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Jesús Fernández Úbeda

La niebla

Un ecléctico que vive lejos quiere saber qué narices está ocurriendo en Cataluña, cuál es la rutina del hombre de la calle.

Pongamos, sí, eso es, pongamos que se llama Joana, como la primera esposa de Ausías March, para guardar, así, una identidad que no interesa/conviene desvelar. Es joven, guapa, lista. Se merece un príncipe o un dentista, que cantaba Lichis. Es catalana y –conjunción copulativa, importante- española. Quiere seguir siéndolo.

Paseamos por el centro de Barcelona pocas horas antes de que se confirme que Giménez Bartlett es la última ganadora del Planeta. Joana ejerce de Virgilio: esto es la plaza de Cataluña, y esto la rambla no sé cuál, y por aquí nació Serrat, y nunca he entrado en la Sagrada Familia, y cerca está el barrio judío, que es pequeñito. Varias decenas de personas se concentran frente a la sede de la Generalidad. Lucen canas, esteladas y una bandera negra que no conseguimos identificar –preparado para recibir el reproche de un tuitero ilustrado en tres, dos...

Nos sentamos en una terraza, pedimos dos cañas –qué cara es la cerveza en Barcelona, oyes, y encima no ponen tapa-, y hablamos de trabajos, de Umbral y de Gil de Biedma, de Madrid, de religión, etcétera. Le pregunto por lo que se está cociendo en Cataluña, su tierra. Porque en los periódicos aparecen unas cosas de "ay, madre", y, claro, entre que, por un lado, uno vive a seiscientos kilómetros, y, por otro, se define como ecléctico, quiere saber, de primera mano, de alguien de confianza, qué narices está ocurriendo en esta bendita región, cuál es la rutina del hombre de la calle.

Entonces, Joana lamenta que una ideología primitiva y absurda se haya adueñado de una de sus dos lenguas y que esté conquistando su ecosistema. Me cuenta que personas razonables han sido absorbidas por una burbuja propagandística infumable desde un punto de vista intelectual; que no es un mito eso de que haya familias que no tocan "el tema" por no discutir; que la mayor parte de sus amigos son "indepes" y que a ella la llaman "radical" por defender el Estado de Derecho; que el castellano se enseña de un modo marginal, que se considera "la lengua de la plebe", como cuando en la Antigua Roma distinguían el latín del griego, y que, por ello, la tropa comete unas faltas ortográficas y/o gramaticales del copón. En definitiva, me dice que la niebla del nacionalismo es densa, asfixiante, molesta. ¿Queda algo bueno en todo esto? "Lo bonito", responde, es que, al menos, la resistencia civil ha creado un núcleo sólido y valiente, en el que todo el mundo sabe quién es todo el mundo y en el que prima el compadreo y la catarsis.

Mientras nos despedimos, me fijo en un edificio infestado de esteladas, e imagino su ascensor como un círculo posmoderno del Infierno de Dante, con dos vecinos cantando las glorias de Junts pel Sí como quien en Granada, Valladolid o La Coruña habla del tiempo. "Los nacionalismos, ¡qué miedo me dan!" (Bunbury).

En fin, qué bueno fue verte.

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