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Javier Somalo

España como campaña

Si de reflexionar se trata, digamos que hemos asistido a una campaña sucia de pensamiento, palabra, obra y omisión. Entre partidos y dentro de cada partido. Las bodegas del Titanic fueron un tórrido secarral al lado de las filtraciones que hemos visto, oído y leído en las últimas semanas y la actividad electoral se ha pergeñado en ministerios, despachos, tribunales, comisarías y redacciones. Ha sido más barriobajera que callejera.

Pero la campaña electoral no empezó hace quince días sino hace justo un año, en mayo de 2014, con la abrupta irrupción de Podemos y el severo castigo al bipartidismo en las elecciones europeas. Y lo peor es que tampoco acabó este sábado ni acabará en La Moncloa, allá por el otoño o el invierno. Esta es la campaña de Sísifo, condenado al tormento de empujar ladera arriba una gran piedra que, poco antes de llegar a la cima, cae rodando ladera abajo, de nuevo al valle de partida. Eternamente. Durante la campaña más larga jamás vivida abdicó un rey ante un Gobierno débil que le permitió todo y nada bueno le sugirió, dimitió un líder de la oposición, cundió hasta la náusea la corrupción, se convirtió a periódicos en sede política, rodaron cabezas molestas, se practicaron detenciones de telediario y se abandonó por completo la idea que el poder está al servicio del ciudadano.

Puede que las cosas cambien cuando nos toque elegir a los titulares que han querido pasar por teloneros: Albert Rivera, Mariano Rajoy, Pedro Sánchez o Pablo Iglesias. ¿Será ese el cartel? De momento, nadie se atreve a dibujarlo al completo.

Sufrido el caso andaluz que, como preveíamos, nos ha llevado en volandas a las municipales y autonómicas sin boda y sin novios, también es posible que nos plantemos ante las elecciones generales sin saber de qué pie cojea cada cual. Si la prudencia –o picaresca– ha evitado que los partidos se retrataran con Susana Díaz figúrense lo que puede pasar tras las autonómicas, en la bocacalle de las generales. Si los resultados electorales acaban siendo lo ajustados que parecen preparémonos para el día de la marmota andaluza, las mociones de censura, los transfuguismos y toda suerte de navajeo post y pre electoral y de nuevo post y, ya digo, así como Sísifo.

También puede que empiece a resolverse el grave problema del candidato troyano, inevitable sobre todo en formaciones políticas bisoñas. Además del enorme gasto, la hipertrofia normativa y la perversa burocracia –corrupción– que genera, el problema de tener 8.122 ayuntamientos es que cualquier partido necesita una tropa de seguidores dispuestos a encabezar a otra tropa de concejales. Junto a los 8.122 alcaldes, se presentan 67.640 concejales más otros 4.000 entre alcaldes pedáneos, diputados provinciales y consejeros de cabildos insulares. En total, 79.912, redondeando 80.000 personas metidas en listas locales. Añádase lo que significan las 13 comunidades autónomas que se someten a elecciones. Es imposible que formaciones como Ciudadanos, Podemos, VOX o UPyD conozcan el pedigrí de todos sus candidatos pero es indiscutible que habrá una gran purga a partir del lunes. Curiosamente, en el PP y el PSOE algunos han querido que esa limpieza empezara con los propios resultados electorales: a ver quién puede caer que a mí me despeje el camino. Empujoncitos, vaya.

A partir del lunes se la juegan Rajoy, Sánchez, Rivera e Iglesias. Incluso es posible que Rosa Díez –y si no, algún valor en alza en UPyD– quiera replantearse errores garrafales. Salvo en Madrid –o sorpresa mayúscula–, creo que el voto nacional no coincidirá con el autonómico y aún menos con el de ayuntamientos pequeños, que son muchos. Por mucha autonomía que haya, el español es presidencialista y ansía saber quién será el próximo inquilino de La Moncloa. Mañana tocará hablar de España pero de momento, entre todos, sólo han conseguido una cosa: convertirla en una chabacana campaña electoral. A ver cuánto queda de ella para el invierno.

En España

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