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Javier Gómez de Liaño

Con los debidos respetos

Altos y no tan altos funcionarios del antiguo CESID, condenados por la Sección XV de la Audiencia Provincial de Madrid –sentencia confirmada después por el Tribunal Supremo (TS)– por escuchar ilegalmente al Rey, a políticos, periodistas y empresarios, han visto como el Tribunal Constitucional (TC) les ha dado la razón cuando decían que los jueces que les juzgaron no habían sido neutrales, al haber dictado, antes de la sentencia, una resolución –la de ordenar que se investigaran los hechos– que les contaminaba o, lo que es igual, comprometía su imparcialidad.
 
No voy a entrar, claro está, en consideración alguna sobre los hechos objeto de enjuiciamiento ni tampoco en cual sería la resolución más justa, pero sí voy a hacer, y en voz alta, una reflexión acerca de un aspecto del asunto que entiendo más que preocupante.
 
Hace poco más de tres meses, el mismo TC que acaba de estimar el recurso del señor Manglano y de otros imputados, denegó el amparo en un supuesto bastante más “contaminado” que éste, pues los jueces, durante la instrucción y en una fase intermedia, habían confirmado el procesamiento del recurrente y abierto el juicio oral, decisiones ambas que, aparte la descarada parcialidad subjetiva de uno de ellos, permitían suponer, sin margen de duda, que la sentencia sería como, efectivamente fue, condenatoria con todos los pronunciamientos desfavorables.
 
Así las cosas, ante supuestos tan iguales y, sin embargo, con sentencias tan distintas, uno se pregunta: ¿Cómo explicar que tantos jueces lleguen a conclusiones contradictorias y chocantes? ¿Se equivocaron los jueces de la Audiencia de Madrid y los del Supremo? ¿Se confundieron los del Constitucional que rechazaron el amparo en el primer asunto, o, por el contrario, el desatino es obra de quienes ahora lo han concedido?
 
Tengo por seguro que alguno o algunos de esos jueces erraron, aunque, la verdad sea dicha, a mí me parece que bajo esa danza de togas lo que subyace es la idea –ignoro si frívola, disparatada e incluso retorcida– de que la justicia ha dejado de ser aquella virtud que anida en las voluntades de los hombres obligados a ser justos, y que hay casos de sentencias inspiradas no en razones jurídicas sino en motivaciones aritméticas o proporcionales a la política, al dinero y al poder. Cuando esto sucede, el resultado ya se sabe: los tribunales se cubren de desprestigio y la gente, harta y asqueada, huye de la justicia como gato escaldado.
 
Nota: Como quiera que quien esto escribe es el sujeto pasivo de la desigualdad objeto de comentario, quede claro que todo lo dicho lo es con los debidos respetos y en estrictos términos de defensa.

Javier Gómez de Liaño. Abogado y magistrado excedente

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