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Javier Gómez de Liaño

¿Es necesaria la prisión perpetua?

Hace demasiado tiempo que el terrorismo tiñe de luto al país. La gente está harta y son muchos los que claman por endurecer las penas para estos crímenes, empezando por la cadena perpetua.

No soy nadie para aconsejar a nadie y menos para enmendar la plana a nadie, pero mi opinión es que no es bueno legislar a golpe de emociones y sentimientos. Para empezar, debe quedar claro que el Código Penal vigente –el aprobado en 1995- contempla la pena de treinta años de prisión real y efectiva (arts. 78 y 572), cosa que no se da en aquellos países europeos que tienen cadena perpetua, y cosa, por cierto, que no ocurría con el anterior Código –el de 1973-, donde una pena de treinta años de reclusión mayor, entre redenciones, beneficios penitenciarios y remisiones condicionales llegaba, como mucho, a diecisiete años de cumplimiento real. No nos engañemos, ni engañemos. Por citar un ejemplo: Francisco Múgica Garmendia, alias “Pakito”, el de “todos sois Tagle” y condenado, hasta el momento, a más de 150 años de cárcel, merced a que los hechos por lo que está siendo juzgado se cometieron bajo la vigencia del Código anterior, en aplicación también del principio de irretroactividad de las leyes penales menos favorables y en función de los derechos penitenciarios adquiridos al amparo de aquella legislación, podrá ver la calle en el 2015 o el 2020. Por el contrario, esto no sucederá con los que asesinaron al fiscal Luis Portero, al concejal Martín Carpena o al magistrado Francisco de Querol, a su escolta y a su conductor.

Mi impresión es que la implantación de la cadena perpetua sería una muestra de lo que en la ciencia penal se conoce con el nombre de Derecho penal simbólico, que consiste en dictar, a bote pronto, una serie de leyes, casi de emergencia, que sirven para tranquilizar a la opinión pública frente a fenómenos que causan alarma –ayer el tráfico de drogas, hoy el terrorismo, mañana la violación-. Pero, como han escrito grandes pensadores del Derecho, el clamor social para que el Estado actúe con nuevos instrumentos jurídicos frente a un mal que nos agobia, sabiendo de antemano que con aquellos no se alcanzará el objetivo deseado, es una falsa creencia de que el Derecho penal puede resolver realmente estos problemas. Yo, más modestamente, creo que todo Derecho coyuntural –o de gestos-, a corto plazo puede ser tranquilizador, pero a largo plazo, no. Al revés que Radsbruch, se me ocurre si al tiempo que intentamos mejorar el Derecho penal, no deberíamos buscar algo mejor que el Derecho penal.

Voces más autorizadas que la mía consideran que la cadena perpetua tiene cabida en la Constitución. Sin embargo, opino que, atendidos los artículos 15 y 25 del texto constitucional, para introducir la prisión perpetua en la escala de penas de nuestro Código Penal sería preciso acudir al procedimiento del artículo 168 de la Constitución; es decir, una iniciativa legislativa aprobada por 2/3 de cada cámara, disolución de las cortes, ratificación de esa iniciativa y aprobación de la reforma por las nuevas cortes y, en su caso, referéndum nacional.

Las leyes penales no pueden hacerse a impulsos del corazón ni asentarse sobre bases extrañas al Derecho. El terrorismo, ese crimen que, según Goethe, el hombre comete para ser más bestial que cualquier bestia, no precisa ser castigado con la cadena perpetua; con encerrar a sus responsables durante el tiempo exacto que marca la ley y con dispensarles un régimen y un tratamiento penitenciario adecuado, sin excepciones ni privilegios, es suficiente.

La justicia es noción fría y la prudencia su mejor virtud. Por mucho que los terroristas nos calienten los cascos, mejor es que aplaquemos la ira y embridemos el ánimo. Mientras nuestros corazones palpiten a ritmo tan acelerado y sintamos la pena que nos producen nuestros conciudadanos muertos, sus huérfanos y sus viudas, sería conveniente aplazar la cuestión del “si o no a la cadena perpetua” y aplicar con destreza, mano segura y pulso firme las herramientas con las que contamos que, como digo, ni son pocas ni endebles.

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