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Jesús Gómez Ruiz

El impuesto más injusto

Los impuestos sobre las herencias son casi tan antiguos como la civilización, y su función siempre fue exclusivamente recaudatoria; es decir, sólo eran una fuente más de financiación de los gastos del Estado, y sus tipos de gravamen eran bastante reducidos (por ejemplo, en la antigua Roma, el impuesto sobre la herencia era del 5 por ciento). Los economistas y hacendistas del siglo XIX sabían perfectamente que los altos gravámenes en este impuesto –así como también en los que gravan la renta y el patrimonio– provocan la destrucción del capital y desincentivan su acumulación, con las consecuencias negativas que ello supone para el desarrollo económico.

El abandono de las doctrinas liberales impulsado por la Gran Depresión –que no fue fruto de la economía liberal, como comúnmente se cree, sino del intervencionismo gubernamental, particularmente en materia monetaria– encontró en Keynes su más destacado defensor y propagandista. Fue el autor de la Teoría General de la ocupación, el interés y el dinero quien ridiculizó la “manía” de ahorrar, presentándola como el principal obstáculo para el buen funcionamiento de la economía, y cantó las excelencias del consumo desenfrenado como la vía más rápida hacia la abundancia y el pleno empleo. Enemigo declarado de las virtudes victorianas, especialmente de la frugalidad y la morigeración, dirigió sus ataques contra los propietarios del capital; en su opinión, una clase pasiva dominada por el “instinto animal” de la acumulación que nada aportaba a la prosperidad general –antes al contrario, según él– y que debía ser eliminada paulatinamente a través del mecanismo fiscal, especialmente del impuesto sucesorio, del de patrimonio y del de la renta; de tal forma que esa “redistribución” de la renta y la riqueza por vía fiscal asegurara un alto nivel de consumo, la clave de la prosperidad, según Keynes.

Fruto de estos perniciosos sofismas –que han mostrado su falsedad a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y que los socialdemócratas abrazaron como la combinación ideal entre el modelo soviético y la economía de mercado– el brutal incremento de gravamen en el impuesto sucesorio pasó a convertirse en una de las principales herramientas para “garantizar” la “igualdad de oportunidades” en la mayoría de los países occidentales; de tal forma que, en muchos casos, la exacción tiene carácter confiscatorio e implica la destrucción o el desmantelamiento de una estructura productiva; y en la mayoría supone un grave quebranto para la economía familiar, especialmente para quienes su subsistencia depende de las rentas que produce el patrimonio que heredan.

En España, una herencia valorada en 600.000 euros (unos 100 millones de pesetas), puede costarle al heredero entre 180.000 y 420.000 euros, dependiendo de si es descendiente directo del fallecido, pariente lejano o extraño a la familia y del patrimonio que éste tuviera previamente. Por ejemplo, de un legado de 600.000 euros recibido por un pariente lejano o un extraño cuyo patrimonio previo no supere los 400.000 euros (el mínimo de la escala), la comunidad autónoma correspondiente se queda con el 60 por ciento, es decir, con 360.000 euros. Esto quiere decir que, para pagar el impuesto, si el legado consiste por ejemplo en una finca o en un inmueble –algo bastante habitual–, el legatario o heredero deberá ponerlo directamente en venta o hipotecarlo; o bien liquidar o hipotecar la práctica totalidad del patrimonio que poseía previamente para poder pagar el impuesto. En el caso de un descendiente directo mayor de 21 años, la cifra ronda los 200.000 euros, es decir, casi la mitad de lo que éste poseyera previamente.

A todo esto hay que añadir la tremenda injusticia que supone el que, después de haber tributado durante toda la vida (por renta y por patrimonio), el Estado se quede con una parte sustancial del patrimonio acumulado con tanto esfuerzo por el finado para que sus descendientes tuvieran mejores oportunidades en la vida. Desde la vertiente jurídica, muchas voces autorizadas consideran que esta práctica pseudoconfiscatoria, además de suponer una flagrante doble imposición, contraviene principios constitucionales como el derecho al disfrute y libre disposición de la propiedad. En cuanto al aspecto económico de la cuestión, hoy la mayoría de los economistas ha vuelto a la cordura del siglo XIX, señalando que los altos gravámenes el impuesto sucesorio provocan la destrucción y el consumo de capital, además de desincentivar el ahorro. Con el agravante de que la recaudación por el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones en España –1.343 millones de euros– apenas supone el 1% de los ingresos fiscales del conjunto del Estado.

Por todo esto, la anunciada supresión del Impuesto sobre Sucesiones (en la modalidad de padres a hijos) en las comunidades gobernadas por el PP es una buena noticia, que se une a la rebaja del límite en el Impuesto sobre el Patrimonio y a la reducción de la escala de gravamen en el IRPF. Estas medidas, aunque tímidas e insuficientes, suponen una ganancia en libertad individual frente al Estado, y beneficiarán –además de al conjunto de la economía– sobre todo a los pequeños y medianos propietarios que, por el volumen de su patrimonio, no pueden permitirse el acceso a las estructuras jurídico-fiscales que los grandes propietarios emplean para poner sus bienes a salvo del expolio. Precisamente los mismos a quienes hace alusión Jesús Caldera cuando recurre a la demagogia de los yates, las cuadras de caballos y los coches de lujo para excitar la cólera de los envidiosos; ocultando deliberadamente que quienes pagan realmente el impuesto son quienes heredan de sus padres los pisos y el apartamento en la playa; es decir, la inmensa mayoría de la clase media española.

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