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Jeff Jacoby

¿Obama el reconciliador? Para nada

Obama ha optado repetidamente por la puñalada por la espalda. Ha fomentado las divisiones que prometió cerrar, y rebajado el tono político que prometió elevar. Con bilis nixoniana, alimenta la hoguera de los agravios.

"He visto muchas pancartas durante esta campaña", dijo Richard Nixon la jornada posterior a salir elegido presidente en 1968. "Pero la que más me conmovió fue la que vi en Deshler, Ohio, al final de un largo día de actos electorales... Un adolescente sostenía una pancarta: 'Reúnenos'. Y será el gran objetivo de esta administración desde el primer momento: reunir al pueblo estadounidense".

Nixon había comenzado a utilizar la fórmula "Reunirnos" un par de semanas antes, después de que uno de sus ayudantes reparase en el joven de la pancarta. Parte del personal de campaña se enamoró tanto del gancho, recordaría más tarde el asesor electoral William Safire, que se quería convertir en la temática del discurso de la investidura. El deseo de ver a un presidente entrante como un reconciliador, un sanador de la división nacional, constituye una vieja tradición norteamericana, en especial en momentos de conflicto político y crispación.

Pero no hace falta decir que Nixon no cerró la brecha. Es más, la vida cotidiana estadounidense se volvió bajo su mandato todavía más crispada. Y echando la vista a su presidencia hoy –a las listas de enemigos y a los fontaneros de la Casa Blanca, a la indignación del vicepresidente dimitido Spiro Agnew y a los trucos sucios electorales– nadie puede calificar su promesa de "Reunirnos" sino de fiasco cínico.

¿Diremos algo parecido de Barack Obama?

A diferencia de Nixon, Obama no esperó hasta dos semanas antes de las elecciones para encabezar una plataforma de reconciliación. Desde el primer momento, su promesa de elevar la tónica del diálogo público, de desactivar rencores e indignación que hacían tan tóxica la vida política moderna, constituyó un pilar central de su campaña presidencial.

"Yo no quiero enfrentar a la América conservadora con la América de izquierdas", aseguraba Obama a una entusiasta audiencia de Iowa en noviembre de 2007. "Yo quiero ser el presidente de los Estados Unidos de América". Una razón de postularse a la Casa Blanca, decía en enero de 2008 a los editores del Boston Globe y a la prensa, era restañar un sistema político que se había quedado "colgado dentro de este patrón profundamente polarizado". Él prometía un tono nuevo: "Yo no voy a demonizar a nadie porque discrepe... No creo que los Demócratas tengan el monopolio del sentido común". En un elogiado discurso racial aquella primavera –discurso titulado "Una unión más perfecta"– Obama ofrecía una elección a los estadounidenses: "Podemos aceptar una política que alimente la división y el conflicto y el cinismo.... O en este momento, en estos comicios, podemos cerrar filas y decir: 'Esta vez no'".

Una y otra vez, Obama prometía lo que prometió Nixon: unir a los estadounidenses. Aquella promesa –menos crispación y menos partidismo, más cooperación y buena disposición– conectaba con la esencia de su candidatura. Y la noche de su elección, ante una nutrida audiencia reunida en el Grant Park de Chicago, lo subrayaba: "Resistámonos a la tentación de caer en el mismo partidismo y crispación e inmadurez que ha envenenado durante tanto tiempo nuestra política".

Pero lejos de resistirse a esa tentación, pocas veces Obama ha pasado por alto una oportunidad de entregarse de ella. El presunto reconciliador azuza la envidia y el resentimiento, demoniza a los que discrepan de sus opiniones y agrava las tensiones partidistas, raciales y sociales del país.

De acuerdo, Obama se enfrenta a una oposición política feroz. Y el Partido Republicano no anda falto de cínicos ni de fanáticos. Pero los presidentes juegan un papel extraordinario en la vida cotidiana norteamericana; el tono que marcan afecta a la cultura política entera. Es esto lo que hace tan desafortunado que el candidato que iba a encarnar la esperanza y la educación bipartidista sea a estas alturas un recuerdo. En su lugar tenemos a un presidente que resume el plan económico de los Republicanos así: "Tengamos un aire más contaminado, un agua menos potable, menos gente con seguro médico". El candidato que entendía que su formación no tenía el monopolio del sentido común difama ahora a los que difieren de su agenda a cuenta de su "darwinismo social mal disfrazado" que es "contrario a nuestra historia entera de tierra de oportunidades".

Desde animar a los votantes latinos a "castigar a nuestros enemigos y... recompensar a nuestros amigos" a informar con segundas intenciones a los votantes que "yo no soy el que nació con una cuchara de plata en la boca" pasando por poner a caer de un burro a un policía de Cambridge o criticar a aseguradoras y petroleras, Obama ha optado repetidamente por la puñalada por la espalda. Ha fomentado las divisiones que prometió cerrar, y rebajado el tono político que prometió elevar. Con bilis nixoniana, alimenta la hoguera de los agravios. Nixon salió reelegido; puede que Obama salga también. Pero no es probable que los estadounidenses que en 2008 imaginaron estar votando a un reconciliador en jefe vuelvan a cometer ese error de nuevo.

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