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Jesús Laínz

De plazos y orangutanes

Pero, ¿cuál es el fundamento de los plazos? Dado que el tiempo es continuo y los plazos no son más que convenciones que los seres humanos establecemos

En los últimos años se ha debatido mucho sobre el otorgamiento a los simios de ciertos derechos equivalentes a los de los hombres, como el derecho a la vida, a la libertad y a la prohibición de la tortura, lo que impediría su caza, su enjaulamiento y su utilización para experimentos científicos. La iniciativa parece magnífica, aunque, ya metidos en harina, no se comprende bien por qué no se extiende a las demás especies animales. ¿Acaso un oso, un perro o un elefante son menos dignos que un chimpancé? Es de suponer que la clave está en nuestra mayor cercanía genética y morfológica con los simios.

Pero lo chocante del caso es que las mismas sociedades en las que se ha promovido esta declaración de derechos simiescos son las que han otorgado al aborto la categoría de derecho. A los gorilas no se los puede enjaular ni cazar porque tienen derecho a la libertad y a la vida, pero a los niños no nacidos se los puede descuartizar pues no tienen derecho a nada y sus padres tienen derecho a matarlos. Eso sí, respetando los plazos establecidos por la ley, convertida en suprema referencia moral.

Precisamente el nudo gordiano que el Partido Popular –ese partido sin ideas ni vergüenza, como acaba de volver a demostrar en indecente incumplimento, una vez más, de lo propuesto en su programa electoral– no se atreve a cortar en el asunto del aborto es éste de los plazos, convertidos tras la reforma legal zapateriana en el criterio decisorio sobre cuándo se puede interrumpir la vida intrauterina. Pues el anterior criterio de los supuestos al menos intentaba presentar una apariencia de moralidad, mientras que el de los plazos se inclina por la mera oportunidad técnica de realizar la intervención.

Pero, ¿cuál es el fundamento de los plazos? Dado que el tiempo es continuo y los plazos no son más que convenciones que los seres humanos establecemos para compartimentarlo, ¿dónde se encuentra el trascendental momento en el que se establece la diferencia entre cuándo una vida es eliminable y cuándo no? ¿Quién lo decide? ¿Con qué autoridad? ¿De qué depende? ¿Del tiempo transcurrido? ¿Cuál es la frontera y por qué? ¿Por la forma del feto? ¿Por su mayor o menor cercanía morfológica con el ser humano ya nacido? ¿Por qué si las manitas del niño miden un milímetro se le puede descuartizar y si miden dos no? ¿Por qué una muerte de un ser evidentemente viviente y distinto de la madre es aceptable si está aún en el claustro materno y no lo es si ya salió de él? ¿Quizá porque, al no vérsele todavía, y por ni siquiera poder emitir el menor sonido de dolor, su muerte es menos muerte o al menos pasa más desapercibida?

¡Sorprendente época ésta en la que la especie cúspide de la creación, ese primate egoísta, lascivo, cruel y supuestamente racional, considera más sagrada la vida de los orangutanes que la suya!

Puesto que tanto nos agrada la muerte y tan moderno consideramos descuartizar a nuestros propios hijos en el seno materno para seguir viviendo sin molestias imprevistas o para que papá no nos riña por el penalti, merecemos desaparecer con ignominia de la faz de la Tierra. Indudablemente, los orangutanes tratan a sus hijos con más humanidad que algunos humanos a los suyos.

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