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Javier Somalo

El farol del 155

Este artículo de la Constitución se ha revelado como un ogro, el coco al que se alude a sabiendas de que, al final, nunca viene.

Suscribo de principio a fin el artículo de Alfonso Guerra en la revista Tiempo titulado "Elecciones trucadas" sobre Cataluña y el cumplimiento de la ley en su doble y necesaria vertiente: cumplir y hacer cumplir, sin alternativas.

Pero, ¿de dónde viene esta especie de "LOAPA invertida" de Cataluña como un día expresó el propio Guerra, es decir, el blindaje del gobierno autonómico sobre el nacional? Pues de los sucesivos gobiernos nacionales desde Adolfo Suárez –ni mucho menos el más culpable– hasta Mariano Rajoy. Procede, de hecho, de aquella misma LOAPA que se declaró en su práctica totalidad inconstitucional pese a emanar de la propia Constitución y que jamás llegó a asomarse al BOE tras una magistral carambola que marcó la transición de la UCD al PSOE.

Alfonso Guerra, además de razón, tiene un grave problema. ¿La Ley? Pero, ¿de quién fue la idea de que era mejor repartirse a los jueces entre los políticos? ¿Quién presumió de oficiar el funeral de Montesquieu? De haber incluido ese mea culpa, el artículo de Guerra habría sido tan redondo como increíble. Es cierto que el socialista parece arrepentido de haber votado a favor del Estatuto catalán que consideró "cepillado" por el Tribunal Constitucional al que ahora encargarán que haga el trabajo del Gobierno pero el caso es que cada vez que estos arrepentidos tuvieron la oportunidad pusieron su piedrecita en el muro. Opinan en contra, actuaron a favor. Los políticos de izquierda y derecha que lloran la leche derramada y que ahora, por comparación, brillan más que antaño fueron los artífices y son los responsables.

El texto de Alfonso Guerra es incompatible con su no tan antigua actuación política; su arrepentimiento –si lo hubiera– ya no tiene consecuencias. Si acaso, podría contribuir a que la defensa de la unidad de España no sea cosa de derechas o izquierdas sino de sentido común. Pero como por aquí flaquea, es mejor pedir a James Cameron o a Angela Merkel que promocionen la cosa del imposible encaje de una Cataluña no española… en Europa.

Sin embargo, lo importante no es la opinión reciente de Alfonso Guerra sino la actuación del Gobierno del PP respecto a ese "anuncio de un verdadero golpe de estado" del que habla –es el último en hacerlo– el socialista.

Tienen miedo a la ley aquellos que deben aplicarla en vez de los que la violan. Se temen sus efectos como El País temía a George W. Bush el 11-S, el mismo día en el que cayeron las torres sobre miles de personas, sobre el mundo entero, en realidad. Buscan atajos, parapetos, escondrijos con tal de no imponer la Constitución a un régimen asentado, y orgulloso de estarlo, en la más profunda ilegalidad. Hay sensación de culpa aunque, por lógica, cuanto más grave sea el delito más dura ha de ser la ley. Pero contra los faroles, órdagos.

Son legión los que han tratado de equiparar el artículo 155 de la Constitución con una columna de tanques. Puede que haya tanques en La Diagonal pero están en el punto de partida no en el destino. Y vistas las intenciones de las plataformas y asambleas que pretenden y se arrogan la construcción nacional catalana –con presupuesto–, ni siquiera estoy recurriendo a una metáfora. Golpe de Estado, dice Guerra… es el último en decirlo.

Cuando la ley pierde su carácter disuasorio deben desencadenarse las consecuencias, ni más ni menos que las derivadas de su aplicación. Y, sin embargo, llegados al punto de imposible retorno, el Poder prefiere deslegitimarla proponiendo –imponiendo– una reforma absolutamente innecesaria. No hace falta prohibir el robo de coches rojos, ni siquiera el robo de coches. Lo que está prohibido es robar. Se pueden acordar leyes y es preceptivo debatirlas más o menos en su fase de elaboración pero en su aplicación, en su cumplimiento, no caben acuerdos ni debates como los que llevamos sufriendo hace décadas con el nacionalismo. Está claro: el artículo 155 de la Constitución española se ha revelado como todo un farol, un ogro, el coco al que se alude a sabiendas de que, al final, nunca viene. Y los nacionalistas de derechas que han gobernado España con izquierdas y derechas lo saben muy bien.

Descubierto el farol y con tal de no abrir la Constitución por la página adecuada, la salida del PP ante la encerrona ha sido delegar su responsabilidad de gobierno en el Tribunal Constitucional a través de una reforma que, dicen, refuerza los mecanismos de éste ante un eventual incumplimiento, como si la violación por parte del gobierno de Cataluña estuviera inédita, por venir. "Es bueno", ha dicho esta semana la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, "que nadie tenga la intranquilidad" de que se desoyen los dictamines del Constitucional. O sea, que además de que hasta ahora los dictámenes eran oídos y religiosamente observados, los instrumentos del Estado de Derecho en caso de sordera eran insuficientes. "Mentira", respondió ya en su práctica retirada, Rosa Díez. Pues sí, mentira y doble.

Dentro de los que estamos en contra de la improvisación del Gobierno predominan aquellos que critican que se haga en periodo electoral, con protagonismo del candidato gubernamental a las elecciones catalanas Xavier García Albiol, por la vía de urgencia y con rodillo parlamentario. Crítica formal, acuerdo en el fondo. Lo más grave es que se abre un camino innecesario con tal de no transitar por el marcado legalmente. Es todo lo contrario a cumplir y hacer cumplir la ley. Es dejación de funciones, vaya. Huelga decir que si Rajoy hubiera decidido aplicar la ley como procede, el PSOE de Pedro Sánchez tampoco habría estado a su lado y si no, que Guerra pregunte al galán por el 155 y no espere un segundo para verlo huir.

"Ya era hora de que [Rajoy] hiciera algo", dicen, por el contrario, los que apoyan la medida de Rajoy. Quise percibir ese cambio cuando el presidente dejó de decir "eso no va a pasar" –mientras pasaba e incluso después– para atreverse a decir que "lo vamos a impedir". Pero ni por esas: "La independencia no se va a producir", ha dicho este mismo viernes su vicepresidenta acompañando la sentencia, como acostumbra, con un remangue de chaquetilla y sin sonrojarse por caer en la terminología nacionalista de colonia y metrópoli. El caso es que, acostumbrados al silencio, al pelotón, al paso del tiempo, los dubitativos se abrazan a Rajoy porque hace algo, no porque sea lo correcto.

La semana que viene arranca el aquelarre de la Diada que abre la campaña electoral catalana. Pase lo que pase será determinante para las generales sobre todo en lo que respecta al partido de Albert Rivera que, ahora sí, se somete a escrutinio nacional consciente de que la Cataluña que le animó a entrar en política es una cuestión de Estado. Quizá por eso, Mariano Rajoy quiera apartar el cáliz hasta Navidad, para conservar lo que más aprecia: tiempo.

Las elecciones se vienen, las elecciones se van… y muchos en Génova creen que como sean el 20 de diciembre acabarán coreando el estribillo completo: "y nosotros nos iremos y no volveremos más".

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