico no puede estar permanentemente abierto. Han de garantizar la existencia de un Estado viable y ello exige fijar un núcleo básico de competencias del Estado que sean intransferibles.
  • Conviene establecer en las Cortes mayorías de dos tercios para todas las reformas que afecten al bloque constitucional o a las principales instituciones del Estado. No es razonable que hoy se exijan dos tercios para elegir al Consejo de Radio Televisión Española y, en cambio, un Estatuto de Autonomía se apruebe por mayoría simple.

Mariano Rajoy en el discurso de clausura de la Convención Política del Partido Popular celebrada en Madrid los días 16, 17 y 18 de noviembre de 2007. 

La Constitución española de 1978 fue fruto del consenso entre todas las fuerzas políticas elegidas en las primeras elecciones libres celebradas en España tras la instauración de la democracia. La alternancia política es consustancial con la democracia y, en consecuencia, la confrontación Gobierno-oposición está en la esencia del sistema democrático. Sin embargo, el espíritu de consenso debe prevalecer por encima de las legítimas diferencias entre los partidos cuando se trata de desarrollar las leyes que conforman el llamado "bloque de constitucionalidad". (Estatutos de autonomía, regulación de las instituciones constitucionales –Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial, Tribunal de Cuentas, etc.-, y las leyes reguladoras del ejercicio de los derechos y libertades fundamentales) y mucho más si se pretende reformar la Constitución.

En 2008 nuestra Ley de Leyes cumplirá treinta años de vigencia ininterrumpida. España ha alcanzado durante todo este tiempo un alto grado de progreso y de bienestar social. Y lo ha hecho en el marco de un sistema político plenamente democrático, donde los derechos y libertades fundamentales se encuentran garantizados por el Estado.

La estabilidad política de la que ha disfrutado España es directa consecuencia del acierto de la Constitución como marco de convivencia. Desde el punto de vista de la organización territorial del Estado, los constituyentes tomaron una decisión de enorme trascendencia: sustituir el viejo Estado centralista por otro respetuoso con el derecho a la autonomía de los diversos pueblos de España (nacionalidades y regiones). Ahora bien, dejaron meridianamente claro en el texto constitucional que la soberanía es única e indivisible y que su titularidad corresponde al pueblo español en su conjunto. Afirmaron la unidad de la nación española –patria común de todos los españoles–, considerándola nada menos que como el fundamento mismo de la Constitución. España es, por lo tanto, una nación de ciudadanos libres e iguales.

En consecuencia, el Estado español, que no es otra cosa que la personificación jurídica de la nación, tiene una serie de funciones irrenunciables para garantizar el cumplimiento de los grandes objetivos nacionales. Esto exige la atribución al Estado de la posibilidad de llevar a cabo políticas comunes a todos los españoles para asegurar el libre ejercicio de las libertades y derechos fundamentales y la igualdad básica de todos ante la ley y en el disfrute de los derechos sociales propios de lo que se ha dado en llamar el Estado de bienestar. No en vano la Constitución proclama en su artículo 1º que España se constituye en Estado democrático y social de Derecho y establece como valores esenciales de su ordenamiento jurídico la libertad, la igualdad, la justicia y el pluralismo político. España forma parte como miembro de pleno derecho de la Comunidad internacional, ante la que es el Estado español y nadie más quien debe asumir la representación de los intereses de todos sus ciudadanos.

Por otra parte, la Constitución quiso –y consiguió– acabar con el centralismo del Estado. No se trataba de una mera opción organizativa basada en la conveniencia de acercar la Administración a los ciudadanos –que también–, sino que el reconocimiento del derecho a la autonomía era una exigencia congruente con la idea de España plasmada en la Constitución.

El título VIII fue una apuesta decidida de los constituyentes, aunque arriesgada, porque no resultaba fácil armonizar la existencia de un Estado fuerte y eficaz con la irrupción de comunidades autónomas dotadas de un amplio poder político. Esta es la clave de la profunda transformación del Estado operada en virtud del ejercicio del derecho a la autonomía que en modo alguno puede confundirse con un modelo de descentralización administrativa. En consecuencia, el Estado dejó de tener el monopolio del poder político desde el momento en que las Comunidades Autónomas ostentarían potestades legislativas capaces de producir innovaciones del ordenamiento jurídico en el ámbito de su respectivo territorio.

Los constituyentes podían haber optado por un modelo rígido y uniforme de reparto del poder político definiendo con toda claridad las competencias atribuidas al Estado y las reservadas a las comunidades autónomas. Pero no lo hicieron. Es verdad que en el artículo 148 de la Constitución se relacionaron las competencias exclusivas de las comunidades autónomas. Pero, a la hora de definir en el artículo 149 las competencias exclusivas del Estado, se atribuye en muchos casos a las comunidades autónomas el desarrollo legislativo o la ejecución de las bases de ordenación o de la legislación básica del Estado. Por otra parte, al amparo de la facultad de dictar las bases de ordenación de la economía o de otras materias, el Estado ha intervenido en materias de la exclusiva competencia autonómica. Todo ello provocó, sobre todo en un principio, una fuerte conflictividad entre el Estado y las comunidades autónomas obligando al Tribunal Constitucional a ejercer su función de intérprete de la Constitución para definir el alcance de las respectivas competencias.

Por otra parte, la Constitución no sólo no definió el mapa autonómico sino que estableció varios procedimientos para la creación de comunidades autónomas que llevaban aparejado un distinto grado de autonomía. Y así, el País Vasco, Cataluña y Galicia, por haber plebiscitado durante la Segunda República un Estatuto de autonomía, pudieron acceder a la autonomía máxima prevista en la Constitución desde el primer momento (mal llamadas por esta causa "comunidades históricas), y Andalucía que en 1980 consiguió superar toda una carrera de obstáculos del artículo 151, consiguieron acceder al máximo grado de autonomía. El resto de las Comunidades –salvo Navarra, que en 1982 pactó con el Estado el Amejoramiento de su Fuero histórico– accedieron al primer estadio autonómico a través del artículo 143 y habrían de esperar bastante tiempo hasta conseguir la reforma de sus Estatutos para equipararse con las Comunidades del artículo 151.

Para complicar aún más las cosas, la Constitución reconoció la existencia de algunos "hechos diferenciales" de los que se derivaban la atribución de competencias específicas, como la existencia de una lengua propia, la insularidad o la foralidad histórica.

Esta es la razón por la que se habla del "proceso autonómico" que, en teoría, habría debido de culminarse con la equiparación de todas las Comunidades con la atribución de las competencias previstas en el artículo 149 de la Constitución. Pero no ha sido así. Porque hay en la Constitución un artículo –el 150,2- que ha impedido el cierre del modelo autonómico al permitir que la delegación o transferencia a las Comunidades Autónomas de competencias no estatutarias que "por su naturaleza" sean susceptibles de transferencia o delegación. Como nadie sabe cuáles son tales competencias, este precepto constitucional se esgrime por los nacionalistas para justificar el desbordamiento de las competencias estatutarias.

Pues bien, treinta años es un periodo de tiempo suficiente como para hacer una evaluación del proceso autonómico. Y el panorama actual no puede ser muy alentador desde el punto de vista de la cohesión nacional que requiere de la existencia de un Estado fuerte y eficaz con el que habían soñado los constituyentes.

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